»Nos abrieron paso dos sayones apostados delante de la puerta. Al entrar Adalberto realizó el saludo militar y yo le imité.
»Witerico era un hombre entrado en años, con el rostro marcado por cicatrices que le atravesaban uno de los pómulos, con calvicie prominente de la que partía un escaso pelo entrecano y ralo, largo sobre los hombros. Su mirada era inquisitiva e inquietante, los ojos en su juventud debieron de ser claros, pero ahora mostraban las huellas de la vejez. Era un hombre muy fuerte, poderoso con su armadura brillante y bien troquelada, en la que lucía un águila dorada con la cabeza vuelta hacia la izquierda. Incluso a Adalberto, que era un hombre ya maduro, le imponía respeto, así que me situé detrás de mi capitán y antiguo preceptor, intentando que no se me viese, pero él se apartó. Me quedé frente al magnate.
»—Me alegro de que hayáis venido pronto. Hay graves asuntos que debemos dirimir que atañen a vuestro futuro y al de todo el reino.
»—Vos diréis… —balbuceé con voz insegura.
»—Vuestro padre está gravemente enfermo.
»—Lo sé —dije.
»—El fin se avecina inminente. He hablado con el obispo y vuestro padre recibirá los sacramentos y será decalvado. Eso significará que vos seréis su sucesor…
»—Me siento indigno de tal honor —respondí con voz débil.
»—Vos sois la esperanza de la regeneración goda. Vuestro padre ha sido mal aconsejado por algunos, ha dictado normas en detrimento del antiguo clero, formado por nobles godos. Aconsejado por Leandro e Isidoro ha desestimado a los que durante años eran cabezas de las sedes metropolitanas…
»—¿No querréis volver a la herejía arriana…?
»—¡Lejos de mí! —protestó Witerico—. Acato las nobles y justas decisiones tomadas en el Sacro Concilio. Sin embargo, la aplicación práctica del mismo ha resultado en desdoro de la nación goda. Vuestro padre se ha apoyado en nobles hispanorromanos, como Claudio, duque de la Lusitania, o nobles sin abolengo, como Gundemaro, de la Narbonense; ha desoído buenos consejos. De nuevo os digo, mi señor Liuva, vos sois la esperanza de la regeneración goda.
»Adalberto asentía a estas palabras y yo me sentí orgulloso de ellas. Tomé confianza y el duque de la Bética lo notó.
»—El Consejo Real ha sido convocado para proclamar el nuevo rey. Tendréis todo mi apoyo, pero sólo si desestimáis a los nobles que nombró vuestro padre, sobre todo a Claudio y a Gundemaro. Si reponéis en las sedes metropolitanas al antiguo clero godo. Si escogéis como vuestros generales a hombres de talla y valía como vuestro amigo Adalberto y yo mismo.
»Les miré asombrado. Ellos habían desarrollado una jugada en la que yo no era nada más que una pieza que habían colocado en medio de la compleja trama de la política palatina. No me quedaba más remedio que aceptar; con Witerico en contra, yo no tendría opción al trono.
«Sonreí torpemente mientras declaraba:
«—Necesitaré vuestra ayuda y acepto el noble ofrecimiento de poneros al mando del ejército.
«Entonces Witerico y Adalberto se inclinaron ante mí.
»—Mañana se reunirá el Sacro Concilio en Santa Leocadia. Seréis proclamado rey de los godos —dijo Witerico.
«De pronto me sentí orgulloso de mí mismo. Iba a ser proclamado sucesor de mi padre, ayudado a llegar al trono por algunos de los mismos que se le habían opuesto. Pensé que podría dominar a los nobles levantiscos y ajenos a la casa de los baltos. Tendría dos buenos generales y no debería ir a la guerra. Los mismos que se me habían enfrentado desde niño ahora deberían rendirme pleitesía y honor.
«El tiempo de mi padre había pasado, ahora llegaba mi momento. El momento de Liuva; Liuva, rey de los godos. El despreciado iba a ser ahora coronado rey.
»De nuevo, fuera tras las murallas, comenzó a llover. Una lluvia que rebotaba contra las piedras de la fortaleza y las limpiaba. A través de una ventana entreabierta entró el frescor de aquella agua de primavera. Esa lluvia me purificaba interiormente y yo me sentía seguro y poderoso. Aquel noble de ilustre cuna me estimaba y apoyaba mi elección. Como todos los inseguros, la cercanía al poder hacía que desapareciesen mis miedos y el halago de los que antes me habían despreciado me confortaba.
»No me entristecía la muerte de mi padre. Por un lado, era ley de vida que él tuviese que morir. Por otro, siempre me había sentido exigido por él y, en el fondo de mi alma, detestaba a aquel que me había separado de mi madre, le aborrecía con un odio mezclado con unos celos atroces.
«Mi destino sería ser rey, fuera dudas y vacilaciones, todos los obstáculos se allanaban ante mí. Mi origen indigno se había olvidado, y yo, Liuva, sería el rey que todos recordarían, el que, como Adalberto me había augurado, conduciría a nuestra noble nación a la gloria y al poder.
«Después Witerico me explicó los entresijos de la conjura; él había convocado a los nobles de todo el reino, de modo que llegasen primero los que estaban de acuerdo con mi coronación. Había sido muy rápido y sagaz. También había convocado al clero, los conversos arríanos estaban al tanto, los católicos habían sido postergados.
»Él mismo me adoctrinó sobre la tradición escrita en el
Breviario de Alarico
y el
Codex Revisus
del gran rey Leovigildo, en lo que se refiere a la elección real y a la coronación. El rey tenía que ser aclamado por la nobleza y yo iba a serlo.
«Después de la reunión con Witerico, Adalberto y yo bajamos a la ciudad y nos emborrachamos. Recuerdo que regresamos al palacio después del toque de queda; nos detuvieron en la puerta de entrada, pero al reconocernos nos dejaron pasar.
»A la mañana siguiente busqué a Sinticio. Él, que había sido un amigo fiel en los tiempos difíciles, debía ser partícipe también de los momentos de triunfo.
»Su cara se transformó, en lugar de la alegría que yo hubiera esperado, su rostro se vio velado por una sombra.
»—Tu padre aún no ha muerto… —me dijo—, tú no puedes proclamarte rey.
»—¿No puedo? —me enfadé yo—, pues voy a hacerlo…
»—Creo que cometes un error fiándote de Witerico.
»—Adalberto está de su lado.
»—Me da igual —dijo Sinticio—, últimamente veo muy raro a Adalberto.
»No le hice caso y proseguí intentando convencerle.
»—Mira, Sinticio, hay que aprovechar las buenas oportunidades. Mi padre va a morir, soy joven y soy ilegítimo. ¡Necesito apoyos! Yo no tengo realmente fuerza, pero si los del partido de Witerico me secundan no habrá obstáculos para que llegue al trono, se evitará una nueva guerra civil.
»Sinticio guardó silencio. Me di cuenta de que no estaba convencido por mis argumentos.
»—Witerico te está utilizando…
»—Entonces Adalberto y Búlgar también lo hacen y ellos siempre me han sido fieles. Lo han sido desde los tiempos de Chindasvinto y Sisenando. Podría dudar de Witerico pero no de Adalberto.
«Sinticio no se conformaba.
»—¿Has hablado con la reina?
»—¿Por qué debería hacerlo? ¡No soy un niño!
»—Ella es tu madre.
»—¿Cómo lo sabes…?
»—No estoy ciego. Ese rumor corre por la corte hace tiempo. La reina Baddo ha sido siempre muy influyente y respetada, conoce muy bien a tu padre y también el reino.
»—Mira, Sinticio, a mí me han despreciado siempre. Según todos soy el ilegítimo, pocos saben que mi madre es la reina. ¿Por qué me han condenado a ser un bastardo? ¡Sólo para protegerla! Cuando sea rey diré la verdad, desharé las supercherías que mi padre montó.
»—La condenarás a la deshonra…
»—¡No es así!
»—Yo no quiero tu mal. Siempre te he apoyado, pero ¿no crees que Gundemaro y Claudio te apoyarían?
»—Estoy seguro de que no, ellos apoyarían al que mi padre designe como rey. Ése sería siempre Swinthila.
»—Swinthila es un niño. No nombrarán rey a un infante manejable por toda la camarilla de la corte. Tu madre te apoyará… ¡Habla con ella!
»Me enfadé con él, estaba harto de sus críticas y sermones. Le grité:
»—¡Tú qué sabes! Ella prefiere a Swinthila y mi padre también.
»—Eso no es así. Yo he visto cómo te quiere tu madre. ¿Recuerdas cuando estaba escamado porque pensaba que tenías una amante? Era tu madre que embozada venía a visitarte…
»—¡Tú no sabes nada! Además, desde que mi padre ha enfermado mi madre no se separa de su lado, no puedo hablar con ella. Y… aunque pudiese, te digo que protege a Swinthila. Si mi padre sobrevive, lo nombrarán a él como sucesor al trono. Yo no valgo nada para ellos. ¡Ahora es mi momento! Es nuestro momento, viejo amigo, o te subes al carro o te quedas atrás. Tú eliges.
»—Siempre te apoyaré, a ti y a Adalberto. ¡Estás ciego! Te veo lleno de ambición. Antes no eras así.
»—Me he vuelto realista. Sé a quién tengo que escuchar.
»Sinticio se fue dando un portazo, yo no razonaba, no quería ver lo que era evidente, lo que mi amigo, mi único y verdadero amigo me quiso mostrar.»
«La basílica refulgía oro, el olor a incienso se diseminaba gracias a recipientes de plata y bronce que atravesaban la nave. Entre las columnas, lámparas votivas de gran tamaño; en el presbiterio, coronas que los reyes godos habían ofrecido durante años a Dios. Junto al altar, un palio bajo el cual yo, Liuva, futuro rey de los godos, observaba encogido y azorado la ceremonia. Se había convocado a toda prisa a los próceres del reino; antiguos obispos arríanos ahora católicos, obispos católicos pero de tendencia afín a Witerico; nobles de la Bética y la Lusitania, de la Narbonense y del convento astur; de la Tarraconense y la Tingitana.
»Como en un sueño oía invocar a los santos y a los ángeles, según el rito visigodo que no había adoptado la reforma del papa Gregorio y era afín al bizantino en suntuosidad y refinamiento.
»Se hizo un gran silencio en las oscuras naves de la basílica, todos volvían sus miradas hacia mí, que estaba sentado en un trono a la derecha del altar. De pie a mi izquierda, Witerico elevó la voz:
»—¡Gloria al gran rey Recaredo!
»—¡Gloria! —contestaron todos.
»—Ante la hora de la muerte del gran rey Recaredo convoco a todo el reino, clérigos, obispos, nobles y soldados a tomar una determinación. La sucesión no debe demorarse al último momento. Hemos de asociar al trono a aquel que va a ser un digno heredero de tan gran rey. ¡Gloria al gran rey Recaredo!
»—¡Gloria! —repitieron todos.
»—Nuestro amado rey se enfrenta al Último Viaje, el viaje del que no hay regreso, va a ser preparado mediante los santos óleos y será decalvado. Nunca más podrá reinar. El noble rey Recaredo, piadoso por la fe, preclaro para la paz, tendrá un digno sucesor en su hijo, Liuva, noble príncipe al que Dios guarde muchos años.
»La camarilla de Witerico se levantó y desenvainó las espadas en lo alto, al tiempo que daban grandes voces de alabanza. Chindasvinto, junto a ellos, no se movió; permanecía quieto con el rostro impenetrable y endurecido. Junto a los de Witerico se levantaron Adalberto y Búlgar, con muchos de mis antiguos condiscípulos de las escuelas palatinas. El resto de los nobles finalmente también se alzaron, sorprendidos de la actitud de Witerico. Ninguno habría pensado que pudieran apoyarme en mi camino al trono.
»De distintos puntos de la nave se escuchó:
»—¡Unción! ¡Unción!
»Witerico había organizado aquello, sus adláteres comenzaron a corear aquellas palabras que me conducirían hacia el trono. Isidoro y los nobles Claudio y Gundemaro no entendían el cambio de postura del partido de Witerico. Sin embargo, no se oponían porque ellos eran fieles a Recaredo y, al fin y al cabo, yo era su hijo.
»Los gritos continuaron escuchándose por la sala; entonces, empujado por Witerico, me levanté y tomé la palabra.
»—Llevaré la corona que me ofrecéis con la misma dignidad que la llevó mi padre. Como adjunto al trono, nombraré al noble Witerico, que será jefe del Aula Regia, y comandante general de todos los ejércitos de Hispania.
«Entonces, Gundemaro y Claudio entendieron al fin la maniobra. Witerico había decidido que yo fuese rey, de momento, pero él se reservaba el poder ejecutivo, es decir, el Aula Regia y el poder militar, el ejército.
»Se hizo un silencio entre los partidarios de Claudio y Gundemaro, los que habían sido fieles a mi padre. Los otros continuaron gritando. La cara de Leandro se ensombreció. La tensión se palpaba en el ambiente.
»En aquel momento, se escuchó el toque de una trompeta, y la puerta del templo se abrió. Quizá yo, que estaba de frente a la puerta principal de la iglesia, fui el primero en ver quién era el que interrumpía de aquella manera el concilio. De pie, de espaldas al sol que alumbraba la puerta de Santa Leocadia, un hombre, medio doblado, apoyado en una mujer y en un siervo, entraba en la basílica: era mi padre, el rey Recaredo, enfermo pero no muerto.
»Un susurro se extendió entre los asistentes al concilio. Después, un silencio expectante y doloroso recorrió las naves del templo, el silencio de la traición descubierta, el silencio de la culpabilidad. En la quietud del templo, sólo se oían los pasos de mi padre, arrastrándose con dificultad por el pasillo central. A su paso, los hombres doblaban la cabeza. Llegó al presbiterio, junto a la reja que separaba el lugar sagrado de la nave, bajo un baldaquino; después, ascendió unos peldaños y, por último, apoyado ya únicamente en mi madre, se volvió y habló al pueblo:
»—Durante dieciséis años he regido por la gracia de Dios la Híspanla y la Gallaecia. He vencido a los francos, he pacificado a los astures, he empujado a los imperiales hasta arrojarles casi al mar. Estos años he mantenido con la fuerza de la razón lo que mi padre, el rey Leovigildo, ganó con las armas. Durante mi gobierno la pestilencia arriana ha desaparecido y el reino está unido. ¿Por cuál de estos hechos queréis defenestrarme y alejarme del trono?
»Nadie respondió. La vergüenza llenaba los corazones. Al fin, el noble obispo de Hispalis, Leandro, se levantó:
»—Por ninguno de vuestros gloriosísimos hechos, mi señor. Se nos ha dicho que se convocaba este concilio porque no gozabais de buena salud para escoger un sucesor vuestro. El duque Witerico ha propuesto a vuestro noble hijo Liuva.
»El rostro de mi padre se tiñó del color de la ira; me miró a mí, duramente, y después a Witerico.
»—Pues como bien podéis ver… ¡No estoy muerto! El rey sigo siendo yo y, por gracia de Dios, elijo al que será mi continuador, mi hijo Liuva.