Muchos auténticos godos no estuvieron de acuerdo con la elección de Sisebuto. Para los que pertenecían al partido de los baltos, Sisebuto no tenía sangre real. Pero tampoco para los que pertenecían al partido nobiliario Sisebuto era el candidato idóneo. El rey debía ser un buen soldado, un hombre que dominase el arte de la espada, elegido entre los mejores guerreros del reino. Sisebuto no lo era; era un intrigante, un pedante al que le gustaba la poesía, arte que se consideraba poco viril.
La torpeza de Sisebuto y su falta de ardor guerrero le hicieron ganarse muchos enemigos. Mientras tanto, Swinthila comenzó a ascender en las filas del ejército godo, la suerte le acompañaba porque era un militar nato. Había algo en él, que procedía de Leovigildo y Recaredo, que le conducía a la gloria, a guiar a los hombres que le seguían de modo natural, a dominar el arte de las armas y el combate cuerpo a cuerpo. Por sus méritos y valor, Swinthila llegó a ser uno de los mejores generales del rey Sisebuto. Condujo a las tropas del rey a la victoria contra los bizantinos, conquistando Malacca y asediando Cartago Nova. Hubieran expulsado del reino a los bizantinos si el timorato afán de dinero del rey no lo hubiera detenido. Sisebuto prefirió seguir cobrando un tributo a los bizantinos, en lugar de cumplir lo que muchos consideraban como su deber, arrojar a los imperiales, enemigos de los godos, al mar. Muchos nobles, y en particular los del partido baltingo, se mostraron en desacuerdo con su política. Protestaron, tanto abiertamente, como en las camarillas de la corte.
Los rivales a Swinthila, los nobles Sisenando y Chindasvinto, antiguos colegas de Liuva, no querían que el hijo de Recaredo consiguiese la gloria de la destrucción y desalojo de los orientales de la península. Aprovechando el hecho de que Swinthila había protestado ante el fin de la campaña contra los bizantinos, lograron que se le alejara del lugar preeminente que ocupaba en el ejército. Una conspiración le relevó del mando de las tropas godas. Convencieron al rey de la necesidad de una campaña en el norte. Se decidió atacar de nuevo a los roccones poniendo al mando del ejército a Sisenando. Los enemigos del partido nobiliario no estuvieron de acuerdo con ese nombramiento; una designación que confiaba el poder militar al clan de sus adversarios. El noble Adalberto, jefe de la Guardia Palatina —que en tiempos había sido de la facción favorable a Witerico, y ahora se había comprometido con el partido de los baltos—, inició una conspiración contra aquel estado de cosas. Movió a la Guardia Palatina a favor de Swinthila y de modo subrepticio fue dando consignas al ejército para evitar una victoria de Sisenando en las montañas astures.
Adalberto era ambicioso y sabía que su futuro no estaba, en aquella ocasión, ligado a Sisenando sino al linaje de Recaredo. Años atrás había liberado a Liuva. Le había ayudado a llegar junto con Efrén hasta el cenobio en Ongar. En el viaje hasta las lejanas montañas de Vindión, Efrén le reveló la existencia de la copa de poder y de la carta, una carta de la reina Baddo, en la que se ocultaban las claves del pasado, una carta dirigida a Swinthila y que Efrén entregó al invidente Liuva. En aquel tiempo, en el que se huía de la tiranía de Witerico, Adalberto no le había dado demasiada importancia a lo que Efrén le contaba. Años más tarde, en tiempos de Sisebuto, el rey erudito, salieron a la luz muchas antiguas leyendas, se volvió a hablar de la copa de poder. Adalberto ató cabos y llegó a la conclusión de que en la carta de Baddo podría estar la clave del misterio del poder de los baltos. Así que, en el momento en que Swinthila parecía condenado al ostracismo, Adalberto le reveló que Liuva seguía vivo; también le habló sobre una legendaria copa de poder, y de la existencia de una carta de la reina Baddo. Le contó que el secreto de sus orígenes estaba en el norte y le habló de Pedro, el medio hermano de Recaredo, duque de Cantabria, quien luchaba también contra los roccones. Con alguno de los hombres de la casa baltinga Swinthila formó un pequeño ejército y se incorporó a la campaña del norte buscando a Liuva. Fue entonces cuando los montañeses apresaron a Swinthila y le condujeron a Nícer, quien le guió hasta Liuva.
Desde aquel mundo de recuerdos, Swinthila regresa a su ser y mira con desprecio a su hermano Liuva, un deprecio que aquél no percibe por la ceguera, pero que intuye de una manera física casi instintiva.
Liuva se dirige a Swinthila. Tras haber confesado el pasado ha sufrido una purificación interior. Desea ser exculpado de una vida de fracasos y equivocaciones:
—Te pido perdón por todo el mal que te hice. En aquella época, tras mi coronación estaba ciego. Siempre me había sentido celoso de ti. Sin embargo, si hubieras permanecido en la corte estarías muerto, la ira del usurpador alcanzó después a todos los que habían pertenecido a la familia de Recaredo. Hubieras muerto.
—Mejor haber muerto con honor que haber sido criado con deshonor como yo y Gelia lo fuimos —respondió duramente Swinthila.
—¡Estoy arrepentido del pasado! Me duele aún la muerte de Sinticio, y sobre todo la de Claudio, que yo mismo ordené. Lamento no haberos protegido. He intentado purgar mi pasado aquí aislado de todo. Ahora sólo quiero ayudarte…
—Hazlo… —dijo Swinthila—… puedes hacerlo. Enséñame esa carta de la que me has hablado, la carta en la que está el pasado.
Liuva suspiró:
—Efrén, tiempo atrás, me entregó una carta para que la guardase, era de la reina Baddo: nunca la he podido leer; sé que eso es lo que buscas. Cuando ella, nuestra madre, la escribió pensaba que yo habría muerto; creo que está dirigida a ti, Swinthila; quiera Dios que hagas buen uso de ella.
Liuva calla, agotado y lentamente se levanta hacia el altar; moviendo una piedra, se abre un hueco en el interior y de allí extrae un pergamino, guardado en un envoltorio de piel.
—Yo nunca he podido leerla —repite Liuva.
Lo acaricia y lo huele, mil veces lo ha hecho aquellos años de soledad y aislamiento de un mundo en el que él había brillado y que ya no existía para él.
—Dámelo… —ordena Swinthila amenazador.
—No sé si eres digno…
—Lo soy —grita el godo—, mucho más de lo que tú nunca lo has sido…
—Posiblemente… —responde el ermitaño mientras baja la cabeza con humildad—; sólo te pido una cosa…
—¿Cuál…?
—Que leas la carta ante mí, quiero volver al pasado, quiero saber qué estaba en la cabeza de nuestra madre poco antes de ser ejecutada. Quiero la verdad.
Liuva extiende la mano para darle el pergamino, y Swinthila se lo arrebata bruscamente. Es la carta de la reina Baddo la que Swinthila ha buscado con denuedo. El godo rompe los sellos y la abre. Entonces la lee lentamente en voz alta. Ante ellos, la figura de la reina, la esposa de Recaredo, se alza desde el pasado.
EL TORO Y EL LEÓN
La cartaEn la era DCVIII, en el año segundo de Justino el Menor, Leovigildo, una vez que alcanzó el reino de Hispania y de la Galia, decidió ampliar este reino con la guerra… pues, antes, la nación de los godos se reducía a unos límites estrechos. Pero el error de la impiedad ensombreció en él la gloria de tan grandes virtudes.
I
SIDORO
D
E
S
EVILLA
,De origine Gothorum
,Historia Wandalorum, Historia Sueborum
Yo, Baddo, reina de los godos, a ti, hijo mío, Swinthila, te revelo el secreto tanto tiempo guardado
.
Yo, Baddo, reina de los godos, de las tierras que se extienden de la Septimania a la Bética, de la Gallaecia a la Cartaginense, de la Lusitania al Levante imperial, culpo a los nobles, los obispos, los clérigos y magnates de este reino de sedición y perfidia
.
Yo, Baddo, reina de los godos, pondré al descubierto las intrigas, las maquinaciones, los crímenes y las mentiras del renegado, el que juró vengarse. El secreto ligado a un hombre, un hombre marcado que buscó la desgracia de la noble sangre baltinga que late en tus venas. Los hechos unidos a una conjura que deshizo nuestra familia, en la que muchos traidores intervinieron y una sombra tejió los hilos, una sombra que yo no fui capaz de reconocer. Busca al hombre de las manos manchadas de sangre, el que aparenta compasión y nobleza pero es pérfido e infame. Búscale, Swinthila, hijo mío, cumple la última voluntad de la que te llevó en sus entrañas
.
El hombre que retuerce las palabras para que digan la mentira. Búscale. Te conmino desde la tumba a que lo hagas
.
Te revelaré el secreto de la copa sagrada, encuéntrala y utilízala para el bien
.
Tú vengarás el honor de nuestra familia y protegerás a tu hermano Gelia. Es por ello por lo que te revelo el pasado, ante ti se abrirá el mundo de mi niñez y mi juventud, el mundo de mi madurez y el mundo de mi sufrimiento
.
Las palabras de la carta se van desgranando una tras otra, delante de Liuva y de Swinthila, de tal modo que el manuscrito se hace vivido a sus ojos, mostrando una historia de guerra y pasiones. La historia de un tiempo ya pasado, de unos hechos que les han marcado a ambos.
La reina Baddo procedía de las tierras del norte, de las tierras sagradas de Ongar, del valle junto al Sella, rodeado de montañas. En aquel lugar, desde los altos picachos, en los días claros, se divisaba a lo lejos el mar cántabro, a veces punteado por la espuma de la marejada, otras veces gris y muchas, blanquecino, un mar sin horizonte en el que el cielo y el océano no marcaban sus límites. El mar que exploraron los astures hasta las islas del norte, ignotas y heladas.
El padre de Baddo era Aster, príncipe de la caída ciudad de Albión. Cuando Baddo era niña, su padre un día partió hacia el sur a buscar a su amada, una Jana de los bosques, y a encontrar una copa sagrada. Aster no volvió nunca más y, en la memoria de Baddo, él se iba esfumando como una leyenda, como una sombra, como unas manos que la habían acariciado. La madre de Baddo se llamaba Urna y era una mujer trastornada, que no hablaba casi nunca pero, cuando lo hacía, se expresaba de un modo cuerdo. Baddo tenía un medio hermano, Nícer, el hijo del hada, el amado de los dioses y de los hombres. De niña, a Baddo la había cuidado un ama, Ulge, que conoció la ciudad bajo las aguas y le habló de ella, la ciudad del palacio y el templo; la más bella ciudad de las tierras cántabras. La ciudad a la que su padre, Aster, no mencionaba jamás, a la que ya sólo las baladas evocaban.
En lo alto, antes de salir del valle sagrado, hay aún una cueva, la cueva de Ongar, y una cascada. De niña, a Baddo le gustaba ver desde allí todo el valle: los bosques de robles y acebos, las praderas verdeando al sol y, en el centro del valle, la fortaleza, resto de un antiguo castro. En los días de niebla, la fortaleza de Ongar semejaba un lugar mágico, rodeada de las brumas del río, y parecía no estar sujeta al suelo. Más allá, en la ladera, se diseminaban otras casas rodeadas por cercas que parecían murallas.
Tras la cascada y la cueva, el cenobio de Ongar, el lugar donde moraban los monjes. De todos ellos, Mailoc, el abad, era su amigo y protector. Aster quiso que Baddo, su hija, aprendiese las letras con él. Nadie entendió su decisión; ¿para qué educar a una mujer? Pero él no respondió, y quizá pensó en el hada, la Jana que encontró junto a un arroyo, una mujer bruja que sabía leer; por eso quiso que su hija Baddo conociese los signos de los pergaminos.
Mailoc… Cuando Baddo recordaba su nombre veía una sonrisa suave y una luz en la mirada, una expresión bondadosa a la vez que firme y un rostro anciano, más allá del tiempo. El cenobio era lo último habitado en las tierras de Ongar; más allá estaba lo prohibido, lo que los niños de Ongar no podían traspasar y, por eso mismo, les atraía tanto. Sólo salían del valle los guerreros armados; para los demás se había vedado cualquier tipo de escapatoria. Fue Nícer quien proscribió las salidas. El valle estaba en paz, pero fuera de él, en el mundo había guerra. Nícer quería alejar aquel lugar hermoso y sagrado de las pugnas fratricidas de los pueblos de la montaña, de los saqueos de los suevos, de la lucha frente al godo. En tiempos de Aster, el padre de Nícer, los mercaderes, escoltados por la guardia, aún alcanzaban el poblado, pero ahora desviaban su paso a través de las montañas, obviando la entrada a Ongar. Llegó un tiempo en que, para los hombres ajenos a él, el valle de Ongar se convirtió en un lugar mítico que hundía sus raíces en la leyenda.
En el tiempo en que Baddo comienza su historia, ella era muy joven, y estaba sometida a la autoridad de su hermano Nícer, pero no lo respetaba y se rebelaba contra él. Nícer quería que se hubiese comportado como una mujer y renegaba de ella cuando se batía con los muchachos de Ongar. Fue Fusco, un viejo amigo de su padre, quien le enseñó a manejar el arco y la espada, aunque nadie en su sano juicio le hubiera enseñado jamás a una mujer el arte de las armas. Sin embargo, Fusco, al mirar a Baddo, decía que veía en sus ojos negros a Aster, su señor, a quien él había amado y servido en sus años mozos.
La morada de Fusco estaba alejada de la fortaleza, era una casona grande de piedra que Aster le había regalado, tiempo atrás, cuando Fusco se desposó con Brigetia. Habían tenido muchos hijos, y cuando Aster abrazó la fe cristiana, Fusco y Brigetia, siguiendo a su señor, los bautizaron a todos y se cambiaron de nombre, Brigetia se convirtió en Brígida y Fusco en Nicéforo, pero nadie se acostumbró a ese nombre tan largo y Fusco siguió siendo Fusco en todo el valle de Ongar.
La casa de Fusco fue el segundo hogar de Baddo, un techado de paja con paredes de piedra irregular, rodeada de corrales para el ganado y llena del desorden y de la algarabía de los hijos. Muy a su pesar, porque él se consideraba un guerrero, para dar de comer a su numerosa prole labraba los campos de alrededor. Sin embargo, con el tiempo, consiguió algún siervo y empleó a sus muchos hijos en las tierras. Entonces pudo dedicarse a la caza y a guerrear. Él fue uno de los que quiso ir a buscar a la Jana cuando Aster, el príncipe de la caída ciudad de Albión, partió hacia las tierras del sur; pero Aster, que quizás adivinaba su propio destino, se lo prohibió para que no descuidase a sus hijos. Cuando su príncipe no volvió del reino godo, dicen que Fusco envejeció, su pelo se tornó gris y, a menudo, se dirigía hacia lo alto de Ongar, al lugar tras la cascada, esperando que su señor volviese; allí dejaba transcurrir el tiempo. De los hombres que partieron con Aster sólo regresaron dos: Mehiar y Tilego; pero el más querido para el corazón de Fusco, Lesso, el amigo de la infancia, no regresó.