Hermoso Caos (17 page)

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Authors: Kami García,Margaret Stohl

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico

BOOK: Hermoso Caos
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—¿Se encuentra bien, señorita Thelma?

Thelma parecía casi tan confundida como las Hermanas.

—No sé qué ha pasado. Estaba soñando con un buen trozo de George Clooney y una seductora cita con un bizcocho de azúcar morena, y al momento siguiente lo único que supe es que la casa se venía abajo a nuestro alrededor. —La voz de Thelma temblaba, como si no pudiera encontrar el modo de darle sentido a las palabras que decía—. Apenas tuve tiempo de coger a las chicas, y cuando encontré a Prudence Jane…

Tía Prue. No escuché nada más. Marian me miró.

—Está con los enfermeros. No te preocupes, Amma está con ella.

Pasé por delante de Marian, notando que mi brazo se deslizaba por sus dedos cuando trató de agarrarlo. Dos sanitarios estaban inclinados sobre alguien tumbado en una camilla. Había tubos colgando de las perchas metálicas que desaparecían en el frágil cuerpo de mi tía por lugares que no podía ver, cubiertos por una sábana blanca. Los sanitarios colgaban más bolsas de fluido transparente de los ganchos, sus voces apenas perceptibles entre el caótico barullo de voces, sollozos y sirenas. Amma estaba arrodillada a su lado, sujetando su fláccida mano y susurrando. Me pregunté si estaba rezando o hablando con los Antepasados. Probablemente ambas cosas.

—No está muerta. —Link apareció detrás de mí—. Puedo olería, quiero decir, puedo distinguirlo. —Inhaló de nuevo—. Cobre, sal y salsa de carne roja al whisky.

Sonreí, a pesar de todo, y liberé la respiración que estaba conteniendo.

—¿Qué es lo que dicen? ¿Se va a poner bien?

Link escuchó a los sanitarios, inclinados sobre tía Prue.

—No lo sé. Están diciendo que cuando la casa cayó tuvo un ataque, y está inerte.

Me volví para mirar a tía Mercy y tía Grace. Amma y Thelma las estaban ayudando a sentarse en las sillas de ruedas, apartando a los bomberos voluntarios como si no supieran que se trataba del señor Rawls, que les entregaba sus recetas en el Stop & Steal, y de Ed Landry, que les surtía de gasolina en la estación de BP.

Me agaché y cogí un trozo de cristal de entre los escombros a mis pies. No supe averiguar a qué pertenecía, pero el color me hizo pensar en el gato de cristal verde de tía Prue, aquel que conservaba orgullosa en una vitrina junto a sus copas de vino. Le di la vuelta y observé que tenía pegada una etiqueta roja redonda. Marcado, como todo lo que había en casa de las Hermanas, para este u otro pariente, cuando murieran.

Un adhesivo rojo.

El gato estaba pensado para mí. El gato, los escombros, el fuego: todo estaba pensado para mí. Guardé el trozo de cristal verde en mi bolsillo y observé impotente cómo se llevaban a mis tías hacia la otra ambulancia del pueblo.

Amma me lanzó una mirada, y supe lo que significaba.
No digas una palabra y no hagas nada.
Significaba vete a casa, cierra las puertas y mantente al margen. Pero ella sabía que no podía hacerlo.

Había una palabra que no dejaba de rondarme por la cabeza.
Inerte.
Tía Grace y tía Mercy no entenderían a qué se refería cuando los médicos les explicaran que tía Prue estaba inerte. Oirían lo mismo que yo cuando Link me lo contó.

Inerte.

Igual que estar muerto.

Y era culpa mía. Porque no supe decirle a Abraham dónde encontrar a John Breed.

John Breed.

Todo empezó a encajar.

El Íncubo mutante que nos había llevado hasta la trampa de Sarafine y Abraham —que había tratado de robarme a la chica que quería y había Transformado a mi mejor amigo— estaba destruyendo mi vida una vez más. Mi vida y a la gente que quería.

Por su culpa, Abraham había soltado a los Vex. Por su culpa, mi pueblo estaba destrozado y mi tía medio muerta. Los libros estaban ardiendo, y por primera vez, no había sido por culpa de las mentes estrechas de gente estrecha.

Macon y Liv tenían razón. Todo giraba a su alrededor.

John Breed era el único a quien culpar.

Cerré el puño. No era un puño de Gigante, pero era mío. Igual que esto. Era mi problema. Yo era un Wayward. Si se suponía que debía encontrar el camino —estar allí por algún gran y terrible propósito, o lo que fuera que Marian y Liv hubieran dicho sobre que los Caster me necesitarían para llevarles dentro o fuera—, lo había encontrado. Y ahora tenía que encontrar a John Breed.

No había vuelta atrás, no después de lo de hoy.

Una de las ambulancias se marchó. Y luego la otra. Las sirenas resonando calle abajo. Y mientras desaparecían por delante de mí, empecé a correr. Pensé en Lena. Y corrí más rápido. Pensé en mi madre, en Amma, en la tía Prue y en Marian. Y corrí hasta quedar sin aliento, hasta que los coches de bomberos quedaron tan lejos que ya no pude escuchar sus sirenas.

Me detuve cuando llegué a la biblioteca y me quedé allí. Las llamas habían desaparecido, en su mayor parte. El humo aún se elevaba hasta el cielo. Por la forma en que las cenizas flotaban en el aire, parecía como si fuera nieve. Cajas con libros, algunas ennegrecidas y otras empapadas, estaban apiladas enfrente del edificio.

Todavía estaba en pie algo más de la mitad de su estructura. Pero no importaba, al menos no para mí. Nunca olería igual. Mi madre, y lo que de ella quedaba en Gatlin, finalmente habían desaparecido. No se podían
desquemar
los libros. Sólo podías comprar otros nuevos. Y esas páginas nunca habrían sido tocadas por sus manos, ni habría libros con las páginas marcadas por una cuchara.

Una parte de ella había muerto esta noche, una vez más.

No sabía demasiado sobre Leonardo da Vinci. ¿Qué es lo que decía el libro? Quizás estaba aprendiendo a vivir, o quizás estaba aprendiendo a morir. Después de hoy, podría ser cualquiera de las dos cosas. Tal vez debería hacer caso a Emily Dickinson y dejar que la locura comenzara a tener sentido. De cualquier forma, era Poe el que se me quedó grabado.

Porque tenía la sensación de estar escrutando profundamente en la negrura, tan profundamente como pudiera estarlo una persona.

Saqué el fragmento de cristal verde de mi bolsillo y lo observé fijamente, como si pudiera decirme lo que necesitaba saber.

25 DE SEPTIEMBRE
Las señoras de la casa

—E
than Wate, ¿podrías traerme un poco de té helado? —pidió tía Mercy desde el salón.

Tía Grace no se cortó un pelo.

—Ethan, no se te ocurra traerle ningún té frío. Si bebe algo más, tendrá que usar el tocador.

—Ethan, no escuches a tía Grace. Tiene un ramalazo mezquino de casi medio kilómetro de largo y del ancho de diez tocadores.

Lancé una mirada a Lena, que sostenía en la mano una jarra de plástico con té helado.

—¿Eso ha sido un «sí» o un «no»?

Amma cerró la puerta de golpe y alargó una mano para coger la jarra.

—Vosotros dos, ¿es que no tenéis deberes que hacer?

Lena arqueó una ceja y sonrió, aliviada. Desde que tía Prue había sido ingresada en la Residencia del Condado y las Hermanas se trasladaron a vivir con nosotros, sentía como si hubieran pasado semanas desde la última vez que Lena y yo estuvimos solos.

Agarré la mano de Lena y tiré de ella hacia la puerta de la cocina.

¿Lista para echar una carrera?

Lista.

Nos precipitamos hacia el vestíbulo lo más rápido que pudimos, tratando de llegar hasta las escaleras. Tía Grace estaba acurrucada en el sofá, con sus dedos enganchados en los agujeros de su manta de ganchillo favorita que tenía, aproximadamente, diez tonos diferentes de marrón y que hacía juego, a la perfección, con nuestro salón, ahora atiborrado de suelo a techo de cajas de cartón marrones llenas de todo lo que las Hermanas nos habían obligado a sacar de su casa la semana anterior a mi padre y a mí.

No se sentían nada contentas con las cosas que habían sobrevivido: prácticamente todo lo del dormitorio de tía Grace y tía Mercy, una escupidera de bronce que había sido utilizada (y nunca limpiada) por los cinco maridos de tía Prue, cuatro de las cucharillas de la colección de cucharas sureñas de tía Grace y el estante de madera donde se exhibían, una pila de polvorientos álbumes de fotos, dos sillas desparejadas del comedor, el ciervo de plástico del jardín delantero y cientos de pequeños tarros de confitura sin abrir que habían sustraído del Breakfast 'n' Biscuits de Millie. Pero, por supuesto, nada de aquello les pareció suficiente. Nos estuvieron dando la lata hasta que recogimos también las cosas estropeadas.

La mayoría permanecía en las cajas, pero tía Grace había insistido en que decorar les ayudaría a soportar su «sufrimiento», así que Amma permitió que colocaran algunos de sus objetos por la casa. Y ésa era la razón por la cual
Harlon James I, Harlon James II
y
Harlon James III
—todos conservados gracias a lo que tía Prue llamaba el
delicado
arte sureño de la taxidermia— me estaban mirando en ese instante.
Harlon James I
sentado,
Harlon James II
de pie, y
Harlon James III
durmiendo. Era este último el que más me inquietaba; tía Grace lo tenía junto al sofá y, de una forma u otra, acababas chocando con él cada vez que pasabas por allí.

Podría ser peor, Ethan. Podría estar en el sofá.

Tía Mercy, en su silla de ruedas frente a la televisión, parecía enfurruñada y claramente agitada por haber perdido su batalla matinal por el sofá. Mi padre estaba sentado a su lado, leyendo el periódico.

—Hola, chicos, ¿qué tal os va? Me alegro de verte, Lena. —Su expresión decía: «Salid de aquí mientras podáis».

Lena le sonrió.

—Lo mismo le digo, señor Wate.

Había estado cogiéndose algunos días libres en cuanto podía para evitar que Amma se volviera loca.

Tía Mercy estaba apretando el mando a distancia, a pesar de que la televisión estaba apagada, y lo agitó hacia mí.

—¿A dónde creéis que vais, tortolitos?

Corre hacia las escaleras, L.

—Ethan, no me digas que estás pensando en llevar a la jovencita arriba. Eso no sería apropiado. —Tía Mercy pulsó el mando hacia mí, como si pudiera dejarme en pausa antes de que consiguiera llegar a mi habitación. Luego miró por encima de mi hombro hacia Lena—. Mantén tu precioso trasero fuera de la habitación de los chicos, palomita.

—¡Mercy Lynne!

—¡Grace Ann!

—No quiero escuchar esas groserías de tu boca.

—¿El qué? ¿Trasero? ¡Trasero, trasero, trasero!

¡Ethan! ¡Sácame de aquí!

No te pares.

Tía Grace dio un sorbetón.

—Naturalmente que no va a llevarla arriba. Su padre se revolvería en su tumba.

—Estoy aquí —la saludó mi padre.

—Su madre —corrigió tía Mercy Tía Grace agitó su pañuelo, el que estaba permanentemente pegado a su mano agarrotada.

—Mercy Lynne, te estás volviendo senil. Eso es lo que he dicho.

—Desde luego que no. Te he escuchado con la claridad de una campana, por mi oído bueno. Has dicho su padre se…

Tía Grace apartó la manta a un lado.

—No podrías escuchar una campana ni aunque se arrastrara detrás de ti y te mordiera en la…

—¿Té helado, señoras? —Amma apareció con la bandeja justo a tiempo. Lena y yo nos escabullimos escaleras arriba mientras Amma bloqueaba la vista desde el salón. No había forma de pasar con las Hermanas delante, ni siquiera sin tía Prue. Y así llevábamos días. Entre tratar de acomodarlas en nuestra casa y tratar de recoger todo lo que quedaba de la suya, mi padre, Amma y yo no habíamos hecho otra cosa desde que se mudaron que tratarlas como a reinas.

Lena desapareció en mi habitación y cerré la puerta detrás de mí. Deslicé mis brazos alrededor de su cintura y ella apoyó su cabeza contra mí.

Te he echado de menos.

Lo sé. Palomita.

Me propinó un puñetazo en broma.

—¡No cierres esa puerta, Ethan Wate! —No supe distinguir si era la voz de tía Grace o de tía Mercy, pero no importó. En este asunto estaban totalmente de acuerdo—. ¡Hay más pollos que gente en este mundo, y eso es tan cierto como que el verano no llega por casualidad!

Lena sonrió y extendió la mano detrás de mí, abriendo la puerta.

Gruñí.

—No lo hagas.

Lena puso su dedo en mis labios.

—¿Cuándo fue la última vez que las Hermanas subieron aquí arriba?

Me acerqué más a ella, nuestras frentes tocándose. Mi pulso empezó a acelerarse desde el segundo en que nos tocamos.

—Ahora que lo dices, Amma va a estar sirviendo té helado hasta que no quede una gota en esa jarra.

La cogí en brazos y la llevé hasta la cama, que ahora era solamente un colchón en el suelo, gracias a Link. Me dejé caer junto a ella, ignorando intencionadamente la ventana rota, la puerta abierta y lo que quedaba de mi cama.

Estábamos los dos solos. Ella se volvió para mirarme, un ojo verde y el otro dorado, sus rizos oscuros diseminados por el colchón a su alrededor, como un halo negro.

—Te quiero, Ethan Wate.

Me incorporé apoyándome en un codo y la miré.

—Me han dicho que soy adorable.

Lena se rio.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Montones de chicas.

Sus ojos se enturbiaron durante un segundo.

—¿Ah, sí? ¿Cómo cuales?

—Mi madre. Mi tía Caroline. Y Amma. —La pellizqué en las costillas, y ella empezó a retorcerse, riendo contra mi camiseta—. Te quiero, L.

—Más te vale. Porque no sé qué haría sin ti. —Su voz era tan cruda y sincera como nunca la había escuchado.

—No hay yo sin ti, Lena. —Me incliné y la besé, deslizándome hacia abajo para que mi cuerpo encajara perfectamente con el suyo, como si estuvieran hechos para estar juntos. Porque lo estábamos. No importaba lo que el universo o mi pulso pudieran decir al respecto. Podía sentir la energía saliendo de mí, pero eso sólo hizo que mi boca buscara de nuevo la suya.

Lena se apartó antes de que mi corazón empezara a palpitar peligrosamente.

—Creo que debemos parar, Ethan.

Suspiré y rodé tumbándome de espaldas a su lado, mi mano todavía enredada en su pelo.

—Ni siquiera habíamos empezado.

—Hasta que descubramos por qué está empeorando, y hay más intensidad entre nosotros, tenemos que ser cuidadosos.

La agarré por la cintura.

—¿Y qué pasa si no me importa?

—No digas eso. Sabes que tengo razón. No quiero prenderte luego sin querer a ti también.

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