Hermoso Caos (14 page)

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Authors: Kami García,Margaret Stohl

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico

BOOK: Hermoso Caos
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Marian debió notármelo, porque suspiró y volvió a dejar el plato.

—¿Has hablado con Olivia de lo sucedido?

—No lo sé. No exactamente, bueno, no. —Suspiré—. Lo que realmente me fastidia porque Liv es… ya sabes, Liv.

—Yo también la echo de menos.

—¿Entonces por qué no la dejaste que continuara trabajando contigo? —Después de que Liv rompiera las reglas y ayudara a liberar a Macon del Arco de Luz, había desaparecido de la Biblioteca del Condado de Gatlin. Su entrenamiento como Guardiana había terminado, y yo supuse que regresaría a Inglaterra. Sin embargo, en vez de hacerlo, comenzó a pasar sus días en los Túneles con Macon.

—No podía. Sería impropio. O, si lo prefieres, prohibido. Hasta que no se resuelva todo, no podemos vernos la una a la otra. No oficialmente.

—¿Quieres decir que no vive contigo?

Marian suspiró.

—De momento se ha trasladado a los Túneles. Tal vez sea más feliz allí. Macon se ha encargado de acondicionar un estudio para ella. —No podía imaginarme a Liv pasando demasiado tiempo en la oscuridad de los Túneles, cuando todo en ella me recordaba a la luz del sol.

Marian se giró en su silla, sacó una carta doblada de su escritorio y me tendió el papel. Lo sentí pesado en mis manos, y me di cuenta de que el peso procedía de un grueso sello de lacre al final de la hoja. No era precisamente la clase de carta que recibes por correo electrónico.

—¿Qué es esto?

—Adelante. Léela.

—«El Consejo del Custodio Lejano considera, en relación con el grave asunto de Marian Ashcroft de la
Lunae Libri…»
—empecé a saltar párrafos—, «… suspensión de responsabilidades relativas al Guardián del Oeste… próxima fecha del juicio». —Levanté la vista del papel, incrédulo—. ¿Estás despedida?

—Yo prefiero decir
suspendida.

—¿Y habrá un juicio?

Dejó su taza de té en la mesa entre nosotros y cerró los ojos.

—Sí. Al menos, así es como han decidido llamarlo. No pienses que los Mortales son los únicos en ostentar el monopolio de la hipocresía. El mundo Caster no es precisamente una democracia, como has podido comprobar. Todo lo referente al libre albedrío resulta un tanto arrinconado en interés del cumplimiento de la ley.

—Pero tú no tuviste nada que ver con eso. Lena rompió el Orden.

—Bueno, agradezco tu versión de los hechos, pero has vivido en Gatlin lo suficiente como para saber el modo en que las versiones van cambiando. De todas formas, confío en que seas llamado como testigo. —Las líneas de expresión del rostro de Marian tenían tendencia a derivar en sombras cuando estaba realmente preocupada. Como ahora.

—Pero tú no estabas implicada. —Había sido nuestra batalla más dura. Desde el momento en que descubrí que Marian era una Guardiana, como mi madre lo fue antes que ella, supe que sólo había una regla que importara. Sucediera lo que sucediera, Marian debía permanecer al margen. Era una observadora, responsable de mantener los archivos del mundo Caster y marcar el punto en el que ese mundo se cruzaba con el Mortal.

Marian conservaba la historia; pero no participaba en ella.

Ésa era la regla. Otra cosa era si su corazón le permitiría respetarla. Liv había aprendido de la forma más dura que no podía seguir la regla, y ahora ya nunca sería una Guardiana. Estaba convencido de que mi madre había sentido lo mismo.

Volví a coger la carta. Acaricié el grueso sello negro de lacre —igual al sello del estado de Carolina del Sur—. Una luna Caster sobre una palmera. Cuando toqué la luna creciente, escuché la familiar melodía y me detuve para oírla. Cerré los ojos.

Dieciocho Lunas, Dieciocho Sheers,

alimentando tus miedos más secretos,

Vex hallarás cuando la Oscuridad llegue,

ojos secretos y oídos ocultos…

—¿Ethan? —Abrí los ojos y vi a Marian inclinada sobre mí.

—No es nada.

—Nunca es nada, contigo nunca es nada, E.W. —Me sonrió con tristeza.

—He escuchado la canción. —Mis dedos todavía tamborileaban en mis vaqueros, la melodía seguía en mi cabeza.

—¿Tu Canción de Presagio?

Asentí.

—¿Y?

No quería contárselo, pero no sabía cómo salir de la situación, y no me sentía capaz de inventar otra explicación en apenas unos segundos.

—Nada bueno. Lo de siempre. Un Sheer, un Vex, secretos y oscuridad.

Traté de no sentir nada, ni siquiera el pellizco en el estómago o el escalofrío que recorrió mi cuerpo mientras lo decía. Mi madre estaba intentando decirme algo. Y si me estaba enviando la canción significaba que era algo importante. Y peligroso.

—Ethan. Esto es importante.

—Todo es importante, tía Marian. No es fácil interpretar lo que debo hacer.

—Habla conmigo.

—Lo haré, pero ahora mismo no sé ni siquiera qué decirte. —Me levanté para marcharme. No debía haber dicho nada. No lograba encontrar una lógica a lo que estaba pasando y cuanto más me presionaba Marian, más ganas tenía de salir de allí—. Más vale que me vaya.

Me acompañó hasta la puerta del archivo.

—No te ausentes tanto tiempo la próxima vez, Ethan. Te he echado de menos.

Sonreí y la abracé, mirando por encima de su hombro hacia la Biblioteca del Contado de Gatlin. Casi se me salieron los ojos de las órbitas.

—¿Qué sucede?

Marian parecía tan sorprendida como yo. La biblioteca era un caos de suelo a techo. Parecía como si un tornado acabara de azotarla mientras estábamos en el archivo. Las estanterías estaban arrasadas, los libros tirados y abiertos por todas partes, a lo largo de las mesas, en el mostrador de control, incluso en el suelo. Sólo había visto algo así una vez, las pasadas Navidades, cuando cada libro de la biblioteca se abrió por una página en la que había una cita que tenía relación con Lena y conmigo.

—Esto es peor que la última vez —comentó Marian tranquilamente. Estábamos pensando lo mismo. Era un mensaje dejado para mí. Igual a como había sido entonces.

—Mmm…

—Bueno. Allá vamos. ¿Te sientes picado? —Marian alcanzó un libro colocado encima del fichero—. Porque yo lo estoy.

—Estoy empezando. —Aparté mi pelo de los ojos—. Desearía conocer el Hechizo para recolocar los libros sin tener que ordenarlos uno a uno.

Marian se inclinó y me tendió el primero.

—Emily Dickinson.

Lo abrí tan despacio como me fue posible, y busqué una página al azar.


«Mucha Locura es el juicio más divino…».

—Locura. Genial. —¿Qué significaría? Y, lo más importante, ¿qué significaría para mí? Miré a Marian—. ¿Tú qué piensas?

—Creo que el Desorden de las Cosas ha llegado finalmente a mis estanterías. Continúa. —Abrió otro libro y me lo tendió—. Leonardo da Vinci.

Genial. Otro loco famoso. Se lo devolví.

—Hazlo tú.

—«Cuando pensé que estaba aprendiendo a vivir, estaba aprendiendo a morir». —Cerró suavemente el libro.

—Locura y ahora muerte. La cosa se va aclarando.

Me rodeó el cuello con una mano mientras con la otra dejaba que el libro se deslizara.
Estoy aquí contigo.
Es lo que decían sus manos. Mis manos en cambio no decían nada salvo que estaba aterrorizado, lo cual, estaba seguro, habría adivinado por lo mucho que me temblaban.

—Lo haremos por turnos. Uno lee mientras el otro limpia.

—Me pido limpiar.

Marian me lanzó una mirada, pasándome otro libro.

—¿Ahora eres tú el que manda en mi biblioteca?

—No, señora. Eso no sería muy caballeroso. —Me fijé en el título—. ¡Oh, vamos! —Edgar Allan Poe. Era tan oscuro que hacía que los otros dos parecieran alegres en comparación—. Sea lo que sea lo que tenga que decir, no quiero saberlo.

—Ábrelo.


«Escrutando en la honda noche, permanecí largo tiempo pensando y temiendo/dudando, soñando sueños no mortales que jamás nadie se atrevió soñar…».

Cerré el libro de golpe.

—Ya lo entiendo. Se me va la olla. Me estoy volviendo loco. Esta ciudad está rota y el universo es un inmenso manicomio.

—¿Sabes lo que Leonard Cohen dice sobre los rotos, Ethan?

—No, no lo sé. Pero tengo el presentimiento de que si abro unos cuantos libros más de esta biblioteca podré decírtelo.


«Hay un roto en todo».

—Eso ayuda mucho —De hecho, así es. —Apoyó sus manos en mis hombros—. Hay una grieta en todo. Así es como la luz penetra.

Tenía toda la razón —o, al menos, ese Leonard Cohen la tenía—. Me sentí feliz y triste a la vez, y no supe qué decir. Así que me dejé caer de rodillas en la moqueta y empecé a apilar libros.

—Más vale que nos pongamos con este desastre.

Marian comprendió.

—Nunca pensé que te oiría decir eso, E.W. —Tenía razón. El universo realmente debía de estar agrietado, y yo con él.

Confié en que, de alguna forma, la luz encontrara un camino para entrar.

19 DE SEPTIEMBRE
El Diablo que conoces

E
staba soñando. No
en
un sueño —tan real que podía sentir el viento mientras caía y oler el sabor metálico de la sangre en el río Santee—, pero realmente soñando. Observaba cómo escenas enteras se desarrollaban en mi mente, sólo que algo estaba mal. El sueño estaba mal —o no, porque no podía sentir nada—. Podría haber estado sentado tranquilamente en el bordillo viendo cómo pasaba todo…

La noche en que Sarafine convocó a la Decimoséptima Luna.

La luna escindiéndose en el cielo sobre Lena, sus dos mitades formando las alas de una mariposa: una verde, otra dorada.

John Breed en su Harley, los brazos de Lena rodeándole.

La tumba vacía de Macon en el cementerio.

Ridley sujetando un bulto negro, la luz escapando de debajo de la tela.

El Arco de Luz descansando sobre la tierra embarrada.

Un
único botón de plata, perdido en el asiento delantero del Cacharro, una noche de lluvia.

Las imágenes flotaban en la periferia de mi mente, inalcanzables. El sueño era tranquilizador. Tal vez mis pensamientos subconscientes no fueran una profecía, una retorcida pieza del rompecabezas que constituía mi destino como Wayward. Tal vez
ése
era el sueño. Me relajé en el suave tira y afloja, mientras me columpiaba al borde del sueño y el desvelo. Mi mente buscó a tientas nuevos pensamientos concretos, tratando de salir de la neblina de la misma forma que Amma espolvoreaba harina para el bizcocho. Una y otra vez, regresaba a la imagen del Arco de Luz.

El Arco de Luz en mis manos.

El Arco de Luz en la tumba.

El Arco de Luz y Macon, en la cueva marina de la Frontera.

Macon dándose la vuelta para mirarme.

—Ethan, esto no es un sueño. Despierta. ¡Ya!

Entonces Macon comenzó a arder, mi mente se agarrotó y no pude ver nada, porque el dolor era tan intenso que ya no conseguía pensar o soñar.

Un sonido agudo atravesó el rítmico zumbido de los cigarrones en el jardín. Me erguí de un salto, y el sonido se intensificó mientras luchaba para despejarme.

Era
Lucille.
Estaba bufando en mi cama, el pelo de su lomo erizado. Sus orejas pegadas sobre su cabeza y, durante un segundo, pensé que era a mí a quien bufaba. Seguí sus ojos a través de la habitación, a través de la oscuridad. Había alguien a los pies de mi cama. La pulida empuñadura de su bastón atrapando la luz.

Mi mente no había estado buscando a tientas pensamientos concretos.

Había sido Abraham Ravenwood.

—¡Mierda!

Di un brinco hacia atrás, golpeándome con el cabecero de madera. No había adonde ir, pero lo único que deseé era escapar. El instinto fue más poderoso —lucha o huye—. Y bajo ningún concepto pensaba intentar pelear con Abraham Ravenwood.

—Vete. Ya. —Presioné mis manos contra las sienes, como si aun pudiera llegar a mí a través del sordo dolor de mi cabeza.

Él me miró intensamente, sopesando mis reacciones.

—Buenas noches, muchacho. Veo que al igual que mi nieto aún no has aprendido cuál es tu lugar. —Abraham sacudió la cabeza—. El pequeño Macon Ravenwood. Un chico siempre tan decepcionante. —Inconscientemente mis manos se convirtieron en puños. Abraham, que parecía estar divirtiéndose, agitó su dedo.

Caí al suelo frente a él, jadeando. Mi rostro aplastado contra los ásperos tablones, lo único que podía ver eran sus agrietadas botas de cuero. Luché para levantar la cabeza.

—Así está mejor. —Abraham sonrió, su barba blanca enmarcada por blancos colmillos. Parecía distinto de la última vez que le vi, en la Frontera. Su traje blanco de los domingos había desaparecido, reemplazado por uno más oscuro e imponente, su elegante corbata de lazo pulcramente anudada bajo el cuello de la camisa. La ilusión del amistoso caballero sureño había desaparecido. Esta cosa que estaba de pie frente a mí no tenía nada de hombre, y mucho menos de Macon. Abraham Ravenwood, padre de cada Íncubo Ravenwood que llegó después, era un monstruo.

—Yo no diría monstruo. Pero bueno, tampoco veo que importe tanto lo que pienses de mí, muchacho.

Lucille
bufó más fuerte.

Traté de levantarme del suelo y controlar mi voz para que dejara de temblar.

—¿Qué demonios estaba haciendo en mi cabeza?

Alzó una ceja —Ah, has notado cómo me alimentaba. No está mal para un Mortal. —Se inclinó hacia adelante—. Dime, ¿y qué se siente? Siempre me lo he preguntado. Cuando te arranco tus más preciados pensamientos, ¿se parece a una puñalada o a un mordisco? ¿Tus secretos y tus sueños?

Me fui poniendo en pie lentamente, pero apenas podía sostener mi peso.

—Siento que tendría que estar fuera de mi mente, psicópata.

Abraham rio.

—Me encantaría. No hay mucho que ver ahí dentro. Diecisiete años y apenas has vivido. Salvo unas pocas e insignificantes citas con frívolos e inútiles Caster.

Me estremecí. Deseé agarrarle del cuello y lanzarle por la ventana. Algo que hubiera hecho de haber podido mover los brazos.

—Vaya. Si mi cerebro es tan inútil, ¿qué hace deslizándose en mi habitación y husmeando por aquí? —Todo mi cuerpo temblaba. Podía hablar para distraerle, pero me concentré en intentar no desmayarme ante el Íncubo más poderoso que ninguno de nosotros hubiera conocido.

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