Read Herejes de Dune Online

Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia ficción

Herejes de Dune (8 page)

BOOK: Herejes de Dune
9.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

¡Urgencia!

Taraza había acudido en persona, la propia Madre Superiora en una diligencia de mensajero, sabiendo lo que eso le revelaría a él. Conociendo tan íntimamente la forma en que actuaba la Hermandad, tuvo la revelación de lo que había ocurrido exactamente. La última disputa en el Consejo de la Bene Gesserit había sido algo mucho más profundo de lo que sus informantes habían sugerido.


Vos sois
mi
Bashar.

Teg examinó el fajo de autorizaciones y comprobantes que Taraza le había dejado. Llevando ya su sello y firma. La confianza que implicaba esto, añadido a todo lo demás que había captado, aumentaba su inquietud.

—No confiéis en Schwangyu.

Se metió los documentos en el bolsillo y fue en busca de Patrin. Tenía que darle instrucciones, y ablandarlo un poco también. Deberían discutir a quiénes llamar para la misión. Empezó a listar mentalmente algunos de los nombres. Se enfrentaba a una tarea peligrosa. Requería la mejor gente. ¡Maldición! Todos los asuntos de la propiedad deberían serles pasados a Firus y Dimela. ¡Tantos detalles! Sintió que su pulso se aceleraba a medida que atravesaba la casa.

Pasando junto a uno de los guardias de la casa, uno de sus antiguos soldados, Teg se detuvo.

—Martin, cancela todas mis citas para hoy. Encuentra a mi hija y dile que se reúna conmigo en mi estudio.

La noticia se esparció por toda la casa y, desde allí, por toda la propiedad. Servidores y familia, sabiendo que la Reverenda Madre Superiora acababa de conversar en privado con él, erigió automáticamente una pantalla protectora para apartar de Teg todo lo que pudiera distraerle. Su hija mayor, Dimela, le cortó en seco cuando él intentó relacionarle los detalles necesarios para seguir adelante con los proyectos de su granja experimental.

—¡Padre, no soy ninguna niña!

Estaban en el pequeño invernadero anexo a su estudio. Los restos de la comida de Teg estaban en la esquina de su banco de trabajo. El bloc de notas de Patrin estaba apoyado contra la pared detrás de la bandeja de la comida.

Teg miró agudamente a su hija. Dimela le ganaba en apariencia, pero no en altura. Demasiado angulosa para ser una belleza, pero había hecho un buen matrimonio. Tenían tres hijos excelentes, Dimela y Firus.

—¿Dónde está Firus? —preguntó Teg.

—Está fuera, supervisando la replantación de la Granja Sur.

—Ah, sí. Patrin mencionó eso.

Teg sonrió. Siempre le había gustado que Dimela rechazara la invitación de la Hermandad, prefiriendo casarse con Firus, un nativo de Lernaeus, y quedarse junto a su padre.

—Todo lo que sé es que están llamándote de vuelta al servicio activo —dijo Dimela—. ¿Se trata de alguna misión peligrosa?

—¿Sabes?, suenas exactamente igual que tu madre —dijo Teg.

—¡Entonces es peligrosa! Malditas sean, ¿acaso no has hecho ya lo suficiente por ellas?

—Aparentemente no.

Ella se apartó de él cuando Patrin entró por el lado más alejado del invernadero. La oyó decirle algo a Patrin cuando pasó por su lado:

—¡Cuanto más viejo se hace, más se parece a la propia Reverenda Madre!

¿Qué otra cosa podía esperar ella?, se preguntó Teg. El hijo de una Reverenda Madre, cuyo padre era funcionario menor de la Combine Honnete Ober Advancer Mercantiles, había madurado en una casa que se movía al compás de los dictados de la Hermandad. Desde su niñez había resultado claro para él que la lealtad de su padre hacia la red comercial interplanetaria de la CHOAM se desvanecía a la primera objeción de su madre.

Esta casa había sido la casa de su madre hasta su muerte, menos de un año después de la muerte de su padre. La huella de sus gustos estaba todavía por todas partes a su alrededor.

Patrin se detuvo frente a él.

—He venido a buscar mi bloc de notas. ¿Habéis añadido algún otro nombre?

—Unos cuantos. Será mejor que empieces a trabajar inmediatamente con ellos.

—¡Sí, señor! —Patrin dio una marcial media vuelta y regresó por donde había venido, el bloc de notas golpeando contra su pierna.

El también siente la excitación
, pensó Teg.

Una vez más, Teg miró a su alrededor. Su casa seguía siendo el hogar de su madre. Después de todos los años que llevaba viviendo allí, de haber formado y educado una familia allí, seguía siendo el hogar de ella. Oh, él había construido aquel invernadero, pero el estudio contiguo había sido la estancia privada de ella.

Janet Roxbrough de los Roxbrough de Lernaeus… Los muebles, la decoración, todo ello seguía siendo el hogar de la mujer. Taraza lo había captado. Él y su esposa habían cambiado algunos de los objetos superficiales, pero en su núcleo la casa seguía siendo de Janet Roxbrough. Ninguna duda acerca de la sangre de las Habladoras Pez en aquel linaje. ¡Qué gran valor había sido el suyo para la Hermandad! El que se casara con Loschy Teg y hubiera transcurrido su vida allí, eso era lo extraño. Un hecho indigerible hasta que uno sabía que los designios procreadores de la Hermandad trabajaban a lo largo de generaciones.

Lo han vuelto a hacer de nuevo
, pensó Teg.
Me han tenido aguardando aquí en reserva durante todos esos años tan sólo para este momento.

Capítulo V

¿Acaso no ha reclamado la religión una patente de creación para todos estos milenios?

La Pregunta Tleilaxu, de las charlas de Muad'dib

El aire de Tleilax era cristalino, dominado por una quietud que era parte frío matutino y parte una sensación de temeroso agazaparse, como si la vida aguardara allá afuera en la ciudad de Bandalong, una vida acechante y voraz que no se agitaría hasta que recibiera su señal particular. El Mahai, Tylwyth Waff, Maestro de Maestros, gozaba de aquella hora mucho más que de cualquier otra hora del día. La ciudad era su ahora mientras la contemplaba a través de su abierta ventana. Bandalong cobraría vida tan sólo a su orden. Esto es lo que se decía a sí mismo. El miedo que podía captar ahí afuera era su apoyo sobre cualquier realidad que pudiera surgir de aquel depósito de vida incubada: la civilización tleilaxu que se había originado allí y luego había diseminado sus poderes hasta los últimos confines.

Su pueblo había aguardado durante milenios aquel momento. Waff lo saboreó ahora. A través de todos los terribles tiempos del Profeta Leto II (No el Dios Emperador sino el Mensajero de Dios), a través de las Hambrunas y la Dispersión, a través de todas las dolorosas derrotas a manos de criaturas inferiores, a través de todas aquellas agonías, los tleilaxu habían ido acumulando sus pacientes fuerzas para aquel momento.

¡Hemos llegado a nuestro momento, oh, Profeta!

La ciudad que se extendía bajo su alta ventana era algo que veía como un símbolo, una poderosa señal en la página del designio tleilaxu. Otros planetas tleilaxu, otras grandes ciudades, interconectadas, interdependientes, y con una fidelidad centrada en este Dios y esta ciudad, aguardaban la señal que todos ellos sabían iba a producirse pronto. Las fuerzas gemelas de los Danzarines Rostro y los Masheikh habían comprimido sus poderes preparándose para el asalto cósmico. Los milenios de espera estaban a punto de terminar.

Waff pensaba en todo aquello como en «el largo comienzo». Sí. Asintió para sí mismo mientras miraba a la agazapada ciudad. Desde su principio, desde aquella semilla infinitesimal de una idea, los líderes de la Bene Tleilax habían comprendido los peligros de un plan extenso, tan dilatado, tan intrincado y sutil. Habían sabido que debían recobrarse de un desastre casi total una y otra vez, aceptar irritantes pérdidas, sometimientos y humillaciones. Todo aquello y mucho más había servido para la construcción de una imagen particular Bene Tleilax. A través de aquellos milenios de fingimiento, habían creado un mito.

«¡Los viles, detestables, sucios tleilaxu! ¡Los estúpidos tleilaxu! ¡Los predecibles tleilaxu! ¡Los impetuosos tleilaxu!»

Incluso los esbirros del Profeta habían caído presas de este mito. Una Habladora Pez cautiva se había erguido en aquella misma estancia y le había gritado a un Maestro tleilaxu:

—¡Un largo fingimiento crea una realidad! ¡Sois realmente viles! —De modo que la habían matado, y el Profeta no hizo nada.

Cuán poco comprendían todos aquellos mundos y pueblos alienígenas la contención tleilaxu. ¿Impetuosidad? Dejemos que lo consideren después de que la Bene Tleilax haya demostrado cuántos milenios eran capaces de aguardar su ascendencia.

¡Spannungsbogen!

Waff pronunció la antigua palabra en su lengua:
¡El período de la reverencia!
Cuán profunda haces tu reverencia antes de soltar tu flecha. ¡Y cuán profundo se hunde esta flecha!

—Los Masheikh han aguardado más que todos los otros —susurró Waff. Se atrevió a pronunciar la palabra para sí mismo allí en la torre de su fortaleza: Masheikh.

Los tejados debajo de él resplandecían a medida que se alzaba el sol. Podía oír el agitarse de la vida de la ciudad. El dulce amargor de los olores tleilaxu flotó en el aire, llegando hasta su ventana. Waff inhaló profundamente y cerró su ventana.

Se sintió renovado por aquel momento de solitaria observación. Apartándose de la ventana, se vistió con el blanco khilat de honor ante el cual todo Domel estaba condicionado a inclinarse. El atuendo cubría completamente su bajo cuerpo, proporcionándole la clara sensación de que era realmente una armadura.

¡La armadura de Dios!

—Somos el pueblo del Yaghist —había recordado a sus consejeros la pasada noche—. Todo lo demás es frontera. Hemos fomentado el mito de nuestra debilidad y nuestras prácticas perversas durante estos milenios con un único propósito. ¡Incluso la Bene Gesserit cree en él!

Sentados en la profunda sagra sin ventanas con su escudo de no–estancia, sus nueve consejeros habían sonreído en silenciosa apreciación de sus palabras. En el juicio del ghufran, sabían. El estadio en el cual los tleilaxu determinaban su propio destino siempre había sido el kehl con su derecho del ghufran.

Era lógico que ni siquiera Waff, el más poderoso de todos los tleilaxu, pudiera abandonar su mundo y ser readmitido sin humillarse en el ghufran, solicitando perdón por haber entrado en contacto con los inimaginables pecados de los alienígenas. Mezclarse con los powindah podía mancillar incluso a los más altos. Los khasadars que patrullaban todas las fronteras tleilaxu y custodiaban los selamliks de las mujeres tenían derecho a sospechar incluso de Waff. Él era del pueblo y del kehl, sí, pero debía probarlo cada vez que abandonaba la tierra natal y regresaba, y por supuesto cada vez que entraba en el selamlik para la distribución de su esperma.

Waff cruzó hasta su largo espejo y se inspeccionó a sí mismo y a su atuendo. Sabía que para los powindah su apariencia era la de un elfo de apenas metro y medio de altura. Ojos, pelo y piel presentaban distintas tonalidades de gris, todo ello una plataforma para su rostro ovalado con su pequeña boca y su hilera de aguzados dientes. Un Danzarín Rostro podía imitar sus rasgos y su pose, podía fingir a la orden de un Masheikh, pero ningún Masheikh ni khasadar se engañaba. Tan sólo los powindah serían embaucados.
¡Excepto las Bene Gesserit!

Aquel pensamiento hizo que su rostro se frunciera. Bueno, las brujas aún no se habían encontrado con uno de los nuevos Danzarines Rostro.

Ningún otro pueblo ha dominado el lenguaje genético tan bien como lo ha hecho la Bene Tleilax,
se tranquilizó a sí mismo.
Tenemos derecho a llamarlo «el lenguaje de Dios», porque el propio Dios ha sido quien nos ha concedido este gran poder.

Waff se dirigió a su puerta y aguardó a que sonara la campana matutina. No había forma, pensó, de describir la riqueza de las emociones que sentía ahora. El tiempo se desdoblaba para él. No se preguntaba por qué el auténtico mensaje del Profeta había sido oído tan sólo por la Bene Tleilax. Había sido la obra de Dios, y el Profeta había sido el Brazo de Dios, merecedor de respeto como mensajero de Dios.

¡Tú lo preparaste para nosotros, oh, Profeta!

Y el ghola en Gammu, este ghola en este momento, merecía toda aquella espera.

La campana matutina sonó, y Waff salió al pasillo, echó a andar junto con todas las demás figuras envueltas en blanco, y se dirigió hacia la balaustrada oriental para dar la bienvenida al sol. Como el Mahai y Abdl de su pueblo, ahora podía identificarse con todos los tleilaxu.

Somos los legalistas del Shariat, los últimos de nuestra especie en el universo.

En ningún lugar fuera de las cámaras secretas de sus hermanos-malik podía revelar este pensamiento secreto, aunque que era un pensamiento compartido por todas las mentes que le rodeaban ahora, y los resultados de ese pensamiento eran visibles tanto en los Masheikh como en los Domel y Danzarines Rostro. La paradoja de los lazos de parentesco, un sentido de identidad social que permeaba el kehl desde los Masheikh descendiendo hasta los más bajos Domel, no una paradoja para Waff.

Trabajamos para el mismo Dios.

Un Danzarín Rostro con apariencia de Domel había hecho una reverencia y abierto las puertas de la balaustrada. Waff, emergiendo a la luz del sol con todos sus compañeros apiñados a su alrededor, sonrió al reconocer al Danzarín Rostro. ¡
Un Domel ya
! Era un chiste familiar, pero los Danzarines Rostro no eran familia. Eran constructores, herramientas, del mismo modo que el ghola en Gammu era una herramienta, todos ellos diseñados con el lenguaje de Dios hablado sólo los Masheikhs.

Con los demás apretados contra él a su alrededor, Waff rindió obediencia al sol. Lanzó el grito del Abdl, y oyó el eco de incontables voces repitiéndolo desde los lugares más alejados de la ciudad.

—¡El sol no es Dios! —gritó.

No, el sol era solamente un símbolo de los infinitos poderes y de la misericordia de Dios… otro constructor, otra herramienta. Sintiéndose limpio por su paso a través del ghufran la noche anterior, renovado por el ritual matutino. Waff podía pensar ahora en el viaje al exterior hasta los lugares powindah y el reciente regreso, cosas que habían hecho necesario el ghufran. Otros adoradores le abrieron paso mientras regresaba a los corredores internos y penetraba en el pasadizo deslizante que lo llevaba hacia abajo hasta el jardín central donde había pedido a sus consejeros que se reunieran con él.

BOOK: Herejes de Dune
9.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Santa Fe Edge by Stuart Woods
Teaching the Cowboy by Trent, Holley
John Norman by Time Slave
Maggie Get Your Gun by Kate Danley
Hair of the Dog by Laurien Berenson
Waiting to Exhale by Terry McMillan