Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
Mientras Div supervisaba la descarga de mercaderías en el muelle, el Capitán del Hielo llevó a Billy a un camarote, ahora vacío, debajo de la cubierta. —¿Te sientes bien?
—Espléndidamente. No puede durar. ¿Dónde está Abathy?
—Oye, Billy, quiero que no te muevas de aquí mientras resuelvo un asunto en Ottassol. Debo ver a un par de viejos amigos y entregar una carta importante. Aquí la gente no tiene un pelo de tonta. No quiero que nadie se entere de tu existencia, ¿comprendes?
—¿Por qué?
Muntras lo miró a los ojos.
—Porque yo sí tengo un pelo de tonto y creo lo que me has contado.
Billy sonrió, complacido.
—Gracias. Tienes un buen sentido que les falta al rey y a SartoriIrvrash.
Se estrecharon las manos.
El volumen del Capitán del Hielo casi parecía llenar el pequeño camarote. Se inclinó hacia adelante, y en tono de confidencia dijo: —Recuerda cómo te trataron esos dos, y haz lo que te digo. Quédate en este camarote.
Nadie debe saber que estás aquí. —Mientras tú bajas y te emborrachas. ¿Dónde está Abathy? Una gran mano hizo un gesto de advertencia. —Me estoy volviendo viejo y no quiero complicaciones. No me emborracharé. Regresaré tan pronto como pueda. Quiero llevarte sano y salvo a Lordryardry, donde serás bien cuidado, tú y tu cronómetro mágico. Allí me hablarás de la nave que te trajo aquí, y de las otras invenciones. Pero antes debo atender algunos asuntos, y entregar esa carta.
Billy insistió con mayor ansiedad.
—Krillio, ¿dónde está Abathy?
—No debes volver a caer enfermo. Abathy se ha marchado. Tú sabías que sólo venía hasta Ottassol. —¿Se ha marchado sin despedirse? ¿Sin un último beso? —Div estaba celoso, de modo que la hice desembarcar deprisa. Te envió su amor. Tiene que ganarse la vida, como todos. —Ganarse la vida… —Se quedó sin palabras. Muntras aprovechó la oportunidad para abandonar el camarote y echar llave desde fuera. Guardó la llave, sonriendo.
—Volveré en seguida —dijo, mientras Billy empezaba a aporrear la puerta. Subió las escaleras, cruzó la cubierta y descendió por la planchada. En el muelle se iniciaba un túnel que penetraba en el loes. Sobre el túnel había una enseña: COMPAÑÍA DE TRANSPORTES DE HIELO DE LORDRYARDRY. SÓLO MERCANCÍAS EN TRANSITO.
Era un muelle pequeño. El muelle principal de Lordryardry estaba a un kilómetro río abajo; era mucho más grande, y allí atracaban las naves de mar. Pero en éste había más seguridad y menos curiosos. Después de atravesar el túnel, Muntras entró en un despacho.
Al verlo, dos empleados se pusieron de pie y ocultaron sus naipes debajo de unos libros. Los otros ocupantes del despacho eran Div y Abath. —Gracias, Div. ¿Quieres salir con los empleados y dejarme un momento a solas con Abathy? Con su displicencia característica, Div hizo lo que se le solicitó. Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de los tres hombres, Muntras se volvió hacia la muchacha. —Siéntate, querida, si quieres. —¿Qué deseas? El viaje ha terminado y tengo que seguir mi camino. —Parecía hostil, y al mismo tiempo ansiosa. La visión de la puerta cerrada le preocupaba. En el modo en que inclinaba hacia abajo las comisuras de sus labios, Muntras reconoció la expresión de disgusto de su madre.
—No seas descarada, jovencita. Hasta ahora te has comportado como es debido, y estoy satisfecho de ti. Por si no lo sabes, el capitán Krillio Muntras, a pesar de su vejez, es un aliado valioso para una muchacha como tú. Estoy satisfecho de ti, y me propongo recompensarte por lo amable que has sido con Billish y conmigo.
Ella se relajó un poco.
—Lo siento —dijo—. Sólo que has hecho un misterio de eso. Quiero decir, me habría gustado decir adiós a Billish. ¿Qué le pasa en los harneys?
Mientras ella hablaba, él sacó de su cinto algunas piezas de plata. Se las tendió, sonriendo. Abath se acercó y se dispuso a recoger el dinero; con su mano libre, él apretó fuertemente la muñeca de la muchacha, quien lanzó un grito de dolor.
—Muy bien, el dinero es tuyo, pero antes me dirás una cosa. ¿Sabes que Ottassol es un gran puerto?
Muntras oprimió la muñeca hasta que ella lanzó un gemido:
—Sí.
—¿Sabes que, por lo tanto, hay aquí muchos extranjeros?
Apretón. Gemido.
—¿Y sabes que entre ellos hay gente de otros continentes?
Nuevo apretón de la muñeca. Nuevo gemido.
—¿Cómo Hespagorat, por ejemplo?
Apretón y gemido.
—¿Y hasta de la lejana Sibornal?
Apretón, gemido.
—¿Incluso de la raza Uskut?
Apretón, pausa, gemido.
Aunque por los profundos pliegues del ceño de Muntras parecía que ese catecismo no estaba terminado, dejó en libertad la muñeca de la muchacha, que se había puesto roja durante el interrogatorio. Abath tomó las monedas de plata y las guardó en un bolso, entre el equipaje arrollado que tenía a su lado, sin otro comentario que una mirada sombría.
—Eres una persona sensata. En la vida, tomas lo que puedes. Y no me equivoco cuando pienso que en Matrassyl has tenido tratos con cierto hombre de raza Uskut, referentes a las mercancías usuales. ¿No es así?
Ella se mantenía alerta, como si pensara atacarlo.
—¿Qué mercancías usuales?
—Aquellas cuyo comercio practican tú y tu madre, querida: dinero y kooni. Oye, no es un secreto para mí, porque tu madre me lo dijo, y lo he guardado desde entonces. Pero ahora necesito que me recuerdes cómo se llama ese hombre de raza Uskut con el que intercambiabas esas mercancías.
Abath sacudió la cabeza. En sus ojos brillaban las lágrimas.
—Creí que eras un amigo. No importa. De todos modos, ese tipo se fue de Matrassyl, y ha regresado a su propio país. Se metió en líos… Y por eso vengo al sur, si quieres saberlo. Mi madre bien podía refrenar su maldita lengua.
—Ya veo. Tu provisión de dinero disminuyó…, o se marchó… Pues bien, sólo quiero oír su nombre, y luego estarás en libertad.
Ella alzó las manos hasta su rostro, y dijo:
—Io Pasharatid.
Un instante de silencio.
—Has apuntado alto, muchacha. Apenas puedo creerlo. Nada menos que el embajador de Sibornal. Y no sólo kooni; también había armas de fuego en el asunto. ¿Su mujer lo sabía?
—¿Qué piensas? —Otra vez se mostraba desafiante. Tenía más bríos que su madre.
Él continuó:
—Muy bien. Gracias, Abathy. Sabes ahora que te tengo aferrada. Tú me tienes aferrado. Sabes acerca de Billish. Nadie más debe conocer su existencia. Es necesario que calles y no menciones jamás su nombre, ni siquiera en sueños. Sólo ha sido otro cliente. Ahora se ha marchado, y tú has recibido tu paga. Si hablas de Billish alguna vez, enviaré una nota al representante de Sibornal y tendrás problemas. En esta tierra religiosa las relaciones entre mujeres de Borlien y embajadores extranjeros es estrictamente ilegal. Siempre conduce al chantaje, o al crimen. Si alguien se entera de tu asunto con Pasharatid, nadie volverá a verte. ¿Nos hemos comprendido bien?
—¡Oh, sí, hrattock, sí!
—Muy bien. Me alegro. Te aconsejo que tengas la boca y las piernas cerradas. Te llevaré a ver a un amigo a quien debo visitar. Es un sabio. Necesita una criada. Te pagará regularmente y muy bien. Aunque me gusta hacer las cosas a mi gusto, no soy por naturaleza un hombre duro. De modo que te estoy haciendo un favor, tanto por ti misma como por tu madre. Sola en Ottassol, no tardarías en meterte en problemas.
Muntras hizo una pausa para ver qué le respondía, pero Abath se limitó a mirarlo con ojos incrédulos.
—Quédate con mi sabio amigo en su confortable casa, y no tendrás necesidad de prostituirte. Hasta es probable que encuentres un buen marido; eres bonita y nada tonta. Es una oferta desinteresada.
—Y tu amigo me vigilará en tu nombre, supongo.
Él la miró y frunció los labios.
—Se ha casado hace poco y no te molestará. Vamos. Iremos a verlo. Sécate la nariz.
El Capitán del Hielo Muntras llamó un sedán de una rueda. AbathVasidol y él subieron, y el sedán partió, arrastrado por dos veteranos de las Guerras Occidentales que reunían entre ambos dos brazos y medio, tres piernas y una cantidad aproximadamente igual de ojos.
Atravesaron así, rechinando, los callejones subterráneos de Ottassol hasta que entraron al Patio de la Guardia, donde la luz del día brillaba en un cuadrado de cielo. Al pie de unas escaleras había una sólida puerta con una enseña. Bajaron del estrecho vehículo, los veteranos aceptaron una moneda, y Muntras tocó la campanilla.
No era de esperar que un hombre de la profesión de Bardol CaraBansity, deuteroscopista, demostrara sorpresa, fuera quien fuese el que llamaba a su puerta; pero elevó una ceja, mirando a la muchacha, mientras apretaba la mano de su viejo conocido.
Bebiendo el vino servido por su amante esposa, CaraBansity se manifestó encantado de instalar en su casa a AbathVasidol.
—Supongo que no te gustará llevar de un lado a otro trozos de hoxney, pero hay tareas menos ingratas que cumplir. De todos modos, bienvenida.
Su mujer parecía menos satisfecha por el nuevo arreglo, pero no dijo nada.
—Entonces, con el debido respeto, seguiré mi camino —dijo Muntras, poniéndose de pie.
CaraBansity lo imitó; esta vez, su sorpresa era inconfundible. En los últimos años el Capitán del Hielo había desarrollado hábitos ociosos. Cuando entregaba el hielo —la casa del deuteroscopista y sus cadáveres consumían una buena cantidad—, el mercader solía instalarse cómodamente, dispuesto a una larga y agradable conversación. Esa prisa, pensó CaraBansity, debía de tener algún significado.
—Te agradecemos el que nos hayas traído a esta señorita. Al menos, te acompañaré de regreso a tu barco —dijo—. No, no, insisto.
E insistió, hasta el punto de que el desconcertado Muntras se vio instantáneamente con las rodillas apretadas contra las del deuteroscopista y casi rozando sus narices, sin poder mirar a otro lugar que al frente, mientras se sacudían en un sedán hacia el depósito de MERCANCÍAS EN TRANSITO.
—Tu amigo SartoriIrvrash —dijo el Capitán del Hielo. —Espero que esté bien.
—No. El rey lo ha destituido y ha desaparecido.
—Sartori, desaparecido… ¿Adónde se ha marchado?
—Si se supiera, no sería una desaparición —replicó.
Muntras con humor, liberando una rodilla.
—¿Qué ha ocurrido, por la Observadora?
—Sabes todo acerca de la reina de reinas, por supuesto.
—Pasó por aquí camino de Gravabagalinien. Según las noticias, se perdieron cinco mil sombreros arrojados al aire cuando llegó al muelle real.
JandolAnganol y tu amigo disputaron por la Masacre de los Myrdólatras.
—¿Y él desapareció después?
Muntras asintió tan levemente que sus narices apenas se tocaron.
—¿En los calabozos de palacio, como otros?
—Es muy probable. Salvo que haya sido lo bastante hábil para huir de la ciudad.
—Debo averiguar qué ha ocurrido con sus preciosos manuscritos.
Silencio.
Cuando el sedán llegó al depósito, Muntras dijo, apoyando la mano en el brazo de CaraBansity:
—Eres muy amable, pero no es necesario que desciendas.
Mostrándose tan confuso como podía, CaraBansity descendió de todos modos.
—Vamos, ya entiendo tu juego. Muy hábil. Mi esposa puede conocer mejor a tu bonita AbathVasidol mientras tú y yo tomamos un trago de despedida en tu barco, ¿verdad? No creas que se me escapa tu intención.
—No, pero… —Mientras un ansioso Muntras pagaba a los hombres del sedán, el deuteroscopista avanzaba a paso firme hacia el muelle donde estaba amarrado el Dama de Lordryardry.
—Espero que tendrás en tu camarote la tradicional botella de Exaggerator —dijo en tono alegre CaraBansity, cuando Muntras lo alcanzó—. ¿Y dónde has encontrado a esta muchacha que tu amabilidad ha querido dejar a mi cargo?
—Es la amiga de una vieja amiga. Ottassol es un lugar peligroso para chicas inocentes corno Abathy.
Dos guardianes phagor custodiaban el Dama de Lordryardry; llevaban brazaletes con el nombre de la compañía.
—Lo siento, pero no te puedo invitar a bordo, amigo mío —dijo Muntras, interponiéndose en el camino de CaraBansity, de modo que sus ojos estuvieron de nuevo a punto de tocarse.
—Pero ¿por qué? Creí que éste era tu último viaje…
—Oh, volveré… Vivo cerca de aquí, apenas del otro lado del mar…
—Pero te aterrorizan los piratas.
Muntras suspiró.
—Te diré la verdad, si guardas silencio. Tengo un caso de peste a bordo. Debía haberlo declarado a las autoridades del puerto, pero no lo hice, ansioso como estaba de volver a casa. No puedo permitir que subas. De ninguna manera. Pondrías en peligro tu vida.
—Hum. —CaraBansity puso su carnosa mano en el mentón y miró a Muntras por debajo de su ceño fruncido.— Mi oficio me obliga a estar en contacto con las enfermedades; tal vez ya sea inmune a ellas. Por hacer honor al Exaggerator, correré el riesgo.
—No, lo siento. Eres un amigo demasiado bueno como para perderte. Volveré pronto, cuando tenga menos prisa, y beberemos hasta desmayarnos —dijo atropelladamente, apretó la mano de CaraBansity y se alejó casi corriendo. Subió a saltos la planchada y gritó a su hijo y a todo el resto del personal de a bordo que zarparían de inmediato.
CaraBansity permaneció en el muelle y aguardó hasta que el Capitán del Hielo desapareció bajo la cubierta. Luego giró lentamente sobre sus talones y empezó a alejarse.
A medio camino se detuvo, chasqueó los dedos y se echó a reír. Pensó que ya había resuelto el enigma. Para celebrar este nuevo triunfo de la deuteroscopia, tomó la primera callejuela y entró en una taberna donde no era conocido.
—Medio Exaggerator —pidió. Un obsequio a sí mismo, una recompensa. La gente se denunciaba sin saberlo, por una razón fundamental: odiaban sentirse culpables, y por eso se traicionaban. Con esta idea en la mente, recordó lo que había dicho Muntras en el sedán. “En los calabozos del palacio…” “Es muy probable.” Eso podía querer decir cualquier cosa. Por supuesto. El Capitán del Hielo había rescatado a SartoriIrvrash de las iras del rey, y lo llevaba a un lugar seguro en Dimariam. El asunto era demasiado peligroso para que Muntras se lo contara incluso al amigo de SartoriIrvrash en Ottassol…
Mientras sorbía la humeante bebida, comenzó a imaginar las posibilidades que se abrían ante este conocimiento secreto.