Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
En lo alto brillaban las estrellas, y un ocasional destello violeta de la aurora alumbró su camino hasta los establos por debajo de un arco de madera. Sintió el olor penetrante del estiércol de hoxney.
Un mozo de cuadra aguardaba tembloroso en la oscuridad. Todo el mundo estaba inquieto en Gravabagalinien después del crepúsculo, se decía que entonces los soldados del ejercito muerto salían a buscar octavas de tierra favorables. Una hilera de hoxneys castaños piafaba en la oscuridad.
—¿Esta listo mi hoxney, muchacho?
—Sí.
El mozo había preparado un hoxney de carga para el viaje de ScufBar. Había asegurado sobre el lomo del animal un largo cesto de mimbre, especial para transportar mercancías que debían ser enfriadas con hielo. Con un quejido final, ScufBar deslizó el bloque de hielo en el cesto, sobre una capa de aserrín.
—Ahora ayúdame con el cuerpo, y sin remilgos.
El cadáver que había sido arrojado a la bahía estaba en un rincón del establo, en medio de un charco de agua salada. Los dos hombres lo arrastraron, y luego de alzarlo, lo ubicaron sobre el hielo. Con cierto alivio, aseguraron la tapa del cesto.
—Que horrible cosa helada— dijo el mozo de cuadra, tocándose las manos en el charfrul.
—A poca gente le agrada un cadáver humano —dijo ScufBar, mientras se quitaba los guantes y el delantal—. Es una suerte que el deuteroscopista de Ottassol sea uno de esos pocos.
Salió del establo con el hoxney y pasó ante la guardia del palacio; caras hirsutas lo miraron con inquietud desde una garita junto a la muralla. El rey no había dado a la reina desdeñada, para su protección, más que ancianos o personas en quienes ella no podía confiar. El mismo ScufBar se sentía inquieto, y no cesaba de mirar alrededor. Hasta el lejano estruendo del mar lo ponía nervioso. Una vez que hubo abandonado el palacio, se detuvo, respiró y miró hacia atrás.
La masa de aquel parecía recortada contra el brillo de las estrellas. Solo una luz, en cierto lugar, ponía un punto en la oscuridad. Allí era posible distinguir la figura de una mujer de pie en un bacón, mirando hacia el interior. ScufBar asintió para sus adentros, se dirigió al camino de la costa y tironeó de la cabeza del hoxney hacia el este, en dirección a Ottassol.
La reina MyrdemInggala había llamado a su mayordomo mas temprano que de costumbre. Aunque era una persona religiosa, la superstición pesaba en ella y el descubrimiento del cadáver la turbaba hasta el punto de considerarlo como un augurio de su propia y amenazadora muerte.
Dio el beso de las buenas noches a la princesa Tatroman Adala y se retiró a rezar. Esa noche, Akhanaba no le dio consuelo, aunque ella había concebido un sencillo plan para utilizar inteligentemente el cadáver.
Temía lo que pudiera hacer el rey, a ella y a su hija. Estaba desprotegida contra su ira, y comprendía claramente que mientras viviera, su popularidad seria un riesgo para él. Había una persona que podía defenderla, un joven general; le había enviado una carta.
Pero él estaba combatiendo en las Guerras Occidentales y no había respondido.
Ahora ella le enviaba otra carta, al cuidado de ScufBar. En Ottassol, a cien millas de distancia, su marido y uno de los enviados del Santo Imperio Pannovalano eran esperados en breve. El enviado se llamaba Alam Esomberr, y traería consigo una declaración de divorcio que ella debería firmar. Pensar en ese instante le produjo un estremecimiento.
Su carta estaba dirigida a Alam Esomberr; le pedía protección contra su marido. Un mensajero sería detenido por alguna patrulla del rey; un hombre grueso con un animal de carga pasaría inadvertido. Nadie que inspeccionara el cadáver pensaría en buscar una carta.
La carta no era para el enviado Esomberr sino para el Santo C'Sarr. El C'Sarr tenía motivos para sentirse disgustado con el rey, y con coda seguridad estaría dispuesto a amparar a una piadosa reina en desgracia.
De pie en el bacón, descalza, contemplaba la noche. Se rió de si misma por depositar su confianza en una carta, cuando el mundo entero tal vez estaba a punto de incendiarse. Dirigió su mirada hacia el horizonte del norte. Allí, el Cometa de Yarap Rombry ardía: para algunos era el símbolo del exterminio, para otros el de la salvación. Un ave nocturna llama. La reina escuchó el sonido incluso después de que este hubo muerto, como se mira un cuchillo que cae inevitablemente en aguas claras.
Cuando estuvo segura de que el mayordomo estaba en camino, retorno a su cama y corrió las cortinas de seda que la rodeaban. Permaneció recostada allí, con los ojos abiertos.
En la oscuridad, el polvo del camino de la costa parecía blanco. ScufBar se movía dificultosamente junto a su cargamento, mirando en torno con ansiedad. Incluso así no pudo dejar de sorprenderse cuando una figura se materializó en la sombra y le ordeno que se detuviera.
El hombre estaba armado y llevaba ropas militares. Era uno de los soldados del Rey Jandol Anganol, y le pagaban por vigilar a toda persona que entrara o saliera por orden de la reina. Olió el cesto. ScufBar explico que iba a vender el cadáver.
—¿Tan pobre es la reina?—preguntó el guardia, y dejó pasar a ScufBar.
ScufBar prosiguió su marcha, atento a cualquier sonido que no fuera el crujir del cesto. La costa estaba llena de contrabandistas, y de cosas peores. Borlien participaba en las Guerras Occidentales contra Randonan y Kace, y bandas de soldados, incursores o desertores, asolaban el interior.
Después de dos horas, ScufBar condujo al hoxney hasta un árbol que extendía sus ramas sobre el camino. Este se empinaba ahora, para unirse con el del sur, el cual corría desde Ottassol, hacia el oeste, hasta la frontera con Randonan.
Llegar a Ottassol llevaría las veinticinco horas del día, completas; pero había maneras más agradables de viajar que ir caminando junto a un hoxney cargado.
Después de atar el animal, ScufBar trepo a una rama baja y esperó. Se quedó dormido.
Lo despertó el rumor de un carro que se acercaba; se deslizó al suelo y aguardó junto al camino, agazapado. La trémula luz de la aurora, en lo alto, le permitió reconocer al viajero. Silbó; oyó un silbido en respuesta, y el carro se detuvo sin prisa.
El dueño del carro era un viejo amigo de ScufBar, llamado Floer Crow, quien procedía de la misma región de Borlien. Todas las semanas, durante el verano del año pequeño, transportaba al mercado los productos de las granjas locales. Floer Crow no era un hombre muy sociable, pero estaba dispuesto a conducir a ScufBar hasta Ottassol a cambio de la ventaja de disponer de otro animal que ayudara a tirar del carro por turnos.
El carro se detuvo el tiempo suficiente para que el hoxney de carga fuera atado al vasal posterior y para que ScufBar trepara, no sin dificultad. Floer Crow hizo chasquear el látigo, y el vehículo avanzo. Un paciente hoxney de color castaño apagado tiraba de él.
A pesar del calor de la noche, Floer Crow llevaba un sombrero de ala ancha y un grueso manto. A su lado, en un soporte de hierro, había una espada. Su carga consistía en cuatro cochinillos negros, nísperos, gwing-gwings y un montón de hortalizas. Los desvalidos cochinillos colgaban en unas redes fuera del carro. ScufBar se acomodo contra el respaldo de tablas y durmió con el gorro sobre los ojos.
Despertó cuando las ruedas comenzaron a atronar sobre surcos endurecidos. El alba desteñía las estrellas mientras Freyr se preparaba para aparecer. La brisa traía el olor de las viviendas humanas.
Aunque la oscuridad se pegaba a la tierra, los campesinos, sombríos y silenciosos, ya se dirigían a los campos. En ocasiones los instrumentos que llevaban producían un ruido metálico. Su paso firme, sus cabezas inclinadas, recordaban la fatiga con que habían retornado al hogar la noche anterior.
Hombres, mujeres, jóvenes, viejos, los campesinos se movían en diversos niveles; algunos por encima del camino, otros por debajo. El paisaje, como se revelaba poco a poco, estaba formado por cuñas, barrancos, paredones, todo del mismo color castaño opaco que los hoxneys. Los campesinos habitaban la gran llanura de loess que constituía el centro sur del continente tropical de Campannlat. La llanura corría hacia el norte, casi hasta la frontera de Oldorando, y al este del río Takissa, donde se encontraba Ottassol. El rico suelo había sido trabajado por innumerables campesinos a lo largo de incontables años. Se habían construido terraplenes, muros y presas, destruidos y reconstruidos una y otra vez por sucesivas generaciones. Incluso en tiempos de sequía, como el presente, era preciso que trabajaran el loess aquellos cuyo destino era obtener cosechas del suelo.
—¡Ho! —grito Floer Crow, mientras el carro entraba en un pueblo junto al camino.
Gruesas paredes de loess protegían de los ladrones el amontonamiento de viviendas. Los monzones del año anterior habían roto y desmoronado las puertas, que aún estaban sin reparar. Aunque la oscuridad todavía era intensa, no se veían luces en ninguna ventana. Gallinas y gansos merodeaban bajo las remendadas murallas de barro, donde había pintados símbolos religiosos apotropaicos.
Una cocina encendida junto a la puerta proporcionaba un motivo de regocijo. El viejo vendedor encargado de ella no necesitaba vocear su mercancía; esta exhalaba un aroma que bastaba para anunciarla. Era un vendedor de waffles. Un flujo regular de campesinos se los compraba para comerlos (camino del trabajo).
Floer Crow puso un dedo en las costillas de ScufBar y señaló con su látigo en dirección al vendedor. ScufBar entendió la insinuación. Descendió del carro y fue a comprar el desayuno. Los waffles pasaban directamente de las ardientes quijadas de la wafflera a las manos de los compradores. Floer Crow comió el suyo con voracidad y se echo a dormir en la parte posterior del carro. ScufBar cambió los hoxneys, aferró las riendas y puso otra vez en marcha el carro.
El día avanzaba. Otros vehículos aparecían en el camino. El paisaje cambió. Durante un trecho la senda corría tan por debajo del nivel del suelo que solo se veían paredones castaños. En otro momento pasaron por la parte superior de un embalse, y luego se hizo visible un amplio paisaje cultivado.
La llanura se extendía en todas direcciones, lisa como una mesa, punteada de figuras agachadas. Prevalecían las líneas rectas. Los campos y las terrazas eran cuadrados. Había arboledas. Los ríos habían sido desviados a canales; hasta las velas de las embarcaciones eran de forma rectangular.
Cualquiera que fuese el paisaje, cualquiera que fuese el calor —la temperatura de ese día era de varios cientos—, los campesinos trabajaban mientras hubiera luz en el cielo. Los cultivos de hortalizas, frutas, y el más provechoso de todos, el de verónica, debían ser atendidos. Las espaldas seguían encorvadas, hubiese uno o dos soles.
El despiadado brillo de Freyr contrastaba con el opaco rostro rojo de Batalix. Nadie podía dudar cual de los dos era el amo del cielo. Los viajeros que venían desde Oldorando, más cerca del ecuador, hablaban de bosques que reventaban en llamas a la orden de Freyr. Muchos creían que Freyr devoraría el mundo muy pronto; sin embargo, aún era preciso emplear el azadón, y el agua goteaba junto a las plantas delicadas.
El carro se acercaba a Ottassol. Ya no se veían aldeas. Solo campos, extendiéndose hasta un horizonte disuelto en inconstantes espejismos.
El camino descendió hasta quedar encajado entre paredones de tierra de diez metros de altura. El pueblo se llamaba Mordec. Los hombres descendieron y ataron el hoxney, que permaneció jadeando entre las varas hasta que le llevaron agua. Los dos pequeños animales de color estiércol daban señales de fatiga.
A ambos lados del camino partían estrechos túneles al fondo de los cuales se vela brillar la luz del sol, prolijamente cortada en rectángulos. Los hombres salieron de un túnel a una plaza abierta, por debajo del nivel del campo.
En uno de los lados de la plaza estaba la Jarra Oronda, una posada excavada en la tierra. Su fresco interior solo estaba iluminado por el reflejo de la luz proveniente de la plaza. Frente a la posada había pequeñas viviendas, también abiertas en el loess. Tiestos de flores alegraban sus fachadas color ocre. El pueblo se extendía en un laberinto de pasajes subterráneos, interrumpidos por plazas, muchas de ellas con escaleras que conducían a la superficie donde trabajaba la mayor parte de la población de Mordec. Los campos eran el techo de las casas.
En la posada, mientras tomaban un bocado y bebían vino, Floer Crow dijo:
—Huele mal.
—Hace tiempo que murió —respondió ScufBar—. La reina lo encontró en la playa, donde lo habían arrojado las olas. Yo diría que lo mataron en Ottassol, es lo más probable, y que lo tiraron al mar desde un muelle. La corriente lo llevaría hasta Gravabagalinien.
Mientras regresaban al carro, Floer Crow dijo:
—Mal augurio para la reina de reinas, sin duda.
El largo cesto estaba en la parte posterior, junto a las hortalizas. El hielo fundido goteaba hasta el suelo, donde una lenta espiral de polvo convertía en mármol una charca. Las moscas zumbaban alrededor.
Treparon al carro para recorrer las últimas millas.
—Si el rey Jandol Anganol quiere acabar con alguien, lo hará…
ScufBar se escandalizo.
—La reina es muy querida. Tiene amigos en todas partes. —Tocó la carta que llevaba en un bolsillo interior e hizo un gesto de afirmación para si mismo.—Amigos influyentes. —Y el se va a casar con una chiquilla de once Años… —Once y cinco decimos. —Tanto da. Es repugnante. —Oh, si, repugnante —dijo ScufBar—. Imagínate, once años y medio. —Chasqueo los labios y silbo.
Se miraron y sonrieron.
El carro rechinó hacia Ottassol, y los moscardones lo siguieron.
Ottassol era la gran ciudad invisible. En épocas menos cálidas la llanura sostenía sus edificios; ahora, estos sostenían la llanura. Ottassol era un laberinto subterráneo donde vivían hombres y phagors. Solo quedaban, en la calcinada superficie, campos y caminos, con un contrapunto de huecos rectangulares. En esos rectángulos había plazas, rodeadas de frentes de viviendas que no mostraban otra configuración externa.
Ottassol era tierra y su contrario: tierra ahuecada, el negativo y el positivo del suelo, como si hubiese sido construida por gusanos geométricos.
La ciudad alojaba a 695.000 personas. Su extensión no se podía ver, y rara vez era apreciada, incluso por sus propios habitantes. El suelo, el clima y la situación geográfica, favorables, habían hecho que el Puerto creciera mas que la capital de Borlien, Matrassyl. Y esa conejera se extendía, a distintos niveles, hasta que la detenía el rió Takissa.