Heliconia - Primavera (39 page)

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Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
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El puente crecía poco a poco, mientras Aoz Roon alentaba a todo el mundo. La primera hilera de pilares fue arrastrada por una tormenta. El trabajo recomenzó, juntando madera con madera. Las malignas cabezas de los martillos pilones describían un arco en el cielo y caían con estrépito sobre grandes cuñas de madera, ablandándoles la parte superior con golpes repetidos. Una estrecha plataforma emergió del agua; parecía segura. La figura de Aoz Roon, envuelto en pieles de oso, dominaba la operación con un látigo o un martillo en la mano, agitando los brazos, alentando o maldiciendo, siempre activo. Mucho más tarde todos lo recordaban mientras bebían rathel, y decían con admiración: «Era un demonio». La obra adelantaba. Los trabajadores aplaudían. Por fin un puente de cuatro tablones de ancho y una barandilla atravesó las aguas oscuras del Voral. Muchas mujeres se negaron a cruzarlo; les disgustaba vislumbrar la rápida corriente por los huecos entre las tablas, oír el eterno gorgoteo contra los pilares. Pero se había conquistado el acceso a las llanuras del oeste. Allí abundaba la caza, y no pasarían hambre. Aoz Roon tenía motivos para estar satisfecho.

Con la llegada del verano, Freyr y Batalix se separaron; salían y se ponían a horas diferentes. El día casi nunca era brillante, ni la noche completamente oscura. En esa mayor cantidad de horas diurnas, todo crecía.

También la academia creció durante un tiempo. En el heroico período de la construcción del puente, todos trabajaron juntos. La escasez de carne acrecentó la importancia de los cereales. El puñado de semillas que Laintal Ay había dado a Shay Tal se convirtió en campos de cultivo donde la cebada, la avena y el centeno crecían en abundancia, defendidos de los merodeadores y considerados como una preciosa posesión de la tribu den.

Ahora que varias mujeres sabían contar y escribir, el grano cosechado se pesaba, guardaba y distribuía equitativamente. Se anotaban también los productos de la caza y la pesca, así como cada ganso y cada cerdo. La agricultura y la contabilidad trajeron sus propias compensaciones. Todo el mundo estaba atareado.

Vry y Oyre estaban a cargo de los campos de cereal y de los esclavos que allí trabajaban. Desde el campo podían ver la gran torre a lo lejos, sobre las espigas ondulantes, con un centinela montando guardia. Estudiaban siempre las constelaciones, y habían completado el mapa estelar todo lo posible. Las estrellas aparecían con frecuencia mientras hablaban paseando entre la hierba.

—Las estrellas están siempre en movimiento, como peces en un lago claro —dijo Vry—. Todos los peces giran a la vez. Pero las estrellas no son peces. Me pregunto qué son y en qué nadan.

Oyre alzó un tallo hasta la nariz que Laintal Ay admiraba tanto y cerró primero un ojo, luego el otro.

—El tallo parece moverse a la derecha y a la izquierda, y sé que no se ha movido. Quizá las estrellas estén quietas y seamos nosotros quienes nos movemos…

Vry escuchó y calló. Luego dijo en voz baja: —Oyre, querida, tal vez sea precisamente así. Quizá sea la tierra la que se mueve todo el tiempo. Pero entonces…

—¿Qué ocurre con los centinelas?

—Pues lo mismo: ellos tampoco se mueven… Sin duda es así, giramos y giramos como un remolino. Y los centinelas están muy lejos, como las estrellas…

—Pero se acercan, Vry, porque hace más calor…

Se miraron con las cejas levemente alzadas, respirando levemente. La belleza y la inteligencia fluían en ellas.

Los cazadores, que ahora cruzaban el puente y frecuentaban las tierras occidentales, pensaban poco en el cielo que giraba. Las llanuras estaban abiertas a cualquier posible depredación. El verde crecía en todas partes, crujía bajo los pies que corrían, o bajo los cuerpos tendidos en el suelo. Las flores estallaban. Enjambres de insectos volaban torpemente entre pétalos pálidos. En las cercanías abundaba la caza, que era abatida y arrastrada al poblado, manchando el puente nuevo con sangre oscura.

Con el crecimiento de la reputación de Aoz Roon, la de Shay Tal pasó por un eclipse. La participación de las mujeres en el trabajo, primero en el puente, luego en la agricultura, debilitó el dominio de Shay Tal sobre la vida intelectual de la aldea. Esto no parecía molestarla; desde que retornara del mundo inferior, rehuía cada vez más a la gente. Evitaba a Aoz Roon, y la figura desvaída se veía con menor frecuencia en los senderos. Sólo su amistad con el viejo maestro Datnil prosperaba.

Aunque el maestro Datnil no le había permitido echar más que una breve ojeada al libro secreto de la corporación, la mente del anciano vagaba frecuentemente hacia el pasado. Ella se contentaba con seguir el hilo de sus reminiscencias, y hablaban de gente y nombres olvidados; no era muy distinto, pensaba Shay Tal, de una visita a los fessupos. Lo que ella encontraba oscuro, tenía luminosidad para él.

—Según entiendo, Embruddock era antes más grande que ahora. Y luego hubo una catástrofe, como sabes… Había entonces una corporación de albañiles, pero hace siglos que desapareció. El maestro de esa corporación era particularmente respetado.

Shay Tal había observado antes ese hábito enternecedor de hablar como si él mismo hubiese estado presente en lo que contaba. Le parecía que él recordaba algo que había leído en el libro secreto.

—¿Cómo se hicieron tantos edificios de piedra? —preguntó—. Ya sabemos lo que cuesta trabajar la madera.

Se encontraban en la oscura habitación del maestro. Shay Tal estaba en cuclillas, sobre el suelo. A causa de los años, el maestro Datnil estaba sentado en una piedra apoyada contra la pared, para poder incorporarse con facilidad. Su anciana mujer y el oficial mayor, Raynil Layan —un hombre maduro, de barba bifurcada y maneras untuosas—, entraban, y salían; en consecuencia el abuelo hablaba con circunspección.

Respondió a la pregunta de Shay Tal diciendo: —Salgamos a dar unos pasos al sol, madre Shay. El calor es bueno para mis huesos.

Afuera, tomados del brazo, siguieron el sendero invadido por cerdos de rizado pelaje. No había nadie cerca, porque los cazadores estaban en las praderas del oeste y muchas mujeres en la campiña, acompañadas por los esclavos. Perros sarnosos dormían a la luz de Freyr.

—Los cazadores pasan mucho tiempo afuera —dijo el maestro Datnil— y entretanto las mujeres se comportan mal. Nuestros esclavos de Borlien cosechan mujeres tanto como espigas. No sé qué ocurre en el mundo.

—La gente copula corno animales. El frío para el intelecto, el calor para la sensualidad. —Shay Tal alzó la mirada hacia unos pájaros que se lanzaban a los huecos entre las piedras de las torres, llevando insectos a los polluelos.

El anciano le dio unas palmadas en el brazo y le miró la cara consumida.

—No te desanimes. Tienes tu sueño de ir a Sibornal. Todos hemos de tener algo.

—¿Algo? ¿Qué? —Shay Tal frunció el ceño.

—Algo en qué apoyarnos. Una visión, una esperanza, un sueño. No sólo vivimos de pan, ni siquiera los peores. Siempre hay alguna suerte de vida interior… Eso es lo que sobrevive cuando nos convertimos en coruscos.

—La vida interior… no puede morir de hambre, ¿verdad?

Ambos se detuvieron junto a la torre de techo de hierba. Miraron los bloques de piedra de la torre. A pesar del tiempo, se conservaban bien. El perfecto ajuste de los sillares suscitaba preguntas sin respuesta. ¿Cómo se hacía para extraer y cortar la piedra? ¿Cómo había sido posible construir una torre capaz de sostenerse nueve siglos?

Las abejas les zumbaban entre las piernas. Una bandada de grandes aves cruzó el cielo y desapareció detrás de una torre. Shay Tal sintió la urgencia del día y deseó confundirse con algo grande, que lo abarcara todo.

—Tal vez podríamos hacer una pequeña torre de barro. El barro se seca y queda fuerte. Primero una pequeña torre. La piedra más tarde. Aoz Roon tendría que levantar murallas de barro alrededor de Oldorando. En este momento, la aldea está virtualmente desguarnecida. Todo el mundo está afuera. ¿Quién tocará el cuerno de alarma? Podemos ser atacados por toda clase de agresores, humanos e inhumanos.

—Leí una vez que un hombre cultivado de mi corporación hizo un modelo del mundo en forma de globo. Era posible hacerlo girar y que mostrase dónde estaban las tierras… Dónde Embruddock, y dónde Sibornal, y así sucesivamente. Estaba guardado en la pirámide, con muchas otras cosas.—El Rey Denniss temía otras cosas además del frío. Temía a los invasores. Maestro Datnil, durante largo tiempo he guardado silencio acerca de mis pensamientos secretos. Pero me atormentan y tengo que hablar… He sabido por mis fessupos que Embruddock —se interrumpió, consciente de la gravedad de lo que iba a decir, antes de completar la frase— fue gobernada en un tiempo por los phagors.

Después de un momento, el anciano dijo en tono ligero: —Ya basta de sol. Volvamos a casa.

Mientras subían a la habitación, él se detuvo en el tercer piso de la torre. Era la sala de reuniones de la corporación, y olía fuertemente a cuero. Escuchó. Todo estaba en silencio.

—Quería asegurarme de que mi primer oficial había salido. Ven aquí.

Junto al rellano había una habitación pequeña. El maestro Datnil sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta, mirando ansiosamente una vez más alrededor. Sorprendió la mirada de Shay Tal y agregó: —No quiero que nadie nos interrumpa. Compartir los secretos de nuestra corporación, como pienso hacer, está penado con la muerte. Puedo ser viejo, pero no quiero renunciar a los últimos años de mi vida.

Ella miró en tomo mientras entraba en un pequeño cuarto contiguo a la sala de reuniones. Ninguno de ellos vio a Raynil Layan, el oficial mayor de la corporación que heredaría el manto del maestro Datnil cuando el anciano se retirara. Estaba en las sombras, detrás del poste que sostenía la escalera de madera. Raynil Layan era un hombre prudente y preciso, de maneras siempre circunspectas; en ese momento estaba absolutamente rígido, sin respirar ni moverse más que el poste que lo ocultaba.

Cuando el maestro y Shay Tal entraron y cerraron la puerta, el corpulento Raynil Layan se movió con vivacidad y paso ligero. Aplicó un ojo a una hendidura entre dos maderas que él mismo había abierto tiempo atrás para observar mejor los movimientos del hombre a quien un día suplantaría. Con la cara deformada por los considerables tirones que daba a su barba ahorquillada —un hábito nervioso que sus enemigos remedaban —, vio cómo Datnil Skar sacaba de la caja el registro secreto de la corporación de curtidores. El anciano lo abrió ante la mirada de la mujer. Cuando Aoz Roon lo supiera, sería el fin del viejo maestro, y el comienzo del imperio del nuevo. Raynil Layan descendió lentamente los escalones, con tranquila deliberación, uno a uno.

Con un dedo tembloroso, el maestro Datnil señaló un blanco en las páginas del enmohecido volumen.

—Este es un secreto que ha pesado sobre mí durante muchos años, madre, y espero que tus hombros no sean demasiado débiles para él. En el momento más frío y oscuro de una antigua época, Embruddock fue asaltada por los malditos phagors. El nombre mismo es la corrupción del nombre phagor: Hrrm-Bhhrd Ydohk… Nuestra corporación se refugió en las cavernas, en el desierto, pero los hombres y las mujeres fueron retenidos aquí. Nuestra especie vivía en esclavitud, y los phagors reinaban… ¿No es un terrible infortunio?

Shay Tal pensó en el dios phagor Wutra, representado en el templo.

—Un infortunio que aún no ha concluido. Antes nos gobernaban —dijo— y ahora son todavía adorados. ¿No nos convierte eso en una raza de esclavos hasta el día de hoy?

Una mosca con placas verdes, de una especie que sólo había aparecido recientemente, zumbó desde un rincón polvoriento y se posó en el libro.

El maestro Datnil miró a Shay Tal con súbito temor.

—Tenía que haber resistido la tentación de mostrártelo. No tenía por qué hacerlo. —Parecía demacrado.—Wutra me castigará.

—¿Crees en Wutra a pesar de las pruebas?

E! anciano temblaba, como si hubiese oído afuera el paso del destino.

—Está en todas partes… Somos sus esclavos… Trató de matar la mosca verde, que lo esquivó mientras iniciaba una espiral hacia alguna meta distante.

Los cazadores contemplaban a los mielas con asombro profesional. De toda la vida que había invadido las praderas del oeste, el deportivo miela era la criatura que mejor representaba el nuevo espíritu. Más allá de la ciudad estaba el puente, y más allá del puente, los mielas.

Freyr había sacado a los vidriados de una larga hibernación. La señal había pasado del sol a la glándula: con los eddres llenos de vida, los vidriados se estiraron y volvieron a vivir, salieron de las oscuras y cómodas madrigueras para lanzarse a la exuberancia del movimiento, para alegrarse y ser mielas. Manadas y manadas de mielas, ligeros como la brisa, rayados, sin cuernos, similares a asnos o pequeños kaidaws, que galopaban, brincaban, pastaban y se hundían entre los deliciosos pastos hasta el corvejón. Y podían superar a casi cualquier otra cosa que corriera.

Los mielas tenían franjas horizontales de dos colores, desde el morro hasta la cola. Esas franjas podían ser rojo y negro, o rojo y amarillo, o negro y amarillo, o verde y amarillo, o verde y rojo, o verde y celeste, o celeste y blanco, o blanco y cereza, o cereza y rojo. Cuando las manadas se echaban descuidadamente a descansar, y los mielas se estiraban como gatos, con las patas extendidas, se confundían con el paisaje, que también había adoptado una nueva apariencia para la nueva estación. Así como los mielas habían emergido del estado de vidriados, la «llanura estremecida de flores» había pasado de la canción a la realidad.

Al principio, los mielas no temían a los cazadores.

Galopaban entre los hombres resoplando jubilosamente, con la crin al viento y la cabeza en alto, y mostraban los grandes dientes enrojecidos por la verónica, la raiga y el dogotordo escarlata. Los cazadores estaban perplejos, entre el regocijo y la pasión de la cacería, y reían viendo a esas bestias ágiles cuyas grupas relumbraban cuando las tocaban los rayos de los centinelas. Esos animales traían la madrugada a las llanuras. En el encanto del primer encuentro, parecía imposible matarlas.

De repente ventoseaban y volaban como la brisa, atronando el campo entre los fútiles campanarios pardos que las hormigas elevaban en todas partes; giraban, miraban con malicia hacia atrás, agitaban las crines, relinchaban, y con frecuencia se lanzaban contra los hombres para prolongar el juego. O también, cuando se cansaban de esto, y de pastar con los suaves hocicos entre la hierba, los potros montaban a las potrancas, arrollándolas alborozados entre las altas flores blancas circundantes. Con una nota aguda como la de la paloma torcaz, semejante a una risa, hundían los prodos rayados en los complacientes quemes de las yeguas, y luego se apartaban, pavoneándose, goteando ante el aplauso de los cazadores.

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