Authors: Vicenç Navarro & Juan Torres López & Alberto Garzón Espinosa
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A raíz de la crisis económica ha resurgido con más fuerza que nunca la posición neoliberal que reivindica salir de la crisis gracias a un esfuerzo en la moderación salarial. Dicen los economistas neoliberales, y con ellos los gobiernos europeos y por supuesto la misma Unión Europea, que los graves problemas que tienen en sus economías España y otras naciones periféricas se deben a que sus ciudadanos disfrutan de unos salarios demasiado elevados. Según estos economistas lo que estos países tendrían que hacer sería impedir que los salarios suban o que incluso bajaran, porque de ese modo aumentaría la competitividad del país y se saldría de la crisis. Por esa razón todos los debates de economistas y tertulianos están repletos de referencias al manido concepto de la competitividad.
En este capítulo vamos a tratar de mostrar que estos argumentos tampoco tienen sustento científico ni real y que de ellos no pueden salir medidas que de verdad nos permitan evitar la crisis creando más empleo y disfrutando de mayor bienestar.
Todo lo contrario, nos llevarían directos a otras medidas cada vez de peores consecuencias. Para mostrar los errores sobre los que están construidos podemos empezar planteando qué es realmente la competitividad de un país.
Técnicamente hablando, la competitividad se define como la capacidad que tiene un determinado país para vender sus propios productos en los mercados internacionales en oposición a la capacidad de otros países competidores.
Así, si España consigue vender sus productos a un precio de 10 euros la unidad mientras que el resto de países venden el mismo producto a 5 euros, decimos que España es menos competitiva que el resto de países. Como es menos competitiva exportará menos productos, ya que los ciudadanos preferirán comprar los productos que cuestan 5 euros a los que cuestan 10 euros.
En un sentido microeconómico esas empresas españolas que no pueden vender sus productos (porque los de la competencia lo hacen con menores precios) correrán el riesgo de quiebra y, por tanto, procederán al despido de trabajadores y destrucción de empleo. En un sentido macroeconómico y debido a que las exportaciones forman parte del PIB se argumenta también que menos exportaciones suponen un menor crecimiento económico que llevará consigo menos empleo.
Explicado así, se puede observar que el elemento diferenciador está en el precio de venta de los productos. Diríamos que España es menos competitiva porque, como aparece en nuestro ejemplo, vende el producto el doble de caro que el resto de países y eso hace que la gente prefiera comprar el producto de los competidores antes que el producto español.
La solución planteada por los neoliberales no deja lugar a equívocos: es necesario que los productos se vendan más baratos y para eso es imprescindible que los costes de producirlos se reduzcan, por lo cual el salario —que es uno de esos costes— tiene que rebajarse. Y tiene que hacerlo al menos hasta el punto en que permita que los productos se puedan vender competitivamente, es decir, hasta que se puedan vender igual o más baratos que los del resto de países.
Sin embargo, hay muchos interrogantes en este argumento que hacen tambalearse las conclusiones neoliberales.
Como acabamos de decir, los neoliberales consideran que el salario es un coste y además el más importante a la hora de determinar los precios. Parten de la interpretación individual de un empresario, para el cual cuanto más bajos estén los salarios menores costes soportará y, por tanto, mayor capacidad tendrá para disminuir los precios.
Podría aceptarse que a los empresarios considerados individualmente les interese que los salarios de sus trabajadores sean lo más bajos posible (aunque eso quizá pueda suponer la renuncia al incremento de productividad que puede llevar consigo trabajadores más satisfechos por disfrutar de mejores retribuciones).
Pero si esos empresarios son inteligentes estarán interesados también en que los salarios de los trabajadores del resto de empresarios sean los más altos posibles.
La explicación de esta paradoja es bien sencilla.
El salario es a nivel microeconómico un coste pero a nivel macroeconómico es también un componente fundamental de la demanda, es decir, de la capacidad de consumo de una economía.
Si los salarios bajan para todos los trabajadores, entonces la capacidad de consumo global también será mucho menor y los empresarios tendrán menos posibilidades de vender todos los productos que producen.
Esa paradoja explica un hecho bien conocido por la historia económica. Cuando una economía entra en crisis, se producen despidos y, por tanto, también se reduce la capacidad de consumo global porque muchos de los trabajadores que disponían de salarios dejan de tenerlos. Con menor capacidad de consumo las empresas venderán menos y, como venderán menos, tendrán que despedir trabajadores o bajar salarios para mantenerse a flote. Como cualquiera de esas dos opciones también produce un nuevo descenso de la capacidad de consumo... se produce un círculo vicioso de despidos y caída del consumo que durará hasta que la economía pueda reactivarse mediante mecanismos externos como la actuación del Estado o fenómenos como las guerras que provocan una movilización masiva de los recursos.
Durante la Gran Depresión de la década de 1930 se pudo comprobar cómo ese círculo vicioso amenazó con destruir definitivamente la economía mundial, y los economistas aprendieron muy bien la lección. Por esa razón, por ejemplo, promovieron planes de estímulo público que tenían como objetivo proporcionar de forma masiva empleo a los trabajadores a fin de que sus sueldos sirvieran para comprar los productos de las empresas que estaban sin poder vender.
Además se establecieron medidas de la misma filosofía, como aumentar el salario mínimo o establecer prestaciones por desempleo, las cuales no sólo reducen los problemas sociales sino que además mitigan los efectos perjudiciales de la caída del consumo, ya que aunque los trabajadores pierden el salario siguen recibiendo dinero del Estado que volverá a la economía por el lado del consumo.
Por todo ello, promover la rebaja salarial en una economía (y máxime en época de crisis) es empobrecer no sólo a los propios trabajadores sino también a la economía en su conjunto y por supuesto a sus propias empresas. Rebajas en los salarios acompañadas de la supresión de medidas de prestaciones sociales y de una reducción generalizada del gasto público sólo pueden llevar a un estancamiento de la crisis, pues la economía carecerá del impulso necesario para superarla. Y, de hecho, eso es lo que está ocurriendo desde que los gobiernos, siguiendo la presión de los bancos y de las grandes empresas interesadas sólo en cobrar sus deudas y asegurarse su poder de mercado, acordaron por desgracia suprimir los programas de gasto y apoyo a la actividad económica.
El conjunto de las empresas disfrutaría de una mejor situación y obtendría más beneficios si los empresarios fueran capaces de entender esta paradoja, pero no es eso lo que ocurre en la realidad. Unas veces prima la visión particularista que solamente contempla el interés propio, sin comprender que la vida y el éxito de una empresa dependen tanto o quizá más de lo que ocurra en su entorno como en su propio interior. Otras veces las empresas más grandes que tienen su demanda interior cautiva y también mucha actividad en otros países y que, por tanto, no dependen tanto del nivel salarial global son las que imponen las políticas de bajos salarios.
Estas últimas empresas, como las de servicios básicos (energía, comunicaciones, banca, alimentación...) cuyas ventas no dependen tanto del nivel de salario (porque las personas o las familias han de consumir casi necesariamente sus productos), sí pueden conseguir mayores beneficios si bajan el montante total de salarios nacionales, porque venderán más o menos lo mismo y entonces operarán con menos costes. Pero las empresas (sobre todo las pequeñas y medianas) que venden principalmente al interior y mucho más en función de la renta de los consumidores sí se verán muy afectadas si baja el montante de los salarios.
El problema, pues, consiste en que, bien sea por ceguera o porque el interés de las empresas más poderosas se impone, entre los empresarios predomina la idea de que convienen los salarios bajos cuando eso simplemente reduce sus ventas potenciales y anticipa crisis por falta de consumo.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que cuando un empresario se propone reducir sus costes tiene siempre dos opciones. La primera, ya apuntada, es bajar los salarios. La segunda, incrementar la productividad. Los neoliberales suelen prestar ninguna o poca atención a esta segunda opción mientras que concentran todos sus esfuerzos en la primera. Pero ambas son perfectamente viables como formas de reducir los costes, sólo que la segunda no supone un empobrecimiento generalizado y no amenaza a la economía con la depresión.
Incrementar la productividad significa producir más por cada trabajador o cada hora de trabajo y cuando eso sucede se puede producir cada producto a un menor coste.
Lo que ocurre es que las formas de incrementar la productividad son variadas, no son fácilmente cuantificables e implican un tipo de distribución de los ingresos más complejo y conflictivo, sobre todo porque obliga a dar a los trabajadores participación y una cierta capacidad de decisión sobre las estrategias empresariales. Y esto último implica ceder una parte del poder que los empresarios tienden a concentrar en el seno de la empresa.
Se sabe, por ejemplo, que mejores formas de organización empresarial permiten incrementar la productividad. Algo que tiene que ver con la cantidad de trabajo y con su distribución horaria. Que un trabajador esté ocho horas en la oficina no significa que produzca más o mejor, y de hecho es seguro que si trabajara seis horas pero lo hiciera en mejores condiciones podría aumentar su productividad. Los horarios y el ambiente laboral son en efecto muy importantes a la hora de determinar la productividad y lo mismo puede decirse del ambiente natural, de los sistemas de transporte hacia el trabajo, de la facilidad para compatibilizar el trabajo con la vida social y personal o de la participación de los trabajadores en las decisiones estratégicas de la empresa. Trabajadores desmotivados son trabajadores que no producirán tanto como los que están motivados y felices en sus puestos de trabajo.
Pero además de ello la productividad depende de la tecnología, de la educación y de los sistemas informáticos de gestión del tiempo y producción. Un trabajador o trabajadora que sepa utilizar perfectamente cualquier maquinaria u ordenador producirá más y mejor que otro que no sepa hacerlo, y cualquier maquinaria u ordenador que esté actualizado tecnológicamente permitirá que los trabajadores puedan sacar más rendimiento a su tiempo. En definitiva esas variables son extremadamente importantes a la hora de incrementar la productividad.
Pero para incrementar la productividad de esa forma hace falta dedicar esfuerzos notables de gasto público, que es el único capaz de gestionar de forma eficiente los cambios necesarios de esta naturaleza en cualquier economía. En primer lugar hace falta una inversión cuantiosa en educación, pero en una educación bien planificada de acuerdo con las necesidades concretas de producción de una economía. En segundo lugar hace falta mucha inversión en investigación y desarrollo, y eso supone mantener y fomentar grupos de investigación en España que puedan remunerar de forma adecuada a los profesionales investigadores que desean poner a su disposición su conocimiento.
Conocimiento por otra parte adquirido en el sistema educativo del país, de modo que todo está interrelacionado.
También es imprescindible el gasto público para configurar y mantener los sistemas de transporte más adecuados y eficientes, como también lo es para garantizar que haya las condiciones laborales adecuadas para que pueda incrementarse la productividad.
Trabajadores que no pierden dos horas conduciendo de casa al trabajo, que cobran de acuerdo a su cualificación y que no tienen miedo a ser despedidos en cualquier momento son trabajadores más productivos y eficaces.
También la misma ceguera de antes o la aversión de las personas con niveles más altos de renta a pagar los impuestos necesarios para poner en marcha desde el sector público esos instrumentos que permiten mejorar la productividad hacen que finalmente no se disponga de ellos y las empresas se vean obligadas a recurrir a esa forma más pobre y empobrecedora de competir que es la que lo hace a través de la moderación salarial.
Pero cuando se produce la falla más grande de los argumentos neoliberales destinados a reclamar los salarios más bajos como supuesta mejor forma de competir es cuando se contrasta lo que ocurre con la evolución de los salarios en la realidad y con su relación con las mayores o menores cuotas de mercado que tienen los países.
Recientemente los economistas Sylvain Broyer y Costa Brunner demostraron que la evolución de las cuotas de mercado intraeuropeas no tiene nada que ver con los costes de competitividad.
Según estos autores la cuota de Francia disminuye desde 1998 hasta 2008 mientras que su competitividad permanece estable, la de Italia cae en consonancia con su competitividad, pero la de España se mantiene a pesar de que tiene menos competitividad que Italia, y los Países Bajos pierden competitividad pero ganan mercado
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. Como señalan estos autores, para que las cuotas de mercado de los diferentes países respondieran a sus distintos niveles de costes, esto es, para que se pudiera producir, por ejemplo, el efecto que se pretende alcanzar con las medidas de ajuste salarial que impone el pacto del Euro Plus, tendría que suceder que todos los países de la zona exportaran los mismos productos, es decir, que fueran perfectamente sustituibles entre sí, que es justo lo contrario de lo que ocurre en Europa, en donde la tendencia observada es la de una progresiva especialización.
No se puede afirmar, por tanto, que el ajuste salarial que se busca mediante las reformas políticas dirigidas a flexibilizar los mercados laborales genere siempre ganancias de competitividad y tampoco que éstas tengan siempre y automáticamente como efecto una mayor generación de empleo en la economía.