Read Harry Potter y el Misterio del Príncipe Online
Authors: J. K. Rowling
Tags: #fantasía, #infantil
—No, no parece posible —coincidió Dumbledore.
—Pues ya me dirá cómo subió Tom allí arriba para colgar al pobre animal. Lo único que sé es que Billy y él habían discutido el día anterior. —Bebió otro sorbo y esta vez se le derramó un poco por la barbilla—. Y entonces… el día de la excursión de verano (una vez al año los llevamos a pasear, ya sabe, al campo o la playa), pues bien, Amy Benson y Dennis Bishop nunca volvieron a ser los mismos, y lo único que pudimos sonsacarles fue que habían entrado en una cueva con Tom Ryddle. Él dijo que sólo habían ido a explorar, pero sé que allí dentro pasó algo. Y han sucedido muchas cosas más, cosas extrañas… —Volvió a mirar a Dumbledore, y aunque tenía las mejillas encendidas, su mirada traslucía firmeza—. Creo que nadie lamentará no volver a verlo.
—Ha de saber que no vamos a quedárnoslo para siempre —aclaró él—. Tendrá que regresar aquí, como mínimo, todos los veranos.
—Ah, bueno, mejor eso que un porrazo en la nariz con un atizador oxidado —repuso ella hipando ligeramente. Se levantó, y a Harry le impresionó ver que mantenía la compostura pese a que habían desaparecido dos tercios de la botella de ginebra—. Imagino que querrá verlo.
—Sí, desde luego —afirmó Dumbledore, y también se puso en pie.
Una vez hubieron salido del despacho, la señora Cole lo guió y subieron por una escalera de piedra; por el camino iba repartiendo instrucciones y advertencias a ayudantas y niños. Harry se fijó en que todos los huérfanos llevaban el mismo uniforme gris. Se los veía bastante bien cuidados, pero evidentemente tenía que ser muy deprimente crecer en un lugar como aquél.
—Es aquí —anunció la mujer cuando llegaron al segundo rellano y se pararon delante de la primera puerta de un largo pasillo. Llamó dos veces con los nudillos y entró—. ¿Tom? Tienes visita. Te presento al señor Dumberton… Perdón, Dunderbore. Ha venido a decirte… Bueno, será mejor que te lo explique él.
Harry y los dos Dumbledores entraron, y la señora Cole salió y cerró la puerta. Era una habitación pequeña y con escaso mobiliario: un viejo armario, un camastro de hierro y poca cosa más. Un chico estaba sentado sobre las mantas grises, con las piernas estiradas y un libro en las manos.
En la cara de Tom Ryddle no había ni rastro de los Gaunt. El último deseo de Mérope se había cumplido: Tom era su apuesto padre en miniatura. Era alto para sus once años, de cabello castaño oscuro y piel clara. El chico entornó los ojos mientras examinaba el extravagante atuendo de su visitante. Hubo un breve silencio.
—¿Cómo estás, Tom? —preguntó Dumbledore al cabo, acercándose para tenderle la mano.
Tras vacilar un momento, el chico se la estrechó. El profesor acercó una silla y la puso al lado de la cama, de modo que parecían un paciente de hospital y un visitante.
—Soy el profesor Dumbledore.
—¿Profesor? —repitió Tom con desconfianza—. ¿No será un médico? ¿A qué ha venido? ¿Lo ha llamado ella para que me examine?
—No, por supuesto que no —repuso Dumbledore con una sonrisa.
—No le creo. Ella quiere que me examinen, ¿no es eso? ¡Diga la verdad! —exclamó de pronto con una voz potente que casi intimidaba.
Era una orden, y saltaba a la vista que no era la primera vez que la daba. Fulminó con la mirada a Dumbledore, que seguía sonriendo tan tranquilo. Al cabo de unos segundos, el chico dejó de mirarlo con hostilidad, aunque parecía más desconfiado que antes.
—¿Quién es usted?
—Ya te lo he dicho. Soy el profesor Dumbledore y trabajo en un colegio llamado Hogwarts. He venido a ofrecerte una plaza en mi colegio, en tu nuevo colegio, si es que quieres ir.
La reacción de Tom Ryddle fue sorprendente: saltó de la cama y se apartó cuanto pudo de Dumbledore.
—¡A mí no me engaña! —exclamó furioso—. Usted viene del manicomio, ¿no es así? «Profesor», ya, claro. Pues no voy a ir al manicomio, ¿se entera? A la que deberían encerrar es a esa vieja arpía. ¡Nunca les he hecho nada ni a la pequeña Amy Benson ni a Dennis Bishop! ¡Puede preguntárselo, ellos se lo confirmarán!
—No vengo del manicomio —repuso el profesor con paciencia—. Soy maestro, y si haces el favor de sentarte y escucharme, te hablaré de Hogwarts. Y si al final no te interesa, nadie te obligará a ir.
—Que lo intenten —bravuconeó el chico.
—Hogwarts —prosiguió el joven Dumbledore, haciendo caso omiso de la bravata— es un colegio para gente con habilidades especiales.
—¡Yo no estoy loco!
—Ya sé que no lo estás. Hogwarts no es un colegio para locos. Es un colegio de magia.
De nuevo hubo un silencio. Tom Ryddle se había quedado de piedra, con gesto inexpresivo, pero su mirada iba rápidamente de un ojo de Dumbledore al otro, como si intentara descubrir algún signo de mentira en uno de los dos.
—¿De magia? —repitió en un susurro.
—Exacto.
—¿Es… magia lo que yo sé hacer?
—¿Qué sabes hacer?
—Muchas cosas —musitó. Un rubor de emoción le ascendía desde el cuello hasta las hundidas mejillas; parecía afiebrado—. Puedo hacer que los objetos se muevan sin tocarlos; puedo hacer que los animales hagan lo que yo les pido, sin adiestrarlos; puedo hacer que les pasen cosas desagradables a los que me molestan; puedo hacerles daño si quiero… —Le temblaban las piernas. Dio unos pasos, vacilante, se sentó en la cama y se quedó mirándose las manos con la cabeza gacha, como si rezara—. Sabía que soy diferente —susurró a sus temblorosos dedos—. Sabía que soy especial. Siempre supe que pasaba algo.
—Pues tenías razón —dijo Dumbledore, que ya no sonreía y lo observaba con atención—. Eres un mago.
Tom levantó la cabeza, el rostro demudado en una expresión de intensa felicidad. Sin embargo, por algún extraño motivo, eso no lo hacía más atractivo; más bien al contrario: sus delicadas facciones parecían más duras y su expresión resultaba casi cruel.
—¿Usted también es mago?
—Así es.
—Demuéstremelo —exigió con el mismo tono autoritario de antes.
Dumbledore arqueó las cejas.
—Si aceptas tu plaza en Hogwarts, como creo que…
—¡Claro que la acepto!
—En ese caso, cuando te dirijas a mí me llamarás «profesor» o «señor».
El chico endureció las facciones una fracción de segundo, pero luego dijo con una voz tan educada que pareció casi irreconocible:
—Lo siento. Profesor, ¿podría demostrarme…?
Harry creía que Dumbledore no iba a acceder y le diría que ya habría tiempo para demostraciones prácticas en Hogwarts, porque en ese momento se encontraban en un edificio lleno de
muggles
y, por tanto, debían actuar con cautela. Sin embargo, se llevó una sorpresa al ver que Dumbledore sacaba su varita mágica de la chaqueta, apuntaba al destartalado armario que había en un rincón y la sacudía apenas.
El armario estalló en llamas.
Tom se levantó de un brinco. A Harry no le extrañó que se pusiera a gritar de rabia y espanto: sus objetos personales debían de estar dentro. Pero en cuanto el chico se volvió hacia Dumbledore, las llamas se extinguieron y el armario quedó completamente intacto. Tom miró varias veces a Dumbledore y al armario; entonces, con gesto de avidez, señaló la varita mágica.
—¿Dónde puedo conseguir una cosa de ésas?
—Todo a su debido tiempo. Mira, yo diría que hay algo que intenta salir de tu armario. —Y, en efecto, se oía un débil golpeteo proveniente del mueble. Tom, por primera vez, pareció asustado—. Ábrelo —ordenó Dumbledore.
El chico vaciló, pero cruzó la habitación y lo abrió de par en par. En el estante superior, encima de una barra de la que colgaban algunas prendas raídas, había una pequeña caja de cartón que se agitaba y vibraba, como si contuviese varios ratones frenéticos.
—Sácala, Tom. —Ryddle cogió la temblorosa caja con gesto contrariado—. ¿Hay algo en esa caja que no deberías tener?
El muchacho le lanzó una mirada diáfana y calculadora.
—Sí, supongo que sí, señor —contestó al fin con voz monocorde.
—Ábrela.
Lo hizo y vació su contenido en la cama, sin mirarlo. Harry, que esperaba descubrir algo mucho más emocionante, vio un revoltijo de objetos normales y corrientes, entre ellos un yoyó, un dedal de plata y una vieja armónica. Los objetos dejaron de temblar y se quedaron quietos encima de las delgadas mantas.
—Se los devolverás a sus propietarios y te disculparás —dijo Dumbledore al mismo tiempo que se guardaba la varita en la chaqueta—. Sabré si lo has hecho o no. Y te lo advierto: en Hogwarts no se toleran los robos.
Tom Ryddle no parecía ni remotamente avergonzado; seguía mirando con frialdad a Dumbledore, como si intentara formarse un juicio sobre él. Al cabo dijo con la misma voz monocorde:
—Sí, señor.
—En Hogwarts no sólo te enseñaremos a utilizar la magia, sino también a controlarla. Has estado empleando tus poderes (involuntariamente, claro) de un modo que en nuestro colegio no se enseña ni se consiente. No eres el primero, ni serás el último, que no sabe controlar su magia. Pero te comunico que el colegio puede expulsar a los alumnos no gratos, y el Ministerio de Magia (sí, existe un ministerio) impone castigos aún más severos a los infractores de la ley. Todos los nuevos magos, al entrar en nuestro mundo, deben comprometerse a respetar nuestras leyes.
—Sí, señor —repitió Tom.
Era imposible saber qué estaba pensando porque su rostro seguía sin revelar emoción alguna. Devolvió el pequeño alijo de objetos robados a la caja de cartón y, cuando hubo terminado, se volvió hacia Dumbledore y dijo sin rodeos:
—No tengo dinero.
—Eso tiene fácil remedio. —Y sacó una bolsita de monedas—. En Hogwarts hay un fondo destinado a quienes necesitan ayuda para comprar los libros y las túnicas. Algunos libros de hechizos quizá tengas que adquirirlos de segunda mano, pero…
—¿Dónde se compran los libros de hechizos? —lo interrumpió el chico, que había cogido la pesada bolsita sin darle las gracias y examinaba un grueso galeón de oro.
—En el callejón Diagon. He traído la lista de libros y material que necesitarás. Puedo ayudarte a encontrarlo todo…
—¿Quiere decir que me acompañará? —inquirió Tom levantando la cabeza.
—Sí, si tú…
—No es necesario. Estoy acostumbrado a hacer las cosas por mí mismo. Siempre voy solo a Londres. ¿Cómo se va al callejón Diagon… señor?
Harry creyó que el profesor insistiría en acompañarlo, pero volvió a llevarse una sorpresa: Dumbledore le entregó el sobre con la lista del material y, después de explicarle cómo se llegaba al Caldero Chorreante, le dijo:
—Tú lo verás, aunque los
muggles
que haya por allí (es decir, la gente no mágica) no lo vean. Pregunta por Tom, el dueño; no te costará recordar su nombre, puesto que se llama como tú. —El chico hizo un gesto de irritación, como si quisiera ahuyentar una mosca molesta—. ¿Qué ocurre? ¿No te gusta tu nombre?
—Hay muchos Toms —masculló. Y como si no pudiera reprimir la pregunta o como si se le escapara a su pesar, preguntó—: ¿Mi padre era mago? Me han dicho que él también se llamaba Tom Ryddle.
—Me temo que no lo sé.
—Mi madre no podía ser bruja, porque en ese caso no habría muerto —razonó Tom como para sí—. El mago debió de ser él. Bueno, y una vez que tenga todo lo que necesito, ¿cuándo debo presentarme en ese colegio Hogwarts?
—Encontrarás todos los detalles en la segunda hoja de pergamino que hay en el sobre. Saldrás de la estación de King's Cross el uno de septiembre. En el sobre también encontrarás un billete de tren.
Él asintió y Dumbledore se puso en pie y volvió a tenderle la mano. Mientras se la estrechaba, Tom dijo:
—Sé hablar con las serpientes. Lo descubrí en las excursiones al campo. Ellas me buscan y me susurran cosas. ¿Les pasa eso a todos los magos?
Harry dedujo que Ryddle no había mencionado antes ese poder tan extraño porque quería impresionar a su visitante en el momento justo.
—No es habitual —respondió Dumbledore tras una leve vacilación—, pero tampoco es insólito.
Lo dijo con tono despreocupado, pero observó el rostro del muchacho. Ambos se miraron fijamente un instante. Luego se soltaron las manos y Dumbledore se dirigió hacia la puerta.
—Adiós, Tom. Nos veremos en Hogwarts.
—Creo que ya es suficiente —dijo el Dumbledore de cabello blanco que Harry tenía a su lado, y segundos más tarde ambos volvían a elevarse en la oscuridad, como si fueran ingrávidos, para aterrizar de pie en el despacho del director.
—Siéntate —dijo éste.
Harry lo hizo, todavía con la mente colmada de las escenas que acababa de presenciar.
—Él le creyó mucho más deprisa que yo. Me refiero a cuando usted le reveló que era un mago —comentó—. En cambio, cuando a mí me lo dijo Hagrid, no le creí.
—Sí, Ryddle estaba dispuesto a creer que era… «especial», para emplear sus propias palabras.
—¿Usted ya lo sabía?
—¿Si sabía que acababa de conocer al mago tenebroso más peligroso de todos los tiempos? No, no sospechaba que se convertiría en lo que es ahora. Sin embargo, no cabe duda de que me intrigaba. Regresé a Hogwarts con la intención de vigilarlo de cerca, algo que habría hecho de cualquier forma, dado que él estaba solo en el mundo, sin familia y sin amigos, pero ya entonces intuí que debía hacerlo tanto por su bien como por el de los demás.
»Como te habrás dado cuenta, tenía unos poderes muy desarrollados para tratarse de un mago tan joven, pero lo más interesante e inquietante es que ya había descubierto que podía ejercer cierto control sobre ellos y empezado a utilizarlos de forma intencionada. Y como has visto, no eran experimentos hechos al azar, típicos de los magos jóvenes, sino que utilizaba la magia contra otras personas para asustar, castigar o dominar. Las historias del conejo que apareció colgado de una viga y de los niños a quienes llevó con engaños a una cueva movían a reflexión. "Puedo hacerles daño si quiero…"
—Y hablaba
pársel
—observó Harry.
—Sí, así es; una rara habilidad, presuntamente relacionada con las artes oscuras, aunque también hay hablantes de
pársel
entre los magos de bien, como ya sabemos. De hecho, su habilidad para comunicarse con las serpientes no me inquietó tanto como sus obvios instintos para la crueldad, el secretismo y la dominación.
»El tiempo vuelve a correr en nuestra contra —añadió Dumbledore señalando el oscuro cielo que se veía por las ventanas—. Pero, antes de que nos separemos, quiero que te fijes en ciertos aspectos de las escenas que acabamos de presenciar, ya que guardan estrecha relación con los asuntos que discutiremos en próximas reuniones. En primer lugar, espero que te hayas percatado de la reacción de Ryddle cuando mencioné que había otra persona que se llamaba como él.