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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Harry Potter. La colección completa (220 page)

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5
La Orden del Fénix

—¿Tu…?

—Sí, mi querida y anciana madre —afirmó Sirius—. Llevamos un mes intentando bajarla, pero creemos que ha hecho un encantamiento de presencia permanente en la parte de atrás del lienzo. Rápido, vamos abajo antes de que despierten todos otra vez.

—Pero ¿qué hace aquí un retrato de tu madre? —preguntó Harry, desconcertado, mientras salían por una puerta del vestíbulo y bajaban un tramo de estrechos escalones de piedra seguidos de los demás.

—¿No te lo ha dicho nadie? Ésta era la casa de mis padres —respondió Sirius—. Pero yo soy el único Black que queda, de modo que ahora es mía. Se la ofrecí a Dumbledore como cuartel general; es lo único medianamente útil que he podido hacer.

Harry, que esperaba un recibimiento más caluroso, se fijó en lo dura y amarga que sonaba la voz de Sirius. Siguió a su padrino hasta el final de la escalera y por una puerta que conducía a la cocina del sótano.

La cocina, una estancia grande y tenebrosa con bastas paredes de piedra, no era menos sombría que el vestíbulo. La poca luz que había procedía casi toda de un gran fuego que prendía al fondo de la habitación. Se vislumbraba una nube de humo de pipa suspendida en el aire, como si allí se hubiera librado una batalla, y a través de ella se distinguían las amenazadoras formas de unos pesados cacharros que colgaban del oscuro techo. Habían llevado muchas sillas a la cocina con motivo de la reunión, y estaban colocadas alrededor de una larga mesa de madera cubierta de rollos de pergamino, copas, botellas de vino vacías y un montón de algo que parecían trapos. El señor Weasley y su hijo mayor, Bill, hablaban en voz baja, con las cabezas juntas, en un extremo de la mesa.

La señora Weasley carraspeó. Su marido, un hombre delgado y pelirrojo que estaba quedándose calvo, con gafas con montura de carey, miró alrededor y se puso en pie de un brinco.

—¡Harry! —exclamó el señor Weasley; fue hacia él para recibirlo y le estrechó la mano con energía—. ¡Cuánto me alegro de verte!

Detrás del señor Weasley, Harry vio a Bill, que todavía llevaba el largo cabello recogido en una coleta, enrollando con precipitación los rollos de pergamino que quedaban encima de la mesa.

—¿Has tenido buen viaje, Harry? —le preguntó Bill mientras intentaba recoger doce rollos a la vez—. ¿Así que
Ojoloco
no te ha hecho venir por Groenlandia?

—Lo intentó —intervino Tonks; fue hacia Bill con aire resuelto para ayudarlo a recoger, y de inmediato tiró una vela sobre el último trozo de pergamino—. ¡Oh, no! Lo siento…

—Dame, querida —dijo la señora Weasley con exasperación, y reparó el pergamino con una sacudida de su varita. Con el destello luminoso que causó el encantamiento de la señora Weasley, Harry alcanzó a distinguir brevemente lo que parecía el plano de un edificio.

La señora Weasley vio cómo Harry miraba el pergamino, agarró el plano de la mesa y se lo puso en los brazos a Bill, que ya iba muy cargado.

—Estas cosas hay que recogerlas enseguida al final de las reuniones —le espetó, y luego fue hacia un viejo aparador del que empezó a sacar platos.

Bill sacó su varita, murmuró:
«¡Evanesco!»
y los pergaminos desaparecieron.

—Siéntate, Harry —dijo Sirius—. Ya conoces a Mundungus, ¿verdad?

Aquella cosa que Harry había tomado por un montón de trapos emitió un prolongado y profundo ronquido y despertó con un respingo.

—¿Alguien ha pronunciado mi nombre? —masculló Mundungus, adormilado—. Estoy de acuerdo con Sirius… —Levantó una mano sumamente mugrienta, como si estuviera emitiendo un voto, y miró a su alrededor con los enrojecidos ojos desenfocados.

Ginny soltó una risita.

—La reunión ya ha terminado, Dung —le explicó Sirius mientras todos se sentaban a la mesa—. Ha llegado Harry.

—¿Cómo dices? —inquirió Mundungus, mirando con expresión fiera a Harry a través de su enmarañado cabello rojo anaranjado—. Caramba, es verdad. ¿Estás bien, Harry?

—Sí —contestó él.

Mundungus, nervioso, hurgó en sus bolsillos sin dejar de mirar a Harry, y sacó una pipa negra, también mugrienta. Se la llevó a la boca, la prendió con el extremo de su varita y dio una honda calada. Unas grandes nubes de humo verdoso lo ocultaron en cuestión de segundos.

—Te debo una disculpa —gruñó una voz desde las profundidades de aquella apestosa nube.

—Te lo digo por última vez, Mundungus —le advirtió la señora Weasley—, ¿quieres hacer el favor de no fumar esa porquería en la cocina, sobre todo cuando estamos a punto de cenar?

—¡Ay! —exclamó Mundungus—. Tienes razón. Lo siento, Molly.

La nube de humo se esfumó en cuanto Mundungus se guardó la pipa en el bolsillo, pero el acre olor a calcetines quemados permaneció en el ambiente.

—Y si pretendéis cenar antes de medianoche voy a necesitar ayuda —añadió la señora Weasley sin dirigirse a nadie en particular—. No, tú puedes quedarte donde estás, Harry, querido. Has hecho un largo viaje.

—¿Qué quieres que haga, Molly? —preguntó Tonks con entusiasmo dando un salto.

La señora Weasley vaciló, un tanto preocupada.

—Pues…, no, Tonks, gracias, tú descansa también, ya has hecho bastante por hoy.

—¡Nada de eso! ¡Quiero ayudarte! —insistió la bruja de muy buen humor, y derribó una silla cuando corría hacia el aparador, de donde Ginny estaba sacando los cubiertos.

Al poco rato, varios cuchillos enormes cortaban carne y verduras por su cuenta, supervisados por el señor Weasley, mientras su mujer removía un caldero colgado sobre el fuego y los demás sacaban platos, más copas y comida de la despensa. Harry se quedó en la mesa con Sirius y Mundungus, que todavía lo miraba parpadeando con aire lastimero.

—¿Has vuelto a ver a la vieja Figgy? —le preguntó Mundungus.

—No —contestó Harry—. No he visto a nadie.

—Mira, yo no me habría marchado —se disculpó Mundungus, inclinándose hacia delante con un dejo suplicante en la voz—, pero se me presentó una gran oportunidad…

Harry notó que algo le rozaba la rodilla y se sobresaltó, pero sólo era
Crookshanks
, el gato patizambo de pelo rojizo de Hermione, que se enroscó alrededor de las piernas de Harry, ronroneando, y luego saltó al regazo de Sirius, donde se acurrucó. Sirius le rascó distraídamente detrás de las orejas al mismo tiempo que giraba la cabeza, todavía con gesto torvo, hacia Harry.

—¿Has pasado un buen verano hasta ahora?

—No, ha sido horrible —contestó el muchacho.

Por primera vez, algo parecido a una sonrisa pasó de manera fugaz por la cara de Sirius.

—No sé de qué te quejas, la verdad.

—¿Cómo dices? —saltó Harry sin poder dar crédito a lo que acababa de oír.

—A mí, personalmente, no me habría importado que me atacaran unos
dementores
. Una pelea a muerte para salvar mi alma me habría venido de perlas para romper la monotonía. Tú dices que lo has pasado mal, pero al menos has podido salir y pasearte por ahí, estirar las piernas, meterte en alguna pelea… Yo, en cambio, llevo un mes entero encerrado aquí dentro.

—¿Cómo es eso? —preguntó Harry con el entrecejo fruncido.

—Porque el Ministerio de Magia sigue buscándome, y a estas alturas Voldemort ya debe de saber que soy un animago; Colagusano se lo habrá contado, de modo que mi enorme disfraz no sirve de nada. No puedo hacer gran cosa para ayudar a la Orden del Fénix…, o eso cree Dumbledore.

El tono un tanto monótono con que Sirius pronunció el nombre de Dumbledore hizo comprender a Harry que Sirius tampoco estaba muy contento con el director. De pronto, Harry sintió un renovado cariño hacia su padrino.

—Al menos tú sabías qué estaba pasando —dijo más animado.

—Sí, claro —repuso Sirius con sarcasmo—. Yo sólo tenía que oír los informes de Snape, aguantar sus maliciosas insinuaciones de que él estaba ahí fuera poniendo su vida en peligro mientras yo me quedaba aquí cómodamente sentado y sin pegar golpe…, y sus preguntas acerca de cómo iba la limpieza…

—¿Qué limpieza? —preguntó Harry.

—Hemos tenido que convertir esta casa en un sitio habitable —contestó Sirius, haciendo un ademán que abarcó la desangelada cocina—. Hacía diez años que nadie vivía aquí, desde que murió mi querida madre, exceptuando a su viejo elfo doméstico, pero como se ha vuelto loco hace una eternidad que no limpia nada.

—Sirius —dijo Mundungus, que al parecer no había prestado ninguna atención a la conversación y había estado examinando con minuciosidad una copa vacía—. ¿Esto es de plata maciza?

—Sí —respondió Sirius, mirándola con desagrado—. La mejor plata del siglo quince labrada por duendes, con el emblema de los Black grabado en relieve.

—Ya, pero eso se podrá quitar —murmuró Mundungus, abrillantando la copa con el puño.

—¡Fred, George! ¡No! ¡He dicho que los llevéis! —gritó la señora Weasley.

Harry, Sirius y Mundungus se volvieron y de inmediato se apartaron de la mesa. Fred y George habían encantado un gran caldero de estofado, una jarra de hierro de cerveza de mantequilla y una pesada tabla de madera para cortar el pan, junto con el cuchillo, que en ese momento volaban a toda velocidad hacia ellos. El caldero patinó a lo largo de la mesa y se detuvo justo en el borde, dejando una larga y negra quemadura en la superficie de madera; la jarra de cerveza de mantequilla cayó con un gran estruendo y su contenido se derramó por todas partes; el cuchillo del pan resbaló de la tabla, se clavó en la mesa y se quedó temblando amenazadoramente justo donde hasta unos segundos antes Sirius había tenido la mano.

—¡Por favor! —gritó la señora Weasley—. ¡No hacía falta! ¡Ya no lo aguanto más! ¡Que ahora os permitan hacer magia no quiere decir que tengáis que sacar la varita a cada paso!

—¡Sólo pretendíamos ahorrar un poco de tiempo! —se disculpó Fred, y corrió a arrancar el cuchillo del pan de la mesa—. Perdona, Sirius, no era mi intención…

Harry y Sirius se echaron a reír; Mundungus, que se había caído hacia atrás volcando también la silla, empezó a maldecir tan pronto como se hubo levantado del suelo;
Crookshanks
había soltado un fuerte bufido y había corrido a refugiarse debajo del aparador, donde se veían sus enormes ojos amarillos, que relucían en la oscuridad.

—Niños —los regañó el señor Weasley dejando el caldero de estofado en el centro de la mesa—, vuestra madre tiene razón; ahora que habéis alcanzado la mayoría de edad se supone que tenéis que dar ejemplo de responsabilidad…

—¡Ninguno de vuestros hermanos ha causado nunca estos problemas! —dijo, rabiosa, la señora Weasley a los gemelos mientras con un porrazo ponía otra jarra de cerveza de mantequilla, que también se derramó, encima de la mesa—. ¡Bill no se pasaba el día apareciéndose a cada momento! ¡Charlie no encantaba todo cuanto encontraba! ¡Percy…!

Se detuvo en el acto y contuvo la respiración al mismo tiempo que le dirigía una mirada asustada a su marido, cuyo rostro, de pronto, se había quedado inexpresivo.

—Vamos a comer —dijo Bill con rapidez.

—Esto tiene un aspecto estupendo, Molly —intervino Lupin, sirviéndole el estofado con un cucharón y acercándole el plato desde el otro lado de la mesa.

Durante unos minutos sólo se oyó el tintineo de platos y cubiertos y el ruido de las sillas arrastrándose, y todos se pusieron a comer. Entonces la señora Weasley miró a Sirius y le dijo:

—Se me olvidó comentarte, Sirius, que hay algo atrapado en ese escritorio del salón que no para de vibrar y tamborilear. A lo mejor sólo es un
boggart
, desde luego, pero quizá deberíamos pedirle a Alastor que le echara un vistazo antes de soltarlo.

—Como quieras —contestó Sirius con indiferencia.

—Y las cortinas están llenas de
doxys
—añadió la señora Weasley—. He pensado que mañana podríamos ocuparnos de ellas.

—Será un placer —dijo Sirius. Harry detectó el sarcasmo en su voz, pero no estaba seguro de que los demás también lo hubieran percibido.

Enfrente de Harry, Tonks distraía a Hermione y a Ginny transformando su nariz entre bocado y bocado: apretaba mucho los ojos y ponía la misma expresión de dolor que había adoptado en el dormitorio de Harry; de ese modo, hinchaba la nariz hasta convertirla en una protuberancia picuda que se parecía a la de Snape, la encogía hasta reducirla al tamaño de un champiñón pequeño y luego hacía que le saliera un montón de pelo por cada orificio nasal. Por lo visto, era un entretenimiento habitual a la hora de las comidas, porque Hermione y Ginny pronto empezaron a pedir sus narices favoritas.

—Haz esa que parece un morro de cerdo, Tonks. Tonks complació a su público, y Harry, al levantar la cabeza, tuvo por un momento la impresión de que una versión femenina de Dudley le sonreía desde el otro lado de la mesa. El señor Weasley, Bill y Lupin discutían acaloradamente sobre duendes.

—Todavía no han dicho nada —apuntó Bill—. Aún no sé si creen o no que ha regresado. Es posible que prefieran no tomar partido y que quieran mantenerse al margen.

—Estoy seguro de que nunca se pasarían al bando de Quien-tú-sabes —afirmó el señor Weasley haciendo un gesto negativo con la cabeza—. Ellos también han sufrido pérdidas; ¿te acuerdas de lo de aquella familia de duendes a la que mató la última vez, cerca de Nottingham?

—Creo que depende de lo que les ofrezcan —opinó Lupin—. Y no me refiero al dinero. Si les ofrecen las libertades que les hemos negado durante siglos, seguro que se lo pensarán. ¿Todavía no has tenido suerte con Ragnok, Bill?

—De momento sigue en contra de los magos —respondió Bill—, y no para de protestar por lo del asunto Bagman; dice que el Ministerio hizo una maniobra de encubrimiento. Mira, esos duendes no le robaron el oro…

Hacia la mitad de la mesa un estallido de carcajadas ahogó el resto de las palabras de Bill. Fred, George, Ron y Mundungus se retorcían de risa en sus sillas.

—… y entonces… —decía Mundungus mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas—, entonces me dice, en serio, me dice: «Oye, Dung, ¿de dónde has sacado esos sapos? ¡Porque un hijo de mala
bludger
me ha robado a mí los míos!» Y yo le contesto: «¿Te han robado los sapos, Will? ¡No me digas! Y ahora, ¿qué? ¿Piensas comprarte unos cuantos?» Y esa gárgola inútil, chicos, podéis creerme, va y me compra sus propios sapos por mucho más dinero del que le habían costado la primera vez…

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