Me enorgullezco al recordar aquel momento; mientras los demás se adelantaban instintivamente en un intento de ayudar a McNaghten, yo fui el único que se quedó donde estaba. Aquél no era un lugar adecuado para Flashman y yo sólo veía una salida. Recuerden que me estaba dirigiendo hacia Akbar y McNaghten. En cuanto observé el movimiento del Sirdar, pegué un salto hacia adelante, pero no para abalanzarme sobre él, sino para pasar por su lado, tan cerca de su cuerpo que mi manga le rozó la espalda. Un poco más allá, justo al borde de la alfombra, se encontraba la pequeña yegua blanca que McNaghten le había ofrecido como regalo; un mozo permanecía de pie junto a su cabeza, pero mi movimiento fue demasiado rápido para él.
Monté de un salto y la pequeña criatura se encabritó a causa de la sorpresa, derribando al mozo al suelo y obligando a los demás a apartarse de sus veloces cascos delanteros. Corveteó momentáneamente antes de que yo pudiera controlarla, sujetándole las crines con una mano; sólo tuve tiempo de echar un rápido vistazo a mi alrededor en busca de una ruta de huida, pero fue suficiente para que viera el camino.
Los afganos se aproximaban desde todas las direcciones hacia el grupo de la alfombra; todos habían extraído sus navajas y los
ghazi
estaban lanzando exclamaciones de asombro. Me pareció que delante de mí, al pie de la ladera, eran menos numerosos; clavé las espuelas en los costados de la yegua y el animal saltó súbitamente hacia adelante, empujando a un lado a un bellaco que había intentado sujetarle la cabeza. El impacto la obligó a desviarse bruscamente y, antes de que yo pudiera refrenarla, se lanzó hacia el confuso grupo que estaba forcejeando en el centro de la alfombra.
Era una de esas fogosas purasangres todo nervio y velocidad; por consiguiente, lo único que pude hacer fue apretar las rodillas contra sus costados y resistir. Sólo dispuse de una décima de segundo para calibrar la escena antes de que el animal se lanzara directamente sobre ella. McNaghten, sin las gafas, con la chistera a punto de caérsele de la cabeza y la boca abierta en una mueca de horror, estaba siendo empujado pendiente abajo por los dos afganos que lo sujetaban por los brazos. Vi que Mackenzie era arrojado como si fuera un travesero sobre los costados de un caballo en cuya silla se sentaba un corpulento
baruzki
, y que Lawrence, luchando a brazo partido como un loco, era objeto del mismo trato. A Trevor no le vi, pero me pareció oírle; mientras mi pequeña yegua se lanzaba contra el grupo como un rayo, oí un horrible grito entrecortado y un exultante alarido de voces
ghazi
. Sólo tuve tiempo para aferrarme a la yegua; sin embargo, observé en medio de mi terror que Akbar, blandiendo un sable, empujaba hacia atrás a un
ghazi
que estaba tratando de acercarse a Lawrence con una navaja. Mackenzie lanzó un grito mientras otro
ghazi
hacía ademán de atacarlo con una lanza, pero Akbar, con pasmosa frialdad, apartó a un lado la lanza con su espada y soltó una sonora carcajada.
—Son ustedes los señores de mi país, ¿verdad? —gritó—. Usted me protegerá, ¿no es cierto, Mackenzie
sahib
?
De repente, mi yegua pegó un brinco y pasó por su lado dejándolos atrás; dispuse de unos metros para dominarla, dar media vuelta y lanzarme al galope pendiente abajo.
—¡Atrapadlo! —gritó Akbar—. ¡Apresadlo vivo!
Varias manos asieron la cabeza de la yegua y también mis piernas, pero, gracias a Dios, el animal ya había tomado impulso. Directamente al pie de la pendiente, al otro lado del puente del canal, había un tramo recto que bordeaba al río, más allá del cual se encontraba el acantonamiento. Una vez alcanzara el puente con aquella yegua, no habría ningún jinete afgano capaz de darme alcance. Jadeando a causa del temor, me agarré a las crines del animal y lo espoleé con fuerza. Debí de tardar más tiempo de lo que yo imaginaba en apoderarme de la montura, abrirme paso entre ellos y emprender la huida, pues de repente me di cuenta de que McNaghten y los dos afganos que lo llevaban preso se encontraban a unos veinte metros más abajo, casi directamente situados en mi camino. Al ver que yo estaba a punto de arrollarlos, uno de ellos pegó un salto hacia atrás y se sacó la pistola del cinto. No había forma de evitarlo, por lo que extraje como pude la espada con una mano y la así con la otra. Sin embargo, en lugar de disparar contra mí, el afgano apuntó con su arma a McNaghten.
—¡Por Dios bendito! —exclamó McNaghten mientras se escuchaba un disparo y él se tambaleaba hacia atrás, cubriéndose el rostro con las manos.
Hundí la espada hasta la empuñadura en el hombre que le había disparado y entonces la yegua se encabritó, varios hombres nos rodearon hiriendo con sus lanzas a McNaghten y éste se desplomó al suelo mientras otros se acercaban a mí, avanzando con dificultad sobre la nieve. Solté un aullido de terror y empecé a dar tajos ciegamente, y en todas direcciones; el sable silbaba en el aire y estuve a punto de perder el equilibrio, pero la yegua me enderezó, di otro tajo y esta vez alcancé algo que crujió y se apartó. El aire se llenó de gritos y amenazas; me incliné furiosamente hacia adelante y conseguí cortar una mano que me estaba agarrando la pierna izquierda; algo crujió junto a mi muslo y la yegua soltó un relincho y pegó otro brinco hacia adelante.
La yegua pegó otro brinco, di un nuevo tajo a ciegas con la espalda y conseguimos alejarnos del grupo de guerreros que nos perseguía por la pendiente, soltando maldiciones. Agaché la cabeza, hundí las espuelas en el flanco del animal y salimos disparados como el vencedor de un
derby
en los últimos doscientos metros.
Mientras galopaba por la pendiente y cruzaba el puente, vi delante de mí una pequeña partida de jinetes trotando muy despacio hacia nosotros. En cabeza cabalgaba Le Geyt... era la escolta que hubiera tenido que acompañar a McNaghten, pero de Shelton y sus tropas no se veía ni rastro. Bueno, a lo mejor llegarían a tiempo para recoger su cadáver en caso de que los
ghazi
dejaran algo; me incorporé sobre las espuelas, volví la cabeza para asegurarme de que mis perseguidores aún estaban muy lejos y llamé a gritos a los jinetes de la escolta.
Pero sólo conseguí con ello que los muy cobardes dieran media vuelta para regresar a toda velocidad al acantonamiento; Le Geyt hizo un ligero intento de reunir a los hombres, pero no le obedecieron. La verdad es que, a pesar de que yo también soy un cobarde, aquello me pareció completamente ridículo; poco les hubiera costado fingir que hacían algo y salvar así las apariencias. Aplicándome el cuento a mí mismo, di media vuelta con la yegua y vi que los afganos más próximos se encontraban a unos cien metros de distancia y habían desistido de perseguirme. A su espalda, un numeroso grupo de hombres se había congregado alrededor del lugar donde McNaghten había caído; mientras yo miraba, se pusieron a gritar y a bailar y vi que alguien levantaba una lanza con algo de color gris ensartado en su punta. Por un instante, pensé: «Bueno, ahora Burnes conseguirá su puesto». Inmediatamente recordé que Burnes había muerto. Por mucho que se diga, la política es un negocio muy peligroso.
Distinguí a Akbar con su reluciente peto de acero en medio de una enfervorizada multitud, pero no veía por ninguna parte ni a Mackenzie ni a Lawrence. «Dios mío, yo soy el único superviviente», pensé. Mientras Le Geyt me salía al encuentro al galope, me adelanté hacia él y, obedeciendo a un repentino impulso, levanté la espada por encima de mi cabeza. Estaba completamente ensangrentada después de la refriega.
—¡Akbar Khan! —rugí mientras los rostros de los hombres de la ladera se volvían para mirar hacia abajo donde me encontraba—. ¡Akbar Khan, perro perjuro y traidor!
Le Geyt murmuró algo a mi lado, pero no le preste atención.
—¡Baja, infiel malnacido! —grité—. ¡Baja y lucha como un hombre!
Confiaba en que no lo hiciera aunque pudiera oírme, cosa bastante improbable. Pero algunos afganos que estaban más cerca sí me oyeron e hicieron ademán de bajar.
—¡Aléjese, señor, se lo suplico! —gritó Le Geyt—. ¡Mire que están avanzando!
Aún se encontraban a una distancia segura.
—¡Perro asqueroso! —rugí—. ¿No te da vergüenza llamarte Sirdar? Te atreves a asesinar a ancianos desarmados, pero, ¿tendrás el valor de luchar contra Lanza Ensangrentada? —grité, blandiendo una vez más mi sable.
—¡Por el amor de Dios! —dijo Le Geyt—. ¡No puede usted enfrentarse en solitario a todos ellos!
—¿Acaso no es eso lo que he estado haciendo? Por Dios que pienso...
Me agarró por el brazo y me señaló algo con el dedo. Los
ghazi
estaban avanzando y unos grupos dispersos se disponían a cruzar el puente. No vi ninguna pistola entre ellos, pero estaban acortando distancias de forma peligrosa.
—Me envías tus chacales, ¿verdad? —troné—. ¡Es contigo con quien yo quiero luchar, bastardo afgano!
¡Bueno pues, si no quieres, no quieres, pero ya habrá ocasión otro día!
Dicho lo cual, di media vuelta y alcanzamos la entrada del acantonamiento antes de que los
ghazi
pudieran cargar contra nosotros; Shelton se estaba ajustando el talabarte mientras daba órdenes a sus hombres. Al verme, preguntó:
—¡Dios mío, Flashman! ¿Qué ocurre? ¿Dónde está el legado?
—Muerto —contesté yo—. Cortado en pedazos y lo mismo le ha ocurrido a Mackenzie, supongo. Se me quedó mirando boquiabierto de asombro.
—Pero... ¿quién... qué... cómo?
—Akbar Khan los ha cortado en pedazos, señor —contesté fríamente—. Le esperábamos a usted con el regimiento —añadí—, pero no ha venido.
Estábamos rodeados por un nutrido grupo de oficiales, funcionarios e incluso algunos soldados que habían roto filas.
—¿Que no hemos venido? —replicó Shelton—. Por Dios bendito, señor, ahora mismo iba a salir. ¡Ésta es la hora que nos había indicado el general!
Me quedé de una pieza.
—Pues lo decidió demasiado tarde —dije yo—. Demasiado tarde, por desgracia.
A nuestro alrededor se levantó un clamor de voces.
—¡Una matanza!
—¡Todos muertos menos Flashman!
—¡Dios mío, fijaos en la cara que tiene!
—¡El legado ha sido asesinado!
Le Geyt se abrió paso entre todos ellos y dejamos a Shelton ordenando a gritos a sus hombres que no rompieran filas hasta que él averiguara qué demonios era aquello. Se acercó a mí preguntándome qué había ocurrido y, cuando se lo dije, empezó a maldecir a Akbar, llamándolo villano y traidor.
—Tenemos que ir a ver inmediatamente al general —dijo—. ¿Cómo demonios ha conseguido usted escapar con vida, Flashman?
—¡Bien lo puede usted preguntar, señor! —contestó Le Geyt, adelantándose a mi respuesta—. ¡Fíjese en eso! —añadió, señalando mi silla de montar.
Recordé haber sentido un golpe cerca de la pierna durante la escaramuza. Bajé los ojos y vi una navaja del Khyber con la punta clavada en mi silla de montar. Me la debía de haber arrojado uno de los
ghazi
; unos cinco centímetros más a la derecha o la izquierda y me hubiera dejado inválido a lomos de la yegua. El solo hecho de pensar en lo que hubiera podido ocurrir borró de golpe toda la bravuconería de que había estado haciendo gala hasta aquel momento. De repente, me sentí débil y cansado.
Le Geyt me afianzó en la silla y, cuando llegamos a la puerta de Elphy, me ayudaron a desmontar y los hombres se arremolinaron a mi alrededor. Eché los hombros hacia atrás y, mientras Shelton y yo subíamos los peldaños, oí que Le Geyt explicaba:
—Se ha abierto paso entre todos ellos, ¡y aún habría tenido el valor de regresar si yo no se lo hubiera impedido! ¡Quería enfrentarse él solo a Akbar, lo juro por Dios!
Aquellas palabras me levantaron un poco el ánimo mientras pensaba para mis adentros: «Cría fama y échate a dormir». A continuación, apartando a un lado a todo el mundo, Shelton entró conmigo en el despacho de Elphy y empezó a contar su historia o, mejor dicho, la mía.
Elphy le escuchó como si no pudiera dar crédito a lo que estaba viendo y oyendo. Nos miraba consternado y en su cetrino rostro los labios se movían sin articular ni una sola palabra. «Santo cielo, ¿ése es el comandante que tenemos?», volví a preguntarme. Curiosamente, no era la expresión desvalida de sus ojos ni el encorvamiento de sus hombros, ni siquiera su evidente mal estado de salud lo que más me descorazonaba, sino la contemplación de sus escuálidos tobillos, de sus pies y de las zapatillas de estar por casa que asomaban por debajo de la bata. Resultaba un espectáculo totalmente ridículo tratándose de alguien que era nada menos que el general de un ejército.
Cuando terminamos, se limitó a mirarnos fijamente y preguntó:
—Dios mío, ¿qué vamos a hacer ahora? ¡Oh, sir William, sir William, qué fatalidad!
Al cabo de un momento, sacó fuerzas de flaqueza y dijo que tendríamos que celebrar un consejo para establecer lo que se tenía que hacer. Después me miró diciendo:
—Flashman, gracias a Dios que, por lo menos, usted se ha salvado. Es como Randolph Murray, el único portador de malas noticias. Dígale a mi asistente que mande llamar a los oficiales de alta graduación, por favor, y vaya a que los médicos le echen un vistazo.
Debió de pensar que me habían lastimado y me dije entonces y me sigo diciendo ahora que era un enfermo de alma y de cuerpo. Parecía un poco «ido», tal como hubieran dicho los parientes de mi mujer.
Nos dio buena prueba de ello en las horas siguientes. Como es natural, en el acantonamiento se armó un gran revuelo y corrieron toda suerte de rumores. Uno de ellos decía, tanto si ustedes lo creen como si no, que McNaghten no había resultado muerto en absoluto, sino que había ido a Kabul para proseguir las negociaciones con Akbar. Pues bien, a pesar de haber oído mi relato, eso fue lo que Elphy acabó creyendo. El viejo estúpido se empeñó en creer lo que hubiera querido creer, en lugar de dar crédito a lo que le decía el sentido común. Sin embargo, sus ensoñaciones no duraron mucho tiempo. Akbar dejó en libertad a Mackenzie y a Lawrence por la tarde y ambos confirmaron mis datos. Los habían mantenido encerrados en el fuerte de Mohammed y habían visto las extremidades cortadas de McNaghten que los
ghazi
estaban exhibiendo como un trofeo. Más tarde, los asesinos colgaron lo que quedaba de él y de Trevor en los ganchos de los tenderetes de los carniceros del bazar de Kabul.
Evocando ahora aquellos acontecimientos, creo que Akbar hubiera preferido respetar la vida de McNaghten en lugar de matarle. Las discusiones a este respecto aún no han terminado, pero creo que Akbar atrajo deliberadamente a McNaghten hacia aquel complot contra los
dourani
para ponerle a prueba; al ver que McNaghten aceptaba, comprendió que no se podía fiar de él. Jamás había tenido intención de ejercer el poder en Afganistán estando asociado a nosotros; lo quería todo para él y la mala fe de McNaghten le ofreció el pretexto que buscaba. Sin embargo, hubiera preferido mantener a McNaghten como rehén en lugar de matarle.