Se acercó y me propinó un puntapié en las costillas. Traté de hablar, pero las primeras palabras que me salieron en un áspero murmullo fueron:
—Estoy vivo.
—De momento —dijo Gul Shah. Se agachó a mi lado y me miró con una lobuna sonrisa en los labios—. Dígame, Flashman, ¿qué se nota cuando uno se muere?
—¿Qué quiere decir? —conseguí graznar.
Señaló hacia atrás con el pulgar.
—En la calle de ahí afuera. Usted estaba en el suelo con varios cuchillos a punto de hundirse en su garganta y sólo mi oportuna intervención le salvó de correr el mismo destino que Sekundar Burnes. Lo cortaron a trocitos, por cierto. Ochenta y cinco trocitos para ser más preciso. Los contaron, ¿sabe? Pero usted, Flashman, debió de saber en aquel momento lo que siente uno cuando se muere. Dígamelo, tengo mucha curiosidad.
Comprendí que semejantes preguntas no podían presagiar nada bueno. La siniestra mirada de aquel bruto hizo que se me pusiera la carne de gallina. Pero llegué a la conclusión de que sería mejor contestar.
—Fue algo espantoso —expliqué.
Gul Shah se rió echando la cabeza hacia atrás y se balanceó sobre sus tacones mientras otros se reían con él. Calculé que en la estancia debía de haber una media docena de hombres, casi todos
ghazi
. Se congregaron a mi alrededor para mirarme con desprecio y me pareció que su aspecto era todavía más temible que el de Gul Shah.
Cuando terminó de reírse, éste se inclinó hacia mí.
—Pues aún puede ser más horrible —me dijo, escupiéndome a la cara. Apestaba a ajo.
Traté de incorporarme, le pregunté por qué razón me había salvado y entonces él se levantó y volvió a propinarme un puntapié.
—¿Por qué? —replicó en tono burlón.
No acertaba a comprenderlo y tampoco lo deseaba. Pero decidí comportarme como si todo tuviera que ser para bien.
—Le agradezco con toda el alma su oportuna ayuda, señor —le dije—. Será usted debidamente recompensado... todos ustedes lo serán... y...
—Por supuesto que lo seremos —dijo Gul Shah—. Levantadlo.
Me levantaron sin miramientos y me retorcieron los brazos a la espalda. Les dije que, si me llevaban al acantonamiento, serían recompensados generosamente, pero ellos se partieron de risa al oír mis palabras.
—Cualquier recompensa de los británicos será de sangre —dijo Gul Shah—. La suya en primer lugar.
—¿Y por qué, maldita sea? —pregunté a gritos.
—¿Por qué cree usted que impedí que los
ghazi
lo descuartizaran? ¿Para salvar su preciosa piel quizá? ¿Para entregarlo como un ofrecimiento de paz a su pueblo? —Acercó el rostro al mío—. ¿Ha olvidado usted acaso a una bailarina llamada Narriman, maldito hijo de cerdo? Una puta sin importancia para la gente como usted, a la que uno puede violar cuando le apetezca y después olvidar. Son todos iguales, ustedes los cerdos feringhees. Creen que pueden apoderarse de nuestras mujeres, de nuestro país y de nuestro honor y pisotearlos a su antojo. Nosotros no importamos, ¿verdad? y, una vez cometidas sus fechorías, cuando ya han violado a nuestras mujeres y nos han robado nuestros tesoros, se pueden ustedes reír y encogerse de hombros como si tal cosa, ¡malditos perros bastardos!
Estaba tan furioso que echaba espumarajos por la boca.
—No quería causarle ningún daño —dije yo.
Me abofeteó el rostro y se me quedó mirando entre jadeos. Hizo un esfuerzo y consiguió dominarse.
—Ella no está aquí —dijo al final—, de lo contrario, lo dejaría a usted en sus manos y ella le causaría unos sufrimientos eternos antes de darle muerte. Pero nosotros intentaremos hacer lo posible para no ser menos.
—Mire —le dije yo—, le pido perdón por cualquier cosa que haya hecho. Ignoraba su interés por aquella chica, se lo juro. Le daré todas las compensaciones que sean necesarias y en la forma que usted quiera. Soy un hombre rico, muy rico.
Le ofrecí cualquier cosa que él me pidiera a modo de rescate y compensación por la chica y me pareció que se calmó momentáneamente.
—Siga —me dijo al ver que hacía una pausa—. Es bueno saberlo.
Lo hubiera hecho, pero la cruel y despectiva mueca de su rostro me hizo comprender que se estaba burlando de mí. Guardé silencio.
—Bueno, pues estamos como al principio —dijo—. Puede creerme, Flashman, quisiera hacerle morir cientos de veces, pero el tiempo apremia. Hay otras gargantas aparte de la suya y nosotros somos impacientes por naturaleza. De todos modos, procuraremos que su tránsito sea lo más memorable posible y así usted tendrá la ocasión de volver a explicarme qué siente uno cuando se muere. Vamos.
Me sacaron a rastras de la estancia y me empujaron por un pasadizo mientras yo pedía socorro a gritos y le dedicaba a Gul Shah los peores insultos que acudieron a mi mente. Pero él caminaba delante de mí sin hacerme ni caso. Al final abrió una puerta, me hicieron cruzar el umbral y descubrí que me encontraba en un cuarto de bajo techo; abovedado y de unos dieciocho metros de largo. Esperaba que hubiera potros de tortura, empulgueras y otros horrores parecidos, pero la estancia estaba completamente vacía. El único detalle curioso consistía en que, por el centro, estaba dividida en dos por un profundo sumidero de unos tres metros de anchura y casi dos de profundidad. Estaba seco y los orificios de las paredes de ambos lados habían sido tapados con grava. Era un trabajo reciente cuya finalidad yo no acertaba a comprender.
Gul Shah se volvió a mirarme.
—¿Es usted fuerte, Flashman?
—¡Maldita sea su estampa! —le grité—. ¡Lo pagará muy caro, negro asqueroso!
—¿Es usted fuerte? —repitió—. Responda si no quiere que le mande cortar la lengua.
Uno de los bellacos me agarró la mandíbula con su vellosa mano y me acercó la navaja a la boca. Fue un argumento de lo más convincente.
—Bastante fuerte, miserable.
—Lo dudo —Gul Shah me miró sonriendo—. Aquí hemos ejecutado últimamente a dos sinvergüenzas y ninguno de ellos era un enclenque. Pero ya veremos. —Dirigiéndose a uno de los suyos, le dijo—: Que venga Mansur. Tendría que explicarle en qué consiste la nueva diversión que me he inventado —añadió, mirándome con expresión burlona—. Está inspirada en primer lugar en la insólita forma de esta estancia, con esta zanja tan grande que tiene en el centro, y, en segundo lugar en un estúpido juego al que suelen jugar los soldados británicos. Estoy seguro de que usted habrá jugado a él, lo cual será un aliciente más para usted y para nosotros. Ah, Mansur, ven aquí.
Mientras Gul hablaba entró en la estancia una grotesca figura. Por un instante, no pude creer que fuera un hombre, pues apenas levantaba un metro veinte del suelo. Era algo espantoso, literalmente tan ancho como largo, con unos enormes y nudosos brazos y un tórax como el de un simio. El tronco descansaba sobre unas piernas muy gruesas, no se le veía el cuello y su amarillenta cara era tan plana como un plato, con una fea narizota en el centro, una boca que parecía una simple rendija y un par de ojillos negros que parecían botones. Su cuerpo estaba cubierto por un espeso vello negro, pero la cabeza era tan lisa como un huevo. Llevaba un sucio taparrabo y, mientras se acercaba a Gul Shah, la luz de la antorcha que iluminaba aquel cuarto sin ventanas le confirió el aspecto de un monstruoso nibelungo, avanzando penosamente por las oscuras madrigueras de las entrañas de la tierra.
—Un maniquí precioso, ¿verdad? —dijo Gul Shah, contemplando al repugnante enano—. Su alma debe de ser tan hermosa como él, Flashman. Lo cual está muy bien, pues él será su verdugo.
Dio una orden y el enano, mirándome de reojo y haciendo con su repugnante boca una torcida mueca que yo interpreté como una sonrisa, saltó repentinamente al interior del sumidero y, dando un tremendo brinco, saltó al otro lado agarrándose por el borde y dio una voltereta cual si fuera un acróbata. Después se volvió hacia nosotros con los brazos extendidos. Parecía un asqueroso gigante amarillo en miniatura.
Los hombres que me sujetaban me colocaron los brazos delante y me ataron fuertemente las muñecas con una cuerda resistente. A continuación, uno de ellos tomó el rollo de cuerda y lo llevó al otro lado de la zanja donde estaba el enano; el maniquí emitió un sonido burbujeante, ofreció ansiosamente las muñecas y ellos se las ataron tal como habían hecho con las mías. Nos encontrábamos uno a cada lado del sumidero, atados a los dos extremos de una misma cuerda cuya parte floja descansaba en el interior de la zanja.
Nadie dio la menor explicación y, en la infernal incertidumbre de lo que estaba a punto de ocurrir, mi temple se vino abajo. Traté de echar a correr, pero ellos me sujetaron entre risas mientras el enano Mansur hacía cabriolas al borde de la zanja y chasqueaba los dedos de entusiasmo al ver mi terror.
—¡Soltadme, hijos de la gran puta! —rugí.
Gul Shah esbozó una sonrisa y empezó a batir palmas.
—Mal empezamos —dijo, sonriendo con desprecio—. Contemple esta sustancia.
Yah
, Asaf.
Uno de sus bribones se acercó al borde de la zanja con una bolsa de cuero atada al cuello. Desatándola con mucho cuidado y sosteniéndola por la parte de abajo, la invirtió de repente sobre la zanja. Para mi horror, media docena de viscosas y plateadas formas que despedían un siniestro brillo bajo la luz de la antorcha cayeron culebreando al interior del sumidero, tocaron suavemente su fondo y serpentearon con asombrosa velocidad hacia las paredes. Pero, como no pudieron subir, siguieron arrastrándose por el suelo de su extraña prisión en medio de un silencio mortal. Se adivinaba su irritada furia mientras reptaban delante de nosotros.
—Su mordedura es mortal —dijo Gul Shah—. ¿Empieza a comprenderlo, Flashman? Es lo que ustedes llaman el juego de la cuerda... usted contra Mansur. Uno de ustedes tendrá que conseguir arrastrar al otro al interior del sumidero y entonces... el veneno tarda sólo unos minutos en matar. Puede creerme, las serpientes serán más benévolas con usted de lo que hubiera sido Narriman.
—¡Socorro! —grité, a pesar de que bien sabía Dios que no esperaba ninguna ayuda.
Sin embargo, la contemplación de aquellas cosas tan repulsivas, el solo hecho de pensar en su viscoso tacto y en el pinchazo de sus afilados dientes... creí volverme loco. Me enfurecí y supliqué, pero el cerdo afgano batía palmas y se tronchaba de risa. El enano Mansur brincaba de impaciencia hasta que, al final, Gul Shah se apartó, le dio una orden y, volviéndose hacia mí, me dijo:
—Tire con todas sus fuerzas, Flashman. Y presente mis
salaams
a Shaitan.
Yo me había apartado todo lo posible del borde de la zanja y me encontraba de pie, medio paralizado por el miedo, cuando el enano dio con sus muñecas un impaciente tirón a la cuerda. La sacudida me ayudó a recuperar el sentido; tal como ya he dicho antes, el terror es un poderoso estimulante. Apoyé con firmeza los tacones de mis botas en el áspero suelo de madera y me preparé para resistir con todas mis fuerzas.
El enano sonrió y se alejó a toda prisa hasta que la cuerda se tensó entre nosotros. Adiviné cuál sería su primer movimiento, por lo que ya estaba preparado cuando se produjo el repentino tirón. A punto estuvo de levantarme los pies del suelo, pero yo me volví pasándome la cuerda por el hombro y tirando a mi vez con la misma fuerza. La cuerda se tensó como la de un arco y volvió a aflojarse; el enano me miró con desprecio y emitió una especie de silbido entrecortado. Después contrajo los poderosos músculos de sus hombros e, inclinándose hacia atrás, empezó a tirar.
Qué fuerza tenía, Señor. Resistí hasta que me crujieron los hombros y me temblaron los brazos, pero, poco a poco, centímetro a centímetro, mis tacones empezaron a resbalar por la áspera superficie del suelo hacia el borde de la zanja. Los
ghazi
daban ánimos al enano y gritaban de alegría mientras Gul Shah se acercaba al borde para observar cómo me deslizaba inexorablemente hacia el límite. Sentí que uno de mis talones resbalaba en el espacio, la cabeza me estallaba a causa del esfuerzo y me silbaban los oídos. De repente, el insoportable dolor de mis muñecas se calmó y me quedé tendido en el suelo junto al borde mientras el enano brincaba y se reía al otro lado y la cuerda se aflojaba entre nosotros.
Los
ghazi
se lo estaban pasando en grande e instaban al enano a que diera un tirón final y me arrojara al sumidero, pero él sacudió la cabeza, retrocedió una vez más y dio un pequeño tirón a la cuerda. Miré hacia abajo; parecía que las serpientes supieran lo que iba a ocurrir, pues se habían concentrado en una sibilante y ondulante masa justo bajo el lugar donde yo me encontraba. Retrocedí sudando de temor y de rabia y tiré utilizando todo el peso de mi cuerpo para tratar de hacerle perder el equilibrio, pero, a pesar de la violencia del tirón, fue como si el enano estuviera atado a un árbol.
Estaba jugando conmigo; no cabía duda de que era más fuerte que yo puesto que me había arrastrado dos veces hasta el borde del sumidero y me había vuelto a soltar. Gul Shah aplaudió y los
ghazi
lanzaron vítores de júbilo; después Gul dio una orden al enano y comprendí horrorizado que estaban a punto de acabar conmigo. En mi desesperación, me alejé rodando desde el borde y me levanté; tenía las muñecas destrozadas y ensangrentadas y las articulaciones de los hombros me ardían a causa del esfuerzo. Cuando el enano volvió a dar otro tirón, me tambaleé hacia adelante y, al hacerlo, a punto estuve de arrastrarlo, pues el muy bruto esperaba una resistencia mucho mayor y poco faltó para que perdiera el equilibrio. Tiré con fuerza, pero él se recuperó a tiempo y me miró con rabia, soltando un silbido mientras golpeaba el suelo con los pies para asentarlos en él con firmeza.
Cuando finalmente estuvo preparado, empezó a tirar de nuevo de la cuerda, pero no con todas sus fuerzas, pues sólo me arrastraba un par de centímetros cada vez. Supongo que lo hacía como una especie de repugnante refinamiento final; luché como un pez atrapado en un anzuelo, pero no había forma de resistir aquel terrible y continuado tirón. Me encontraba a unos tres metros del borde cuando él me dio la espalda, tal como suelen hacer en tales contiendas los miembros de uno de los equipos cuando ven que los del otro ya se han dado por vencidos. Entonces comprendí que, si quería aprovechar la última y desesperada ocasión que me quedaba, tendría que hacerlo en aquel momento en que todavía se me ofrecía un poco de espacio para maniobrar. Recordé que había estado casi a punto de hacerle perder el equilibrio con un aflojamiento accidental. ¿Y si pudiera hacer lo mismo de una forma deliberada? Haciendo acopio de las últimas fuerzas que me quedaban, planté firmemente los tacones en el suelo y di un tremendo tirón; el enano se volvió a mirarme por encima del hombro mientras su repulsivo rostro se contraía en una mueca de sorpresa. Después sonrió y volvió a tirar echando el cuerpo hacia atrás. Mis pies empezaron a resbalar.