¡Hágase la oscuridad! (13 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: ¡Hágase la oscuridad!
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Con una reacción de admirable talento y quizá pensando que se trataba de una demostración que sus superiores se habían olvidado de comunicarle, el sacerdote empezó a gritar:

—¡Mirad! ¡Un Milagro! ¡Una muestra de la infinita bondad del Gran Dios! ¡Distribuye a cada uno lo que se merece!

Inmediatamente, en respuesta a sus últimas palabras, la bandeja avanzó hacia él, decidida a romperle la crisma, pero el sacerdote se agachó y levantó la vista rápidamente. La bandeja invirtió su trayectoria, hizo marcha atrás y avanzó de nuevo. El sacerdote volvió a agacharse, pero esta vez no miró hacia arriba. Entonces la bandeja se detuvo bruscamente, como si fuese un halo de cobre, encima de su cabeza inclinada y cayó en vertical, golpeando dos veces aquel cráneo rasurado, produciendo un ruido metálico.

El sacerdote lanzó un alarido de dolor y sorpresa y sólo entonces se acordó de conectar su inviolabilidad.

La bandeja se elevó en el aire y siguió flotando inmóvil.

Para entonces, en el templo ya había signos de un estallido de pánico, o mejor dicho, de un tumulto. Una parte de los fieles se precipitó a cuatro patas por entre los bancos en busca de las monedas caídas. Otros se lanzaron, asustados, hacia la puerta, aunque la mayor parte seguía mirando hacia arriba y, excitados, se propinaban codazos con gesto suspicaz.

En respuesta a una orden dada con urgencia y precipitación, el organista empezó a atacar una melodía solemne y ruidosa. Había sido una buena idea, pero la solemnidad no duró mucho. Tras un rebuzno discordante, el ritmo cambió y se aceleró. El organista contempló la partitura horrorizado y, totalmente desbordado por los acontecimientos, siguió pulsando las teclas frenéticamente. Después las gargantas doradas del órgano graznaron los sones seductores de algo que los sacerdotes y la mayoría de los fieles reconocieron como una de las canciones más recientes y populares que podían oírse en las casas de las Hermanas Caídas.

Las radiaciones que estimulan el sistema nervioso parasimpático pueden tener efectos imprevistos y desencadenar respuestas instintivas, animalescas. Pocos al principio, pero un número creciente de fieles empezó a balancearse, a retorcerse, a dar vueltas y a bailar en medio de un éxtasis casi religioso. Gritaban, lloraban, jadeaban y gruñían como animales, como si asistiesen a la orgía previa a la caza de un mamut en vez de a un simple servicio religioso.

En un ala lateral, un grupo de fieles golpeó a un sacerdote e hizo caer la bandeja de la colecta que todavía sostenía. Las monedas rodaron en todas direcciones. Otros fieles se lanzaron a cuatro patas por entre los bancos para atraparlas, pero algunos de los que lo habían hecho anteriormente olvidaron la búsqueda de las monedas y empezaron a revolcarse, gimiendo y aullando con devoto fervor. Algunos se abrazaban.

Entonces el órgano empezó a reír como un loco, con un sonido mecánico y la bandeja de la colecta que fintaba en el aire descendió súbitamente y pasó rozando las cabezas de la multitud, como un murciélago de cobre, para enfilar finalmente en dirección hacia el altar y precipitarse ruidosamente contra la imagen del Gran Dios. A la vista de esto, la mayor parte de los fieles, enloquecidos de miedo, huyeron hacia la puerta.

De pronto, se oyó un formidable rugido que no provenía del órgano; los que huían se detuvieron en seco; los danzantes que no estaban completamente sumergidos en el éxtasis, miraron a su alrededor con ojos aterrorizados y todos se estremecieron al oír aquel sonido.

Una voz severa llenó la Catedral.

—¡Que nadie se mueva! Hay un demonio de Satanás entre nosotros. Todos los fieles serán examinados para ver quién es el pecador, el poseído. Volved a los bancos. El que se acerque a la puerta conocerá la ira del Gran Dios.

Para apoyar tal declaración, una docena de diáconos vestidos de negro se alinearon ante la grandiosa puerta de forma ojival, portando cada uno de ellos una vara del rayo de la ira.

El Hombre Negro que seguía al gentío que avanzaba hacia la puerta, sintió un repentino cambio en sus emociones lo que indicaba que las radiaciones parasimpáticas habían sido sustituidas por las simpáticas. Tampoco aquélla era una medida adecuada, aunque los fieles que bailaban y se revolcaban por el suelo, se detuvieron casi inmediatamente, ya que las radiaciones simpáticas provocaban el miedo. La multitud dio un salto desigual hacia adelante, como animales a punto de iniciar una estampida, pero los diáconos alzaron sus armas y la multitud se detuvo bruscamente.

El brazo derecho del Hombre Negro, curvado sobre su flanco, se movió ligeramente en busca del contacto y se inclinó un poco hacia la izquierda para contrarrestar el peso del lápiz de fuerza.

Un diácono que estaba en el centro de la hilera se volvió bruscamente hacia el hombre que estaba a su lado y mientras se frotaba el codo, se le oyó susurrar claramente:

—¡Presta atención, imbécil!

El otro, también diácono, se volvió enfurecido hacia él:

—¡Has sido tú quien me ha golpeado!

Un altercado similar se reprodujo al otro extremo de la fila. Se oyeron otros insultos y todos los diáconos acabaron envueltos en alguna disputa; empujones, empellones, puños alzados, amenazas. Tal vez los diáconos no habían recibido una educación tan refinada como la de los sacerdotes.

El demonio de la discordia seguía planeando entre ellos. La estimulación del sistema simpático, tan favorable a provocar la cólera como el miedo, lanzaba a unos contra otros y menudearon los puñetazos. La fila de diáconos se había convertido en un puñado de hombres que luchaban entre ellos enconadamente. Algunos habían dejado caer las varas del rayo de la ira; otros las usaban como bastón.

Aquella contienda inexplicable y el hecho de que hubiese quedado un camino libre para escapar, fue suficiente para que la multitud, aterrorizada, se lanzase fuera de la Catedral, como una marea.

8

El arcipreste Goniface emergió de repente del abismo negro e infinito del sueño.

Un primer sueño. Un sueño tan profundo, tan primitivo que no era ni visual, ni sonoro. Horror. Un torbellino en la oscuridad que era él mismo. Esfuerzo. Él mismo luchando en vano contra aquella fuerza. Dolor agudo y penetrante. Algo esencial le era arrancado para usarlo contra él. Era su secreto, su única debilidad. Aquella que podía destruirle. Un espasmo convulso, un torbellino vano y angustioso.

Después, su sueño más preciso. Vagaba en medio de los cadáveres de aquellos a los que él mismo había matado porque conocían su secreto; inmóviles, pálidos, rígidos. Todos ellos se hallaban tendidos encima de mesas bajo una luz deslumbrante. Ahora se sentía seguro. De repente, tres mesas más allá, uno de los cadáveres se sentó bruscamente. Era una muchacha cuyos cabellos negros cubrían unos hombros de mármol. La joven extendió un dedo hacia él, abrió la boca y dijo:

—Te llamas Knowles Satrick. Eres hijo de un sacerdote. Tu madre era una Hermana Caída. Has infringido la ley que la Jerarquía guarda con mayor celo. Eres un impostor.

Goniface corrió hacia ella para obligarla a tenderse de nuevo y cerrarle la boca, pero en cuanto sus dedos la tocaron, la muchacha se escapó. Él la persiguió por entre las mesas. Algunas volcaron. Luego, tropezaron con el cadáver de su madre, pero siguió corriendo y dando vueltas. El arcipreste se tambaleaba y jadeaba. La chica seguía eludiéndole y gritando en alta voz:

—¡Desenmascarad al arcipreste Goniface! ¡Se llama en realidad Knowles Satrick! ¡Su padre era sacerdote!

Los demás cadáveres abrieron la boca y empezaron a vociferar:

—¡Knowles Satrick! ¡Hijo de un sacerdote!

El mundo entero parecía gritar aquella frase y millones de manos se alzaban contra él. De repente, se convirtió en un niño y su madre, para avergonzarle, murmuraba agriamente:

—¡Hijo de un sacerdote!

Ya cercano el despertar, surgieron los recuerdos. La cara blanca de su media—hermana, Geryl, que le miraba. Su cabello negro flotando, mientras caía desde el puente hacia el torrente que rugía bajo sus pies. Su secreto finalmente se hallaba a salvo. Después, la Sala del Consejo Supremo y la miniatura solidográfica de una mujer madura que mostraba la misma expresión de odio y la misma implacable determinación que la de aquella muchacha inmadura, mientras caía en el torrente. La misma cara. Geryl. Sharlson Naurya. Su secreto surgía del pasado y cobraba vida.

Después una alucinación. Estaba allí donde debía estar, en sus aposentos del Santuario. La gris oscuridad le permitía percibir el contorno de la habitación y la silueta, al pie de su cama, de una grotesca forma antropoide más esquelética que cualquier simio y muy peluda. Pero sólo fue visible por un momento. Después desapareció de su vista y oyó el ligero rumor de pisadas de unas patas minúsculas.

Al despertar, se sentó respirando con dificultad, mientras sus ojos se familiarizaban con las formas de la habitación y reconocían de nuevo los objetos familiares en la semioscuridad. Era extraño el modo en que su último sueño había reproducido las formas de la habitación, casi, tal y como eran en la realidad; pero había sueños como aquél. Tal vez los sacerdotes rurales, con sus historias de seres peludos en cuclillas sobre sus pechos, habían sido los responsables de este último.

Sintió un ligero dolor en la espalda, el eco de otro sueño.

Era desagradable que los recuerdos del pasado se entrometieran en sus sueños, pero así era la mente de los hombres; nada se olvidaba completamente.

Y, por otra parte, ¿qué importancia podía tener? El secreto de su nacimiento ya no era preocupante. Lo había sido, cuando era un sacerdote del Primer Círculo, pero ahora era demasiado poderoso para que una acusación como aquélla pudiera afectarle o ponerle en peligro.

Sin embargo, si Geryl hubiera escapado realmente y fuera Sharlson Naurya y si los Moderados conseguían atraparla, podían ponerle en un aprieto. Sería mejor que Deth la encontrara y la sacara de circulación lo más rápidamente posible.

La joven parecía pertenecer a la Brujería. ¿Conocía la Brujería su relación con Sharlson Naurya y querían usarla contra él? Si era así, ¿por qué había desaparecido? ¿Qué otra utilidad podía tener la muchacha si no era para acusarle de ser el hijo de un sacerdote y de haber entrado ilegítimamente en la Jerarquía?

Mientras reflexionaba, los pensamientos de Goniface iban adquiriendo mayor amplitud hasta que, casi sin darse cuenta, se encontró examinando en su imaginación el vasto imperio de la Jerarquía.

Afuera, en la oscuridad de la noche —y también en el lado iluminado de la Tierra — había algo que estaba socavando aquel vasto imperio, como los ratones pueden roer las mallas de una inmensa red. La Nueva Brujería se hacía cada día más audaz. Se extendía de la campiña a los pueblos y de los pueblos a las ciudades. Ayer mismo se había manifestado en la propia Catedral.

Reflexionaba principalmente sobre el problema de la dirección de la Brujería. Allá afuera, en algún lugar, existía una mente tan obstinada que osaba desafiar a la Jerarquía. Al margen de todo lo demás, aquella mente fascinaba a Goniface. ¿Venia del más allá? Resultaba poco verosímil. Su origen debía buscarlo más cerca, en casa.

De pronto, uno de los televisores del panel que se hallaba al lado de su cama se iluminó y en él apareció el rostro de uno de los sacerdotes del Cuarto Círculo que estaba de servicio en el Centro de Comunicaciones.

—Lamento importunaros, Augusta Eminencia… —empezó a decir el sacerdote.

—¿Qué ocurre?

—Empezó hace más o menos una hora. Se trata de un incremento evidente y repentino de las manifestaciones de la Brujería. Han llegado mensajes de todos los rincones del planeta. Se han producido escenas de pánico en varios santuarios rurales y al menos dos de ellos han sido abandonados por los sacerdotes que los ocupaban. Hemos recibido un mensaje confuso y ambiguo de Neodelos. Dicen también que se han visto bestias de algún tipo, o fantasmas de bestias, en nuestra ciudad. Numerosos sacerdotes locales informan de alucinaciones (o de algún tipo de persecuciones) y reclaman medidas. Ha habido un tumulto provocado por el pánico en el dormitorio de los novicios.

—¿Puedes decirme —preguntó Goniface— si se han aplicado las medidas previstas para este tipo de emergencias?

El rostro en el televisor afirmó con la cabeza.

—Sí, por lo que yo sé. Pero el jefe de Comunicaciones desea consultaros algo. ¿Hago la conexión?

—No —respondió Goniface—, ahora voy.

El televisor se apagó. Goniface pulsó un interruptor y una suave luz inundó la espaciosa habitación de una austeridad espartana.

El arcipreste se levantó rápidamente de la cama en que había estado tendido y entonces —movido por un impulso repentino— miró hacia atrás.

Inmediatamente recordó el dolor agudo que había experimentado durante el sueño.

En el centro de la cama en la que había dormido había otra huella de su sueño, una huella muy distinta.

Una pequeña mancha de sangre.

9

La segunda noche de terror había empezado, en Megatheopolis, añadiendo una terrible amenaza al silencio y a la oscuridad del toque de queda. Aquel día se habían elevado rogativas especiales al Gran Dios, tanto en la Catedral como en las diferentes capillas, para recabar protección contra las fuerzas del mal. Por todas partes se murmuraban historias de extraños fantasmas que, la noche anterior habían atacado incluso a los sacerdotes. El número de fieles que acudían a confesar sus pecados era tan elevado que los sacerdotes no daban abasto. Una multitud histérica, antes de que hubiera podido ser dispersada, había linchado a dos viejas arpías que todos conocían como brujas. Todos miraban con suspicacia a su vecino, preguntándose si no sería un aliado de Satanás. Una hora antes del toque de queda las calles estaban prácticamente desiertas.

A lo largo del laberinto de calles tortuosas, muy cerca de los tejados bajos, el Hombre Negro flotaba y planeaba encantado en aquella atmósfera de terror y ansiedad, al igual que un actor disfruta al saber que la obra en la que actúa está teniendo éxito. Por encima de la Catedral, el halo del Gran Dios brillaba con una potencia dos veces mayor que la habitual y todo el Santuario estaba brillantemente iluminado. Unas calles más abajo el rayo buscador de la patrulla de diáconos se movía incesantemente, pero en el resto todo era oscuridad.

El Hombre Negro avanzaba como un nadador en la profundidad y se propulsaba modificando la dirección e intensidad de los lápices de fuerza que rodeaban su antebrazo. El campo repulsor que generaba el vestido que ceñía su cuerpo era suficiente para contrarrestar la fuerza de la gravedad a tan escasa altura. El campo también tenía la propiedad de absorber —excepto en el lugar correspondiente a los órganos sensoriales— todas las radiaciones de energía que convergían hacia él. A su vez, dichas radiaciones energéticas aumentaban la potencia del campo.

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