Los dedos del Hombre Negro manejaban con soltura los controles. Los ojos relucientes escrutaban la miniatura solidográfica de la casa embrujada instalada ante él. A través de las fantasmales paredes proyectadas, veía pequeños maniquíes de túnicas escarlatas huyendo del lugar. Después, cuando llegaban al límite del campo visual del mecanismo, desaparecían bruscamente. Contempló también cómo el hermano Chulian se perdía cojeando tras ellos.
Una sonrisa de satisfacción, aunque algo crispada, sustituyó a la expresión de intensa concentración. La nariz corta, los cabellos rojos cortados a cepillo y erizados, acentuaban su expresión diabólica.
El Hombre Negro murmuro:
—Cada vez me gusta más ese hombrecillo rechoncho. ¡Se asusta tanto y de un modo tan divertido!
Después, dio un salto atrás. Una luz cegadora había invadido la pequeña escena.
—¡Ah! Finalmente han decidido hacer explosionar la casa —gritó—. ¡Pero Satanás será quien ría el último!
El Hombre Negro acercó un micrófono a sus labios e hizo estallar una risa demoníaca.
Fue como la erupción de un volcán. La casa embrujada ardió bajo las llamas, se retorció y acabó consumiéndose. Los cuatro sacerdotes del montículo habían recibido finalmente la orden de activar el fulminador, pero el humo y las llamas rojas sugerían más el infierno que el cielo y de la muchedumbre surgieron gritos de dolor entre aquellos fieles que habían resultado seriamente quemados por las rachas de calor surgidas de aquel aparato manejado sin precaución. Otros fieles intentaban subirse a los tejados más cercanos.
La casa embrujada se derrumbó finalmente y dejó de existir, pero de entre las ruinas en llamas, consumidas por el calor, surgió una risa terrible y triunfal.
El Hombre Negro dejó los controles y se levantó, contemplando el gran teclado con pesar.
—¡Lástima que ya no podamos seguir utilizándola! Era divertido hacerla funcionar. La echaré en falta, Naurya.
—Pero ha valido la pena —observó ella con seriedad.
—¡Por Satanás, cierto que sí! Fieles riéndose de los sacerdotes. Eso ya es un gran éxito. Pero esos pobres diablos van a lamentar haber reído cuando la Jerarquía les doble el diezmo. En cualquier caso se trataba de un instrumento muy práctico y tengo derecho a lamentarme de que lo hayamos perdido. Mira: esta primera hilera de mandos controlaba las paredes; la de debajo, suelos y techos. No te imaginas las horas que he dedicado a practicar y desarrollar la técnica requerida para lograr esos trucos; como el de aspirar a ese tipo y después escupirlo de golpe. Da un montón de problemas.
»La tercera hilera, puertas y ventanas. La cuarta, ventiladores y esos muebles que decidimos dotar de animación. Incluyendo ese diván que tanto amaba al hermano Chulian.
El Hombre Negro acarició con ternura una docena de clavijas.
—Dime —preguntó Sharlson Naurya, inclinándose con curiosidad sobre el tablero—, ¿la gente de la Edad de Oro vivían siempre en casas como esta que gastaba bromas?
—¡Por Asmodeo, no! Esta casa era de un cierto esnobismo, creo, y resultaba muy caro. La idea era tener una casa que pudiera cambiarse de forma para acomodarla a tus caprichos. Digamos, por ejemplo, que tienes muchos invitados a una fiesta y necesitas una sala de baile de mayor tamaño. Basta con activar los controles adecuados y ya está; las paredes retroceden. Y también, ¿por qué no hacer una habitación de forma oval u octogonal mientras estás en ella? Igual de simple.
Rió con alegría.
—Evidentemente, las transformaciones ocurrían lentamente, pero cuando nuestras investigaciones mostraron que el viejo mecanismo seguía en funcionamiento, fue muy simple aumentar la potencia y la rapidez, de forma que la vieja casa pudiera bailar una jiga si era necesario. Luego conectamos los controles a distancia y eso fue todo.
Sharlson Naurya sacudió la cabeza.
—No puedo dejar de pensar que la comodidad y el lujo de una casa como ésa es más bien repugnante. Te das cuenta, hacer que se mueva una silla a través de la habitación porque uno tiene pereza de andar. O cambiar la forma de un diván para que te rasque la espalda. Suena demasiado voluptuoso.
El Hombre Negro frunció la nariz con disgusto.
Como si fuera un bufón de los de antaño, con aquella túnica negra que dejaba al aire piernas y brazos, se dio la vuelta y apuntó contra Naurya un dedo burlón.
—Te has dejado contaminar por la moral del trabajo que la Jerarquía recuperó de los mugrientos tiempos pasados —le acusó con tono irónico—. Por otra parte, ninguno de nosotros escapa a ello. Por suerte para mí, en mi caso se ha convertido en una necesidad irresistible de gastar bromas complicadas y laboriosas.
Naurya le miró intensamente, apoyando el brazo en el borde del teclado de control que ocupaba casi toda la pequeña habitación vacía, de las paredes desnudas y sin ventanas. El Hombre Negro se reclinó en el sillón acolchado que había ante los controles que constituía el único mobiliario de la habitación y contempló a la muchacha con interés. Ella parecía más juiciosa y con mayor experiencia que él, por sus rasgos fríos y decididos y aquellos ojos enigmáticos.
—¿Son esas bromas complicadas tu objetivo en la vida? —preguntó finalmente la joven—. He estado mirándote mientras manipulabas esos controles. No has dejado de sonreír mientras contemplabas las pequeñas siluetas rojas, como si tu única ambición en la vida fuera la de jugar el papel de un maléfico semidiós.
—¡Ah, debo reconocer que ésta es una de mis debilidades! El telesolidógrafo siempre te produce esa sensación de sentirte como un dios. Tú misma debes haberla experimentado. ¡Confiésalo!
Ella asintió con la cabeza.
—Es cierto. ¿Cómo funciona? Ésta es la primera vez que he visto uno.
—¿De verdad? Teniendo en cuenta tus relaciones con Asmodeo me había imaginado otra cosa.
—No sé nada de Asmodeo —negó, reforzando lo dicho con un movimiento de cabeza.
El Hombre Negro la miró con ojos penetrantes.
—Pues él tiene un gran interés por ti, como si fueras la más importante de todos nosotros. —La muchacha no respondió—. Pero tú debes conocer la tarea que te ha reservado, Naurya. ¿Quieres decir que Asmodeo te ha confiado esta tarea como hace conmigo, por comunicación indirecta? —Él la contempló un largo rato y después se encogió de hombros negligentemente—. Puedo creer que no le conozcas. Nunca he conocido a ninguna bruja ni a ningún hechicero que le haya visto, ni siquiera yo mismo y, de alguna forma, ocupo el segundo puesto. Tan sólo recibo órdenes que me vienen de arriba. Eso es él para todos nosotros. Una fuente invisible de instrucciones. Un jefe invisible. El gran misterio.
Su voz dejaba traslucir una cierta amargura teñida por los celos. Después, cambiando de posición, hizo sonar los dedos con impaciencia y prosiguió:
—Pero si Asmodeo te confía la dirección de nuestro cuartel general aquí en Megatheopolis y me pide que te proteja, supongo que es correcto que te explique el funcionamiento del telesolidógrafo. En realidad se trata de algo simple. El solidógrafo de la Jerarquía es un proyector cinematográfico en tres dimensiones. El telesolidógrafo es algo parecido, excepto que el múltiple rayo primario es invisible, de largo alcance y gran poder de penetración; y sólo proyecta una imagen visible tridimensional cuando llega al punto focal. Se parece a un vaporizador con un chorro extremadamente delgado. Por ejemplo, si deseamos mostrar unos pies desnudos brincando por encima del suelo, o cualquier otra cosa, fabricamos un solidógrafo y pasamos las cintas por el proyector. ¡Fantasmas a voluntad! Las manifestaciones sonoras funcionan más o menos de la misma forma.
»El instrumento que utilizo es algo más complicado, por supuesto. Es a la vez emisor y receptor. De ese modo logro una imagen reducida de la región focal para poder tener una guía al activar y operar los fantasmas y manipular los controles remotos de la casa…
»Todos nuestros trucos son como éstos, Naurya. Pequeñas mejoras de la ciencia de la Jerarquía. Tan pronto como los sacerdotes descubran la pista correcta, es sólo cuestión de tiempo el que encuentren las respuestas. Ya casi han empezado a hacerlo. Congelar las paredes con el rayo de entropía cero no fue mala idea.
»Por eso he utilizado con mucho cuidado el telesolidógrafo (una de nuestras principales bazas y hay que reservarla) y he abusado de los controles de la casa, porque no podemos esperar que siga siendo un misterio mucho tiempo. Sólo he usado el telesolidógrafo con el primer sacerdote y con Deth. —Sonrió al recordar este punto—. Es sorprendente que un truco como ése haya podido asustar tanto a nuestro querido diácono. Pero cuando Asmodeo te envía una detallada biografía—del—miedo de un hombre, no es difícil encontrar el punto vulnerable, incluso en el caso de un cruel criminal como el diácono. ¿Cuál es el problema, Naurya? ¿Es Deth tu bestia negra?
La chica negó con la cabeza, pero sus ojos seguían reflejando un odio mortal.
—El hombre que está tras él —respondió con suavidad.
—¿Goniface? ¿Por qué? Ya sé que la tarea que te han reservado afecta a Goniface. ¿Hay algo personal en ello? ¿Quizá venganza?
Ella no respondió. El Hombre Negro se levantó.
—Hace un rato me preguntaste sobre mis objetivos. ¿Cuáles son los tuyos, Sharlson Naurya? ¿Por qué eres una bruja, Perséfona?
Ella pareció no haberle oído y al cabo de un momento cambió de expresión.
—Me pregunto qué le sucederá a Armon Jarles.
Él la miró rápidamente.
—¿Está eso entre tus objetivos? Me pareciste herida cuando se rebeló la otra noche. ¿Estás enamorada de él?
—Quizá. Él, al menos, tiene una motivación más profunda que el gastar bromas complicadas. Hay algo profundo y sólido en él; como una roca.
El Hombre Negro rompió a reír.
—¡Demasiado sólido! Por otra parte, siento que le hayamos perdido. Necesitamos hombres, ¡por Satanás! Hombres capaces. Y son precisamente esos los que utiliza la Jerarquía.
—Me pregunto qué va a ocurrirle —insistió ella.
—Nada agradable, me temo.
Armon Jarles, acurrucado allí donde las sombras eran más oscuras, intentaba establecer un plan de acción, pero la profunda quemadura que le había producido en el hombro un rayo de la ira le había provocado fiebre. Por eso, la música de danza muy sincopada y las risas histéricas que surgían de la casa que se hallaba tras él, adquirían un significado maléfico y provocaban visiones de pesadilla en su mente agitada por el dolor.
Aquél era el único lugar de Megatheopolis en el que se permitían algunas transgresiones del toque de queda. Era el barrio de las Hermanas Caídas. Abundaban en el lugar las formas furtivas, sacerdotes sin halo, momentáneas ráfagas de luz, puertas que se abrían y cerraban con suavidad, silbidos, cuchicheos, proposiciones murmuradas con voz ronca y con una alegría ficticia que dejaban entrever una desesperada melancolía. Una joven de gran belleza, que se hallaba de pie ante un portal, le había visto pasar. Su rostro era muy pálido e iba vestida muy ligeramente. El aspecto de Jarles debía ser horrible; el de un hombre acorralado. Al verle, los ojos de la muchacha se habían dilatado por el terror y había gritado, lo que había desencadenado una nueva persecución.
Los perseguidores se habían desorientado siguiendo una pista falsa, pero iban a volver. Seguro que volverían.
Debía trazarse un plan.
La fiebre le impedía tener hambre, pero sentía la garganta seca. Las sandalias, de mala calidad, herían sus pies hinchados. Ahora se daba cuenta de cómo los dos años pasados en el Santuario le habían ablandado y debilitado.
Pero lo peor era el roce de su hombro herido contra aquella túnica robada, de tejido áspero.
Debía concebir un plan.
Había pensado en dejar Megatheopolis, pero era muy difícil esconderse entre los campos bien cultivados y si los campesinos eran tan sólo la mitad de hostiles que habían resultado ser los fieles de Megatheopolis…
Debía…
Pero la música sinuosa llegó de repente a un paroxismo exacerbado que conjuró la horrible visión de la cara de su madre fatigada por el trabajo. Incluso ahora le era difícil aceptar que ella le había traicionado y que su padre y su hermano habían hecho lo mismo y en su propia casa. El único lugar en el que había estado seguro de poder encontrar refugio. Ni siquiera la reacción fría, hostil y marcada por el pánico que habían tenido al verle le había puesto en guardia. Pero las miradas furtivas que intercambiaron —y aquel encargo misterioso que su hermano fue a realizar— le habían forzado, finalmente, a aceptar la verdad. Casi demasiado tarde, ya que escapó por muy poco a los diáconos que su hermano había ido a buscar. Fue entonces cuando le habían quemado con el rayo de la ira. Fue entonces cuando supo que habían puesto precio a su cabeza. Una recompensa que todos los fieles debían estar deseando ganar.
Tuvo que pelearse con su padre y derribarle cuando el anciano intentó retenerle.
El rostro de su madre, borroso como si lo percibiera a través de oleadas de aire cálido y vibrante, pareció burlarse de él en la oscuridad. Jarles extendió la mano en un gesto que intentaba borrarlo.
«Quizá debería estar satisfecho de su reacción», se decía a sí mismo, mientras tenía la impresión de que todo el universo basculaba a su alrededor. Gracias a ella había podido ver que, en el fondo de sí mismos, los Fieles alimentaban un odio por la Jerarquía más feroz del que podía imaginarse. Un sacerdote apoyado por la Jerarquía debía de ser temido, adulado y casi reverenciado, pero cuando un sacerdote era repudiado por esa misma Jerarquía, surgía una posibilidad de dar rienda suelta a su odio. Ahora eran los fieles quienes le perseguían, fieles conducidos por diáconos, pero fieles al fin y al cabo.
Dos años atrás, había superado los exámenes muy decidido a trabajar para mejorar la moralidad y las condiciones de vida de los fieles y para colaborar activamente en la llegada de la Nueva Edad de Oro. Jarles creyó incluso, que podría ayudar a su familia.
Pero hoy mismo, su familia le había hecho comprender que ya no era uno de sus miembros, que se había convertido en algo que, al mismo tiempo, era más y menos que un hombre: un sacerdote; un ser inhumano.
—¡Mirad! ¡Aquí está!
Jarles se encogió, al principio, cegado por el rayo buscador del proyector. Después, sintiendo un dolor agudo que laceraba sus músculos, se lanzó hacia adelante y corrió para alcanzar el callejón del otro lado de la calle. Un rayo de la ira crepitó sobre la pared de enfrente.