Hades Nebula (12 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
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Sí... yo corría... yo... ¡Yo gané!

Sí, ganaste, tesoro, porque eres un luchador. Mírate ahora... tus brazos no son débiles, tus rodillas no son débiles. Tesoro, eres un Titán entre los hombres. No dejes que nadie te haga creer otra cosa. Otra vez.

Dozer abrió los ojos de nuevo, y la luz del pasillo, blanca y estéril, lo inundó. Estaba en el suelo, y una sombra alta y terrible se acercaba por sus pies. Instintivamente, dobló las rodillas para retirarlas.

Era Isidro, precipitándose hacia él con las manos extendidas.

—Yo soy el Señor de los Muertos, Dozer —exclamaba. Su voz era negra y profunda, como si brotase de un abismo—. Y tú caminarás a mi lado, porque serás mi Favorito.

Y se abalanzó sobre él, con los largos dedos extendidos y trocados en garras. Dozer lo recibió, y al mover los brazos percibió que el efecto de pesadez había desaparecido. Sus hombros eran otra vez fuertes y contorneados, y aunque su corazón seguía amenazando con descarrilar, empezaba a condensar una creciente rabia en su interior. Se trabaron en combate, rodando por el suelo en una vorágine de movimientos confusos. El sacerdote movía sus brazos como si buscara alcanzarle, pero Dozer lo rechazaba una y otra vez con golpes fuertes y enérgicos. Cuantos más golpes propinaba, más furioso estaba y más empeño ponía.

Sus dedos se abrían y cerraban como las pinzas de un cangrejo, y daban dentelladas en el aire.

Busca mi puto corazón, se dijo en un breve instante de lucidez. El cabrón quiere atravesar mi puto corazón
.

En una de las vueltas, ambos quedaron enfrentados, cara con cara. La lengua del padre era un obsceno apéndice de un color sanguinolento, que se retorcía como una serpiente; y en sus ojos llameaban las ascuas de algún infierno interior. La lengua le recorrió la mejilla, y Dozer gritó, sintiendo un asco infinito: olía peor que un kilo de carne en descomposición. Pero por fin, arqueando la espalda y doblando los codos, consiguió dar la vuelta a la situación y ponerse encima de él.

BUM, BUM, BUM, BUM
.

—¡NO! —Gritó Dozer, levantando ambos puños por encima de su cabeza como si blandiese un martillo invisible. Los dejó caer sobre el rostro retorcido de su enemigo, consumido por una mueca de sorpresa, mientras Dozer gritaba repetidamente—: ¡NO, NO, NO, MI CORAZÓN NO, HIJO DE PUTA!

El sacerdote intentaba derribarlo, tirando de su ropa y arañándole el pecho con las uñas, pero sus intentos eran cada vez más y más fútiles. Con cada ataque, el rostro de Isidro se iba tornando más y más irreconocible: las mejillas se cuartearon como si su piel fuera un pergamino viejo, el párpado derecho se hinchó como un huevo y un chorro de sangre brotó de su nariz, embadurnando sus mejillas y los dientes expuestos.

Continuó infligiendo golpes durante un buen rato, hasta que las manos del sacerdote cayeron inertes a ambos lados. Después, permaneció subido sobre él, rodeando su cuerpo con ambas piernas y jadeando,
como cuando era pequeño y tenía asma
, entrecortadamente. Se miró los puños, cubiertos de sangre negra, y tan pronto se dio cuenta de que había ganado, experimentó una súbita sensación de euforia. Cerró los ojos, intentando recobrar el ritmo respiratorio... aspiraba y expulsaba el aire como un viejo fuelle con demasiados remiendos, sibilante y de forma descompasada, pero después de un rato, empezó a recuperar el control. Aún percibía sus propios latidos, pero ya no parecía el galope de un búfalo a punto de embestir, sino una vieja maquinaria que ha recuperado el conocido y viejo ritmo de la vida.

BUM. Bum, bum, bum... bum
.

Pero cuando abrió los ojos otra vez, un inesperado fogonazo de luz, intenso como el
flash
de una cámara, le cegó por unos segundos. El pasillo pareció girar entonces noventa grados, y Dozer se sintió transportado, como si cayera hacia un destino desconocido. La sensación, sin embargo, duró sólo un infinitesimal instante; casi en el mismo momento se encontró otra vez en una habitación donde las paredes le eran conocidas. En una esquina, tremolaban las cortinas que nunca corrió.

Se incorporó, todavía aturdido. Estaba tendido sobre la cama, hecho un ovillo. Las mantas habían caído al suelo, cubriendo parcialmente todos los alimentos y botellas de agua que había dispuesto. No los había movido a ninguna parte. Ni siquiera él se había movido a ninguna parte. Se dejó caer sobre la almohada, sintiendo que el mareo y la sensación febril desaparecían poco a poco. Sus pulmones se llenaron de aire, y esta vez no hubo silbidos ni sensación de ahogo.

Que me jodan... que me jodan si no he estado luchando con esta mierda... ¿Y sabes qué?, ¿sabes qué, mamá, Uri...? He ganado. Joder que si he ganado. Dozer gana. Virus de mierda pierde.

Y tumbado en la cama, en la soledad del edificio y casi de la ciudad, rodeado por una marea de muertos vivientes, Dozer empezó a llorar. No había pensado en su madre desde que empezó todo aquello, simplemente porque no se había atrevido a darse ese lujo, pero de alguna forma, sentía hasta en el último poro de la piel que no había estado solo.

Hemos ganado, mamá. Uri... hemos ganado
.

Y otra vez se quedó dormido, pero sin sueños.

9. LA CÁMARA DE LOS HORRORES

—Antes de continuar —explicó Romero— quisiera pedirle algo.

Habían llegado al interior del Palacio de Carlos V, y habían estado un rato cruzando salas y corredores. A Aranda no se le escapó el hecho de que hubiera soldados apostados por todas partes. Incluso en lugares donde su presencia parecía innecesaria, había al menos tres hombres en actitud vigilante. En cierto modo, le resultaba reconfortante ver tanto uniforme y tanta arma a su alrededor; le hacía pensar que estaba por fin en el lugar correcto, lejos de la incertidumbre que había vivido en Málaga, como líder de una pequeña comunidad de hombres y mujeres. Carranque cayó porque toda su fuerza operativa estaba lejos cuando sobrevino la tragedia, y de algún modo, en la trastienda de su cabeza todavía resonaban preguntas que no podía evitar formularse; de haber tenido más gente capaz de reaccionar a un ataque armado, ¿habrían sido las cosas diferentes?

—Lo que quiera —contestó.

El teniente Romero asintió con la cabeza y le condujo por un corredor abovedado que desembocaba en una pequeña sala con una puerta metálica, custodiada por dos soldados.

—Abra... —dijo Romero, y casi al instante, uno de los soldados retiró el pequeño cerrojo de hierro, que restalló con un crujido—. Pase usted —pidió Romero—. Cerraremos esta puerta cuando entre. Cuando hayamos cerrado la puerta, quiero que continúe por el corredor hasta que encuentre una segunda puerta. Ábrala...

—Bien... De acuerdo —contestó Aranda, algo vacilante.

Los soldados se miraron brevemente.

—¿Señor? —preguntó uno de ellos, dubitativo.

—Cierre la puerta —ordenó Romero.

Y con un ruido sordo, la gruesa lámina de metal se cerró, llevándose casi toda la luz. La oscuridad surgió de las grietas de los muros, toscos y antiguos, dejándole en penumbras. Ahora, la voz de Romero llegaba a duras penas, convertida en un murmullo ininteligible.

Aranda avanzó por el túnel hasta encontrar una puerta similar en el otro extremo. Una pequeña caja de luz, que zumbaba con persistente intensidad, arrojaba un tinte anaranjado sobre la escena.

Retiró el cerrojo y la puerta comenzó a girar sobre sus goznes. El pasillo se inundó de luz. Fuera, el sol brillaba alto en el cielo, y el aire frío penetró a través de su camisa. Aranda salió al exterior, mirando alrededor. Se trataba de un pequeñísimo patio de aspecto mísero, tierra batida y paredes surcadas por una miríada de grietas. Arriba, un despejado cielo le saludó con una luminosidad meridiana, y Aranda pensó vagamente en los espaciosos portales de techo descubierto tan tradicionales en la cultura andaluza. Allí, plantados junto a uno de los muros, había cuatro hombres. Uno de ellos se mecía suavemente, cimbreándose como un tallo al viento, y los demás tenían una actitud cabizbaja, como si llevaran tiempo esperando. Tardó unos segundos, pero pronto cayó en la cuenta: sus dedos estirados, sus maneras anquilosadas y el color de la piel, ligeramente aceitunada. No eran hombres. Eran, por supuesto,
caminantes
.

Aranda miró hacia arriba, donde un par de soldados atisbaban con visible expectación. Romero apareció de pronto junto a ellos, mirándole con una expresión neutra en el rostro.

Es
una
prueba
, pensó, con cierta sorpresa.
Quieren
ver
el
Pequeño
Truco
con
sus
propios
ojos
...
Suponía que era normal, al fin y al cabo, pero algo en todo aquello le disgustó. Los soldados miraban con ambas manos apoyadas en la barandilla, casi divertidos, sin que se divisara la presencia de arma alguna para controlar la situación en un momento dado, y la indiferencia que Romero lucía en su semblante empezaba a irritarle. ¿Y si, por mor del apocalipsis, se hubieran encontrado con alguien con la cabeza algo ida?, ¿alguien que asegurase poder caminar entre los muertos cuando no era así? Empezaba a sospechar que habrían dejado que los muertos se ocupasen de él. Incluso, pensaba que quizá lamentaran haber gastado el precioso combustible del helicóptero inútilmente.

Y ese pensamiento furtivo que se abría en su mente derivó en otros, de un tono más lúgubre. Si el «pequeño truco» hubiese fallado y los muertos se le hubiesen echado encima, ¿qué les habría dicho Romero al resto del grupo? Sabía cómo habrían reaccionado José o Susana, desde luego.

Aún con esas reflexiones en la cabeza, Aranda echó a andar. No quería dedicar mucho tiempo a pensamientos tan derrotistas, porque sabía que, para bien o para mal, la decisión estaba tomada, y ya no era posible dar marcha atrás. Habían ido a buscarle a Málaga, y lo habían metido en el antiguo Palacio de Carlos V, ocupado ahora por el ejército, que se esforzaba por proteger a lo que podría ser la última representación del ser humano, al menos en la zona. Tenía que enseñarles lo que necesitaban ver, y mejor que fuera pronto.

Se acercó a los
zombis
y se plantó frente a ellos. Ahora que tenía sus caras delante, no le cabía ninguna duda de su naturaleza: labios finos y resecos, piel ajada adherida al hueso del cráneo, y aquellos ojos blancos y profundos que le eran tan conocidos. Eran
caminantes
, sí. Desdichados a los que el descanso eterno les había sido privado y ahora estaban condenados a arrastrar su carcasa mortal por toda la eternidad. Asqueado, se dio media vuelta y miró hacia arriba.

Los soldados parecían realmente sorprendidos: sus bocas formaban un círculo perfecto, y se habían inclinado sobre la baranda, como si quisieran acercarse todo lo posible al prodigio. Romero, en cambio, había variado muy levemente su expresión. Se mantuvo así unos segundos, como considerando la situación, hasta que, con fulgurante rapidez, hizo algo inesperado: sacó su pistola, apuntó a Aranda, y disparó.

 

 

El disparo sonó como la explosión de un tubo de escape diez años demasiado viejo. Aranda, que había pensado que el teniente le apuntaba, se encogió cubriéndose el rostro con ambos brazos y ahogando un grito. La bala cruzó el patio a una velocidad endiablada e impactó directamente en el hombro de uno de los
zombis
, que se volteó como una marioneta de trapo. Casi al unísono, los otros tres muertos se revolvieron como hienas azuzadas por un palo: sus brazos se lanzaron hacia delante, tensos y crispados, y sus bocas se abrieron en respuesta. Aranda abrió los ojos, y la primera palabra que se formó en su mente fue inequívoca:
animales
.
Son
animales
.

Por fin, localizaron a los tres hombres en lo alto del muro y se lanzaron contra la pared. Allí alzaron los brazos, con las manos abriéndose y cerrándose intermitentemente y bramando con sus gargantas rotas e hinchadas. Excitados hasta extremos salvajes, buscaban, rabiaban por encontrar y despedazar la carne
viva
que les era ahora tan evidente.

Aranda resopló, súbitamente aliviado. Había llegado a pensar que el teniente quería que engrosara su colección particular de espectros. Pero ahora que había comprendido su plan, miraba fascinado el comportamiento de aquellos infelices, transportados a un estado de agitación salvaje. Sabía que, mientras los hombres se mantuvieran a la vista, seguirían allí, chillando y restregándose contra el muro durante días, semanas y meses.

Era lo que Romero había buscado. Quería que salieran del letargo en el que habían caído, pero la demostración estaba hecha. Habían pasado a su lado sin mirarle siquiera, como si no existiera. Aranda contaba con esa prerrogativa desde hacía ya algún tiempo, pero aún no terminaba de acostumbrarse.

Desde su atalaya, Romero asentía lentamente. Una media sonrisa de satisfacción llenaba su rostro.

—¡Creo que, después de todo, decía usted la verdad! —gritó.

Pero Aranda, con las rodillas todavía temblorosas y un gesto ceñudo, levantó el dedo medio hacia el teniente, quien soltó una sonora carcajada.

 

 

—Disculpe lo de antes —dijo Romero, cuando volvieron a reunirse—. Tenía que asegurarme. ¡Y no cabe duda de que su pequeña historia es cierta!

—Ya —contestó Aranda, todavía disgustado—. Tiene unos métodos un tanto peculiares.

—Reconozco que lo del disparo fue fruto de la emoción del momento —contestó Romero, visiblemente divertido—. ¡No tuve en cuenta que usted podría pensar que lo apuntaba!

—Bueno, últimamente me ha ocurrido de todo.

—¡Me hago cargo!

Caminaban todavía por el interior del palacio, subiendo por unas escaleras que ascendían en espiral hacia los pisos superiores. La belleza del lugar, diseñado para satisfacer las necesidades del emperador y su familia y cuya construcción se prolongó durante casi cuatrocientos años, estaba consiguiendo insuflarle otra vez cierta calma. El sonido de sus pisadas, rebotando contra los altos techos y las paredes, era reconfortante.

—¿Cuánto hace que tiene... eso en la sangre? —preguntó entonces el teniente. Su inflexión era de nuevo grave.

—Unas semanas...

—¿Y se encuentra usted bien?

—Perfectamente.

Y sin que nadie añadiera nada más, Romero se detuvo en el corredor, abrió una puerta de madera de doble hoja con gesto solemne y se retiró para que Aranda pudiera ver el interior.

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