Hades Nebula (43 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
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—Dios... —dijo José.

Susana se volvió hacia él. Su linterna estaba enfocando una caja de barritas energéticas Enerzona Snack. El envoltorio, de un color verde manzana, parecía despedir destellos luminosos bajo la luz de la linterna. La imagen promocional incluía una infografía imposible mostrando el chocolate en su máximo esplendor, y tan pronto identificó la imagen, su estómago se sacudió emitiendo ruidos quejumbrosos.

—¡Oh, mira eso! —exclamó Susana.

Unos segundos después, se entregaban a la tarea de arrancar el plástico de las chocolatinas. El sabor era en extremo dulzón, y se pegaba a los dientes como si uno de sus componentes básicos fuese el pegamento, pero aun así, poner en marcha otra vez las mandíbulas les resultó una experiencia casi mística. Hacer bajar la comida por la garganta sólo les hizo darse cuenta de lo hambrientos que estaban.

Cuando dieron buena cuenta de tres chocolatinas cada uno, se sintieron renovados. José miraba el envoltorio con fascinación, sintiendo la explosión de energía en su cuerpo. 40 %
hidratos de carbono
, 30 %
proteínas
, 30 %
grasas
, decía la etiqueta, pero su estómago las había recibido como el maná celestial.

—Nos las llevamos todas... —dijo Susana.

—¡Desde luego! —comentó José, echando el contenido de la caja en la mochila. Encontraron también otros alimentos parecidos bajo un enorme eslogan que rezaba:
¡Nuevos sabores! Coco, vainilla y naranja (la vainilla no contiene gluten)
, y se las llevaron también.

—Uf... qué hambre tenía... —dijo José.

—Apuesto a que todavía tienes hambre.

—Claro, joder. Pero ya me siento mejor. En serio.

—Tuve un novio gimnasta que sólo comía estas cosas —dijo Susana, pensativa.

—¿Un novio? ¡Vaya! —dijo José, sorprendido.

Pensó fugazmente en que no habían hablado mucho de sus vidas y relaciones antes de la catástrofe, como tampoco hablaban demasiado del futuro. Era poco lo que sabían los unos de los otros, cosas básicas, apenas unos trazos esbozados que no pasaban de ser anecdóticos. Era como una regla no escrita. Todos habían perdido a seres queridos, sus vidas, y suponía que preferían no recordarlo, no mirar atrás y pensar sólo en el momento. Era, en definitiva, como si ahora fueran otras personas, en situaciones completamente distintas.

—¿Y qué pasó con él? —continuó José.

—No pudo ser... —comentó Susana, encogiéndose de hombros y terminando de cerrar la mochila—. Yo soy Sagitario, y él era un hijo de la gran puta.

Y mientras los muertos golpeaban la persiana metálica de la farmacia con iracunda ferocidad, José soltó una alegre carcajada.

Tal y como Romero había ordenado, el helicóptero cobró vida a medida que el piloto accionaba los controles. El monumental aparato se desperezó con el zumbido de su motor, algo similar al sonido que un frigorífico viejo propaga por una casa silenciosa durante la noche. Se encendieron las luces de posición y balizamiento, destellando con intermitencia, y luego, las aspas comenzaron a girar con lentitud, como si despertaran de su letargo. En pocos segundos, sin embargo, ganaron velocidad. Muy pronto resultaba ya difícil distinguirlas individualmente.

Por fin, el aparato se estremeció mientras se levantaba del suelo; sólo unos pocos centímetros al principio, pero luego se elevó por el aire con una facilidad sorprendente. Superó la altura del muro exterior inclinándose suavemente sobre su morro y empezó a volar hacia la ciudad, girando a la izquierda.

El aparato sobrevolaba la Carrera del Darro y llegaba a Plaza Nueva en un tiempo récord. Los
zombis
estaban alterados, eso podían verlo desde la seguridad de su cabina. Corrían de un lado a otro, y había una gran cantidad de cadáveres por el suelo.

—¡Allí! —dijo el copiloto, alzando la voz para hacerse oír por encima del estrépito del rotor. Señalaba una masa atroz de espectros que se aglutinaba en la calle que bajaba suavemente hacia el este desde Plaza Nueva. Su número era desmesurado, y continuaban llegando desde las calles de alrededor.

—Jesús... —soltó el piloto, deteniendo el helicóptero sobre la calle.

El viento que generaban las hélices hacía tremolar las ropas de los
zombis
. Algunos caían torpemente al suelo, sacudidos por el rebufo.

—¡Si hay alguien ahí, se los han cargado! —exclamó el copiloto.

Los
zombis
empezaban a volverse hacia el helicóptero, corriendo hacia él. En poco tiempo, tenían una muchedumbre bajo las horquillas, levantando los brazos en actitud amenazante. Un centenar de ojos les miraban desde la calle.

—¡No me gusta! —dijo el piloto, nervioso.

—Vámonos... —soltó su compañero, pasándose la lengua por los labios resecos. No, a él tampoco le gustaba. La razón por la que habían fracasado la mayoría de las incursiones que empezaron a hacer al principio era que el helicóptero era demasiado visible y ruidoso. Tanto más de noche, con la luz del foco recorriendo la calle y las pequeñas luces intermitentes. Era como un sonajero para un bebé, un objeto de deseo para los muertos anhelantes de estímulos—. ¡Vámonos, no hay nada ahí abajo!

Con un rápido movimiento de cabeza, el piloto accionó la palanca de control. El helicóptero empezó entonces a girar sobre su eje, ingrávido, y lentamente, derivó otra vez hacia la Alhambra.

Pero los muertos, histéricos de excitación, lo perseguían.

En la trastienda de la farmacia encontraron todo lo que habían ido a buscar, y mucho más. Tanto, en realidad, que lamentaron no haber llevado mochilas más grandes: José halló unos botes con complejos vitamínicos Pharmaton Complex, Reptivite y otros, y se llevaron tantos como pudieron. Los envases coincidían: para estados carenciales, y si habían visto a alguien que atravesara por uno alguna vez, eran sus compañeros de la Alhambra.

Fue más o menos entonces cuando empezaron a escuchar el sonido del helicóptero que se acercaba por la calle, con su inconfundible sonido elevándose por encima del ruido de los espectros.

—Dios mío... —exclamó José—. ¿Han venido?

—No puedo creerlo... —soltó Susana, incapaz de decidir cómo se sentía. No había esperado que los militares sacaran sus aparatos, celosamente reservados para Dios sabía qué propósitos. Desde luego, salvar gente no parecía ser uno de ellos.

Se acercaron a la puerta principal, donde la persiana resistía, sacudida y llena de bultos que la deformaban. Ahora, sin embargo, los muertos habían dejado de golpear. Algo pasaba... demasiado bien conocía la terca insistencia de los
zombis
como para pensar que se pudieran haber cansado. No, simplemente, el estímulo había pasado de un foco a otro.

José se lanzó al suelo. La reja había caído pero aún quedaba un espacio en su parte inferior por donde podrían espiar fuera. Susana le imitó.

Vieron movimiento de pies desplazándose en confusión. Desde esa perspectiva, la escena resultaba atroz: los bajos de los pantalones estaban raídos, y los tobillos asomaban cubiertos de eczemas y heridas. A algunos les faltaban los zapatos, y la carne había desaparecido a base de arrastrar los pies durante largos días, en el transcurso de varios meses. Los cadáveres que habían derribado mientras Susana forzaba la cerradura les dificultaban la visión, pero aun así alcanzaron a ver cómo los espectros se movían en masa hacia el centro de la calle. Las hojas y la basura eran transportadas por el aire formando remolinos, sacudidas por el viento que originaba el helicóptero. El ruido de sus hélices era ensordecedor.

—¿Van a aterrizar? —preguntó José, con los ojos muy abiertos.

Susana no lo sabía, así que no dijo nada.

En ese momento, el ruido del helicóptero pareció bajar en intensidad. Los gritos y el movimiento se desplazaron hacia otro lado, y las hojas de los árboles que tremolaban en el aire cayeron lentamente al suelo.

—¡Se van! —exclamó Susana.

Sin embargo, su cuerpo se estremecía como sacudido por un impulso apremiante. No sabía a qué se debía esa pequeña operación de los militares, pero al menos habían conseguido una cosa: que la puerta de la farmacia quedara libre de espectros.

Tenían una oportunidad.

—Susi... —dijo José despacio.

—Lo sé... —interrumpió Susana.

Los músculos de sus brazos en tensión se perfilaban en la trémula luz azulada que entraba desde la calle. Su cara reflejaba preocupación, pero aún conservaba la tremenda serenidad que la caracterizaba. José la miró unos breves instantes y se descubrió teniendo un pensamiento inesperado, fugaz como un relámpago en la noche. Pensó que era hermosa, que sus rasgos eran hermosos, y que sus ojos redondos y pequeños brillaban en la penumbra como gotas de rocío. Un pensamiento extraño, dadas las circunstancias, y del todo inusual. Nunca había pensado en Susana como en una
mujer
. Al menos, no como en las mujeres con las que solía flirtear en los bares de la Málaga profunda, cuando salía hasta las tantas de la mañana. Y tampoco creía que Dozer o Uriguen hubieran albergado sentimientos especiales hacia ella, en ese sentido. Era como si los cuatro hubiesen formado una especie de unidad homogénea, que escapaba a las distinciones sexuales. Pero entonces pestañeó, apartando el fugaz pensamiento de su cabeza.
Es porque ha mencionado lo de su novio, se dijo, o quizá sea porque ya no somos cuatro, sino sólo dos, y esa época ha pasado para siempre...

—Hay que conseguir levantar la persiana un poco más... —dijo Susana entonces.

José asintió.

Inmediatamente, se pusieron manos a la obra. Parecía algo imposible: la persiana se había desquiciado por varios puntos y ofrecía resistencia sobre sí misma. Pero imprimiendo toda la fuerza que pudieron generar, consiguieron levantarla unos pocos centímetros. El tambucho crujió amenazadoramente, como si fuese a precipitarse contra ellos, y en algún punto sonó el potente chasquido de alguna pieza de metal quebrándose en dos. Era, sin embargo, espacio suficiente para que pudieran arrastrarse por el agujero.

José pasó primero, escapando con los brazos debajo del cuerpo y moviéndose como lo haría una oruga. Los
zombis
corrían por la calle, ya a cierta distancia, siguiendo las luces del helicóptero, que desaparecía en ese momento por encima de los edificios, rumbo a la Alhambra. Chascó la lengua, porque en realidad el aparato no había hecho sino retrasar lo inevitable: los espectros seguían estando entre ellos y la fortaleza árabe.

Susana hizo salir las dos mochilas desde el interior de la farmacia, lanzándolas a través del hueco. Luego, se arrastró ella también, moviéndose con mucha más rapidez que José; no tenía las espaldas tan anchas y podía abrir más los brazos.

—Bien... —dijo Susana una vez estuvo fuera. Se mantenían agazapados, para evitar llamar la atención, mientras miraban inquietos alrededor. Ella hablaba en murmullos, temiendo que su voz pudiera alertar a los espectros—. No parece que podamos volver por donde hemos venido...

—No... no creo que tenga fuerzas para pasar por eso otra vez —admitió José. A no mucha distancia, arriba en la plaza, los muertos aullaban como enloquecidos.

A pesar del chocolate, sentía los brazos cansados, y no se imaginaba enfrentándose de nuevo a una refriega como en la que habían participado hacía un rato; era perfectamente consciente de que, esa vez, el componente suerte había sido muy elevado.

—Yo tampoco —dijo Susana.

—Podemos probar otros caminos.

—¿Conoces esto?

José asintió, un poco distraídamente. Tenía la mirada fija en un espectro rezagado que les miraba desde uno de los portales. Se apoyaba contra la pared, con las piernas dobladas, y les devolvía la mirada con los ojos inundados de una tremenda sorpresa y la boca muy abierta. Un hilacho negruzco y denso caía resbalando por su barbilla. Temía que, de un momento a otro, lanzase un grito de alerta que volviese a atraer a la masa.

El
zombi
levantó lentamente el brazo, doblado al menos por tres partes. La mano colgaba flácida como un manojo inútil.

José agarró a Susana por el brazo instintivamente, anticipándose al grito. Pero éste no se produjo. En lugar de eso, de algún lugar indeterminado empezó a llegar un sonido melancólico y terrible, como si un animal prehistórico hubiera lanzado un lamento desconsolado. El sonido fue creciendo en intensidad hasta que José lo ubicó, porque lo había oído demasiadas veces en documentales y películas: era una especie de sirena, como las que usaban en la segunda guerra mundial para avisar de un bombardeo. Llenaba el aire como un palio cargado de una advertencia funesta, y tanto José como Susana encogieron el cuello, confundidos.

Apoyado contra la pared, el espectro sacudía la cabeza mirando en todas direcciones.

—¿Qué coño es eso? —preguntó José.

Pero Susana no lo sabía. Miró hacia el cielo, y la luna, hinchada y brillante como un sol iracundo, pareció devolverle la mirada con manifiesta indiferencia.

—¡Juntaos todos! —decían unos.

—¡Más, más juntos! —gritaban otros.

La consigna que siguió unos momentos después era: «¡Como los pingüinos!»

Moses le encontró el sentido rápidamente. La noche era fría, apenas cuatro grados por encima de cero, y muchos de aquellos hombres y mujeres habían abandonado el Parador apenas con lo puesto. Al juntarse, se ayudaban a conservar el calor. Calor humano. Un murmullo apagado recorría el grupo, salpicado de toses quejumbrosas.

Mientras tanto, los soldados pasaban corriendo de un lado a otro, cargando sus fusiles y equipamiento completo. Entraban en los edificios y recorrían con linternas todos los recovecos. De vez en cuando formaban en escuadra en mitad de la avenida, se unía a ellos un jefe de escuadrón y marchaban hacia algún otro punto. En la oscuridad, los conos de luz recorrían temblorosamente cada muralla, cada ventana, cada pequeño agujero.

—¿Qué está pasando? —preguntaba Isabel.

Tenía a los niños a cada lado. Alba se había agarrado a su pierna y tenía los ojos cerrados, pero Gabriel estudiaba con profunda atención las idas y venidas de los grupos armados.

—Creo que están buscando algo —explicó Moses.

En uno de los extremos del grupo, algunos de los hombres increpaban a los soldados que los mantenían vigilados desde cierta distancia. Les insultaban, les llamaban asesinos, les decían que no eran perros y que no estaba bien lo que hacían con ellos. A ninguno se le escapaba el hecho de que todos aquellos soldados no presentaban síntoma alguno de desnutrición, y no faltó quien se rasgó la tela de la camisa para ofrecerles el pecho descubierto, incitándoles a que disparasen, que qué más daba, que se metieran su muerte lenta de mierda por el agujero que les vio nacer.

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