Nos pareció muy extraño que ninguna de estas tres víctimas intentase resistir el ataque. En verdad, ningún habitante de ninguno de estos tres mundos consideró un momento la posibilidad de resistirse. En todos los casos la actitud ante el desastre parecía expresarse en términos cómo estos: «Tomar represalias sería herir para siempre el espíritu de la comunidad. Antes preferimos morir. El tema espiritual que es nuestra obra tiene que morir inevitablemente, o en manos del invasor o en el momento en que tomemos las armas. Es mejor ser destruidos que triunfar matando el espíritu. El espíritu es en sí inmarcesible, parte indisoluble de la trama del cosmos. Morimos alabando el Universo, donde es posible por lo menos, una realización como la nuestra. Morimos sabiendo que la promesa de una gloria mayor nos sobrevivirá en otras Galaxias. Morimos alabando al Hacedor de Estrellas, al Destructor de Estrellas».
E
n ese entonces, luego de la destrucción del tercer mundo, cuando un cuarto estaba preparándose para el fin, sobrevino de pronto un milagro, o un aparente milagro, que alteró todo el curso de los acontecimientos en la Galaxia. Antes de describir esta vuelta de la fortuna he de recoger el hilo de la narración y esbozar la historia de los sistemas del mundo que iban a tener parte muy principal en los sucesos galácticos.
Se recordará que en una «isla» alejada del «continente» galáctico vivía la curiosa raza simbiótica de los ictioideos y los aracnoides. La civilización de estos seres era casi la más antigua de la Galaxia. Habían alcanzado el plano «humano» de desarrollo mental aun antes que los Otros Hombres; y, a pesar de muchas vicisitudes habían vivido miles de millones de años y habían progresado notablemente. Cuando me referí a ellos por última vez ocupaban todos los planetas del sistema con especializadas razas de aracnoides, que estaban en permanente unión telepática con la población ictioidea de los océanos del planeta natal. Pasaron las edades, y estas razas corrieron varias veces el peligro de desaparecer totalmente, a causa de experimentos físicos demasiado osados, o de exploraciones telepáticas demasiado ambiciosas, pero con el tiempo alcanzaron un desarrollo mental insólito en nuestra Galaxia.
La raza simbiótica llegó a dominar totalmente el reducido universo-isla, el alejado grupo de estrellas. Había allí muchos sistemas planetarios naturales, habitados algunos por razas nativas de nivel preutópico que habían sido descubiertas en visitas telepáticas por los primeros exploradores aracnoides. No se interfirió en el destino de estas razas, aunque en ciertas crisis históricas los simbióticos trataban de ayudarlos telepáticamente para que afrontasen las dificultades con creciente vigor. Así cuando uno de estos mundos llegaba a la crisis en que se encuentra hoy el
Homo Sapiens
, pasaba enseguida con una facilidad aparentemente natural a la fase de unidad mundial y a la edificación del estado utópico. La raza simbiótica ocultó cuidadosamente su existencia a los primitivos, para que no perdiesen su independencia mental. Por lo tanto, aun mientras los simbióticos estaban viajando entre estos mundos en naves cohete, y utilizando los recursos minerales de los planetas vecinos deshabitados, nunca descendieron en los mundos inteligentes de nivel preutópico. Sólo cuando estos mundos entraron en plena fase utópica y comenzaron a explorar los planetas próximos se les permitió que descubrieran la verdad. Pero entonces estaban ya preparados para recibirla con alegría antes que con descorazonamiento y miedo.
De ahí en adelante, por medio de intercambios físicos telepáticos la joven utopía alcanzó rápidamente el nivel espiritual de los mismos simbióticos, y cooperó en un pie de igualdad con una simbiosis de mundos.
Algunos de estos mundos preutópicos, no malignos, pero incapaces de un mayor progreso, fueron dejados en paz, y preservados, como preservamos nosotros la vida de los animales salvajes en parques nacionales, en nombre de un interés científico. Eón tras eón, estos seres, impedidos por su propia futilidad, lucharon en vano para vencer esa crisis que la Europa moderna conoce tan bien. En ciclo tras ciclo la civilización emergía del barbarismo, la mecanización ponía a los pueblos en incómodo contacto, las guerras nacionales y las guerras de clases alimentaban los anhelos de un mundo mejor; pero en vano. Un desastre tras otro socavaban la fábrica de la civilización. El barbarismo retornaba gradualmente. Eón tras eón el proceso se repetía a sí mismo bajo la serena observación telepática de los simbióticos, cuya existencia nunca fue sospechada por las criaturas primitivas. Así podríamos nosotros observar el espectáculo de un charco donde unas criaturas inferiores repiten con ingenuo celo dramas aprendidos por sus antecesores eones atrás.
Los simbióticos podían permitirse muy bien dejar intactas estas piezas de museo, pues tenían a su disposición docenas de sistemas planetarios. Además, mediante las armas de las ciencias físicas altamente desarrolladas, y la energía subatómica, eran capaces de construir planetas artificiales que podían servir de habitación permanente. Estos grandes globos huecos de supermetales artificiales, y de diamante artificial transparente, variaban en tamaño desde pequeñas estructuras no mayores que un diminuto asteroide hasta esferas considerablemente más grandes que la Tierra. Carecían de atmósfera exterior ya que generalmente la masa planetaria era demasiado pequeña para retener los gases. Una manta de fuerza repelente los protegía de los meteoros y los rayos cósmicos, y la superficie exterior del planeta, enteramente transparente, guardaba la atmósfera. Inmediatamente debajo colgaban las estaciones de fotosíntesis y la maquinaria para transformar en energía la radiación solar. Parte de esta cubierta exterior estaba ocupada por observatorios astronómicos, maquinarias para controlar la órbita del planeta y grandes «muelles» para naves interplanetarias. El interior de estos mundos era un sistema de esferas concéntricas sostenidas por vigas y arcos gigantescos. Diseminadas entre estas esferas estaban las máquinas que regulaban la atmósfera, los grandes depósitos de agua, las fábricas de bienes de consumo, los talleres, las áreas de transformación de desperdicios, y los numerosos laboratorios de investigación, bibliotecas y centros culturales. Como la raza simbiótica era de origen marino, había un océano central donde descendientes de los ictioideos originales —profundamente modificados, físicamente indolentes, y mentalmente atléticos— constituían las «zonas cerebrales más altas» del mundo inteligente. Allí, como en el océano primitivo del planeta natal, se unían las parejas simbióticas, y se criaban los jóvenes de ambas especies. Las razas de la subgalaxia que no eran de origen marino construían, por supuesto, planetas artificiales, que aunque del mismo tipo general, estaban adaptados a su especial naturaleza. Pero todas las razas descubrieron también que necesitaban moldear drásticamente su propia naturaleza para acomodarla a las nuevas condiciones.
A medida que pasaban los eones, se construían miles de mundos de este mismo tipo, pero de un tamaño y de una complejidad crecientes. Muchas estrellas sin planetas naturales se rodearon así de anillos concéntricos de mundos. En algunos casos los anillos interiores contenían docenas de mundos artificiales, y los anillos exteriores muchos miles, adaptados para vivir a una determinada distancia del sol. Gran diversidad de caracteres, tanto físicos como mentales, distinguían a esos mundos, aun los de un mismo anillo. A veces un mundo comparativamente viejo, y a veces hasta todo un anillo de mundos, eran superados en excelencia mental por mundos más jóvenes y razas cuya estructura, física y biológica, se perfeccionaba constantemente. Los mundos más viejos continuaban entonces simplemente su vida en una especie de brazo de mar de la civilización, tolerados, amados, estudiados por los mundos más jóvenes; o elegían morir y entregar el material de sus planetas a nuevos intentos.
Un tipo de mundo artificial, pequeño y raro, estaba formado casi enteramente por agua. Era como una titánica pecera. Bajo la cubierta transparente, tachonada de máquinas cohetes y muelles interplanetarios, se extendía un océano esférico, cruzado por vigas estructurales e impregnado constantemente con oxígeno. Un pequeño núcleo central representaba el fondo del mar. La población de ictioideos y la visitante población de aracnoides pululaban en esta vasta gota acorazada. Cada ictioideo era visitado en veces sucesivas por acaso una docena de compañeros que vivían habitualmente en otros mundos. La existencia de los ictioideos era en verdad extraña, pues vivían a la vez prisioneros y libres. Un ictioideo nunca dejaba su océano nativo, pero mantenía relación telepática con la totalidad de la raza simbiótica de la subgalaxia. Además, la única forma de actividad práctica que llevaban a cabo los ictioideos era la astronomía. Inmediatamente debajo de la vítrea corteza colgaban observatorios donde los astrónomos nadadores estudiaban la constitución de las estrellas y la distribución de las Galaxias.
Los mundos «pecera» fueron de transición. Poco antes de la época de los imperios enloquecidos los simbióticos iniciaron nuevas investigaciones tratando de producir un mundo que fuese un organismo físico. Luego de edades de experimentos crearon un mundo «pecera» donde todo el océano estaba cruzado por una red fija de ictioideos en mutua y directa conexión neural. Este tejido viviente, similar al tejido de los pólipos, estaba unido permanentemente a la maquinaria y los observatorios del mundo. Era así un verdadero mundo-organismo, y como la coherente población ictioidea tenía una mentalidad perfectamente unificada, cada uno de estos mundos era en verdad un organismo inteligente, como un hombre. El esencial eslabón con el pasado se preservaba de este modo: aracnoides especialmente adaptados a la nueva simbiosis venían desde sus planetas remotos y nadaban a lo largo de las galerías submarinas para unirse con sus inmóviles compañeros.
Anillos de mundos rodearon un número cada vez mayor de estrellas de la constelación exterior o subgalaxia, y un número creciente de esos mundos fue de la nueva clase orgánica. De las poblaciones de la subgalaxia la mayoría descendía de los originales ictioideos y aracnoides, pero había también muchos con antecesores naturales de tipo humano, y no pocos que habían nacido de los avianos, los insectoides y los hombres-plantas. Entre los mundos, entre los anillos de mundos, y entre los sistemas solares había un intercambio constante, tanto telepático como físico. Pequeñas naves propulsadas por cohetes viajaban regularmente entre los sistemas de planetas. Naves más grandes o mundos pequeños capaces de grandes velocidades iban de sistema en sistema, exploraban toda la subgalaxia, y hasta se aventuraban a cruzar un océano de vacío y llegar al cuerpo mayor de la Galaxia donde miles y miles de estrellas sin planetas esperaban su anillo de mundos.
Curiosamente, el triunfal avance de la civilización material y la colonización fue haciéndose más lento y al fin llegó a un punto muerto. El intercambio físico entre los mundos de la subgalaxia se mantuvo, pero no aumentó. Se abandonó la exploración física de las costas del continente galáctico. En la subgalaxia misma no se fundaron nuevos mundos. Las actividades industriales continuaron, de modo reducido, y no hubo progresos en el nivel de las comodidades materiales. En verdad hábitos y costumbres empezaron a depender cada vez más de los auxilios mecánicos. En los mundos simbióticos disminuyó el número de poblaciones aracnoides; en sus celdas oceánicas los ictioideos vivían en un permanente estado de fervor y concentración mental, que sus compañeros impartían telepáticamente.
Fue en esta época cuando la comunicación telepática entre la adelantada subgalaxia y los pocos mundos despiertos del «continente» quedó enteramente abolida. En los últimos años el intercambio mental había sido muy fragmentario. Aparentemente los subgalácticos se habían adelantado tanto que su interés por aquellas criaturas primitivas era ahora meramente arqueológico, y estaba siendo eclipsado gradualmente por la dominante vida de la propia comunidad y por la exploración telepática de las galaxias remotas.
Para nosotros, banda de exploradores que luchaba desesperadamente por mantener algún contacto entre nuestra mente comunal y las mentes incomparablemente más desarrolladas de estos mundos, las sutiles actividades de los subgalácticos eran por ahora inaccesibles. Notábamos sólo un estancamiento de las actividades físicas y mentales más obvias en esos sistemas de mundos. Nos pareció al principio que la causa de este estancamiento podía ser alguna falla natural. ¿Era quizá la primera etapa de una decadencia irrevocable?
Más tarde, sin embargo, comenzamos a advertir que este aparente estancamiento no era un síntoma de muerte sino de una vida más vigorosa. No se atendía al progreso material sólo porque se habían abierto nuevas esferas de crecimiento y descubrimiento mentales. En realidad la gran comunidad de mundos, que unía a algunos miles de mundos-espíritus, digería trabajosamente los frutos de una prolongada fase de progreso físico y estaba descubriendo que era capaz de nuevas e inesperadas actividades físicas. Al principio, la naturaleza de estas actividades se nos ocultó totalmente. Pero con el tiempo aprendimos a dejarnos absorber por estos seres sobrehumanos y vislumbrar así, al menos oscuramente, el significado de esas actividades. Estaban relacionadas, parecía, en parte con la exploración telepática de diez millones de galaxias, en parte con una técnica de disciplina espiritual gracias a la cual esperaban poder comprender más hondamente la naturaleza del cosmos y alcanzar una más fina creatividad. Esto, entendimos, era posible porque aquella perfecta comunidad de mundos estaba despertando a un plano más elevado de existencia, como una simple mente comunal con un cuerpo que era toda la subgalaxia. Aunque no podíamos participar en la vida de este elevado ser, sospechamos que aquella pasión absorbente no era muy distinta de ese deseo que alienta en lo más noble de nuestra especie humana: «llegar al conocimiento directo de Dios». Este nuevo ser deseaba tener sabiduría y temeridad suficientes para soportar la visión directa de la fuente de toda luz, vida y amor. En fin, esta población de mundos estaba entregada a una prolongada y mística aventura.
T
al era la situación en el principal «continente» galáctico cuando los enloquecidos Imperios Unidos concentraron todo su poder sobre los pocos mundos que no sólo eran cuerdos sino también de un nivel mental superior. Los simbióticos y sus colegas de la subgalaxia supremamente civilizada no prestaban atención desde hacía tiempo a los menudos asuntos del «continente». Motivos principales de preocupación eran, en cambio, el cosmos como totalidad y la disciplina interior del espíritu. Pero el primero de los tres crímenes perpetrados por los Imperios Unidos sobre una población mucho más desarrollada que ellos mismos fue como la penetrante reverberación de un eco, por así decirlo, que llegó a las más elevadas esferas de existencia. Los subgalácticos se volvieron telepáticamente, una vez más, al vecino continente de astros.