Manuel hubiera deseado tener a su lado a Eloy para gritar: «¡Me gusta, me gusta!».
Pero Eloy, la mascota del Gerona Club de Fútbol, feliz porque el equipo local, «su» equipo, había ganado en la jornada anterior, se había subido a una roca y desde lo alto, con dos dedos entre los dientes, emitía escalofriantes silbidos en espera de que le contestara la sirena de un barco que pasaba allá lejos, en el horizonte.
* * *
Por supuesto, Manuel era el más desconcertado de los alumnos… Manuel Alvear, como le llamaban sus compañeros, desde que había llegado a Gerona no sabía a qué carta quedarse. Las influencias que recibía eran tan contradictorias —en el Grupo Escolar, en el piso de la Rambla, en su casa, con su madre y con Paz— que notaba frío en la cabeza, motivo por el cual su tío Matías le había regalado, al igual que a Eloy, una boina. Manuel llevaba también boina, además de un abrigo raído; y su sonrisa era habitualmente triste. ¿Cómo no iba a serlo? ¿No era todo aquello un tanto excesivo para su edad?
Lo era, sin duda alguna, sobre todo por culpa de Paz, la cual, siempre al acecho, le decía cada dos por tres:
—No les hagas caso, Manuel. Todo esto es una patraña. ¿Juegos de manos, excursiones? Para que no os deis cuenta de lo que se proponen; para distraeros… ¿Clases de religión? ¡Puah! Si Dios existiera y fuera bueno, la gente no sufriría lo que sufre… Parece mentira que no te des cuenta. ¿Sabes por qué te llevan a confesar? Para tenerte bien amarrado, para saber lo que piensas. Fácil ¿no te parece? ¡Son unos granujas!
Manuel escuchaba a su hermana, procurando sopesar sus argumentos. Y no veía que, en el mejor de los casos, hubiera nada fácil en todo aquello. ¡Si no los hubieran llevado a las Pedreras y al mar, Paz hubiera dicho que los tenían encarcelados! En cuanto a la religión, ¿era realmente una patraña? Manuel miraba a menudo, en la clase, el crucifijo de la pared, como le había ocurrido al doctor Chaos en el Manicomio.
¿Realmente aquel hombre, que según mosén Obiols era Dios, se dejó clavetear manos y pies «para tenerlo a él bien amarrado»? ¿Y su primo César? ¡Era tan impresionante lo que le contaban de él en el piso de la Rambla! ¿Y cómo podían luego los confesores acordarse de lo que pensaba cada uno de los chicos, de los «pecados» de cada cual? Ni siquiera conocían sus nombres…
Paz, y su propia madre, Conchi, se daban perfecta cuenta del combate que libraba el muchacho. ¡Por algo, en Burgos, dudaron entre aceptar o no aceptar el traslado a Gerona! Lo cierto es que las dos mujeres vivían sobre ascuas. Especialmente desde que a Paz se le ocurrió un día echar un vistazo a los libros que Manuel guardaba en la cartera del Grupo Escolar… ¡Por todos los diablos! ¿Como podían enseñar semejantes majaderías? Por ejemplo, en el libro de Historia de España, historia dialogada, podían leerse cosas de este calibre:
—¿A qué ha de aspirar España?
—A rehacer el Imperio que perdió.
—¿Por qué lo perdió?
—Por culpa del liberalismo y la democracia.
—¿Qué son el liberalismo y la democracia?
—Los sistemas políticos que están deshaciendo al mundo.
—¿Qué es la nueva España?
—Un estado totalitario destinado a ser el ejemplo de todas las naciones.
Etcétera…
Paz le decía a Manuel:
—Pero ¿te das cuenta, so tonto? ¡Pobres como ratas, y a rehacer el Imperio! ¿Y qué ejemplo vamos a dar al mundo? ¿Es que ya no te acuerdas de los fusilamientos en la carretera de Miraflores? ¿Y sabes lo que cobro yo por trabajar ocho horas en la fábrica de lejía? ¿Y lo que cobran los peones ferroviarios, sin derecho a protestar ni ir a la huelga? ¿No has estado nunca en el Palacio del Obispo?
¡Y el libro de Historia Sagrada! ¡La Virgen se había subido después de muerta bonitamente al cielo, entre una nube de ángeles! ¡Una pareja de cada especie animal cupo holgadamente en el Arca de Noé! ¡Cristo se bajó a los infiernos!
—Por favor, Manuel… Abre un poco los ojos y no te dejes embaucar.
La gran crisis, precursora de otras muchas que tendrían lugar en aquel piso que fue del Cojo, llegó en el día llamado Día de la Madre, instituido por la Sección Femenina.
En el Grupo Escolar San Narciso se obligó a cada alumno a redactar una felicitación que decía: «A mi madre, con todo cariño». Felicitación ilustrada con un dibujo que representaba los campanarios de la Catedral y de San Félix, ambos enlazados en el aire por la bandera nacional.
Cuando Conchi, la madre de Manuel, recibió de manos de su hijo aquel cartoncito, sin pensarlo un segundo rasgó el dibujo en mil pedazos. ¡Los campanarios! ¡La bandera!
Pero entonces ocurrió lo insólito. Manuel no se echó a llorar. Se agachó, recogió del suelo los pedacitos en que podía leerse: «A mi madre, con todo cariño», apartando el resto, y calmoso y digno volvió a ponerlos en manos de su madre. Ésta entonces, entre sollozos, atrajo hacia sí a su hijo y lo acarició y lo llenó de besos.
—Es que no quiero perderte ¿sabes, hijo? No quiero que te vayas con «ellos». Son unos canallas. Es por tu bien…
Entretanto, Paz había encontrado en la cartera de Manuel una poesía copiada de puño y letra del muchacho y que decía así:
¡Gibraltar! ¡Gibraltar! ¡Avanzada de nuestra Nación!
¡No es bastante nuestra hazaña si es inglesa la bandera del Peñón!
¡A la lid con valor! ¡Empuñemos de nuevo el fusil!
¡A luchar con ardor que en tus rocas sabremos morir!
Paz le dijo a su madre, blandiendo el papel:
—Déjale… Allá él si no nos hace caso. Le darán un fusil y lo mandarán a morir en las rocas de Gibraltar.
Manuel se refugió en su cuarto y se sentó al borde de la cama. Paz se fue al lavabo y se peinó, pues de acuerdo con el estribillo del encargado de la fábrica de lejía: «esto no es para ti», quería presentarse a la céntrica Perfumería Diana, en la que según un anuncio aparecido en el periódico, en
Amanecer
, necesitaban una «dependienta de buena presencia».
El otoño seguía avanzando, disparatado y contradictorio como, las ideas de Manuel.
Tan pronto se apoderaban del cielo de Gerona las nubes como el viento del Ampurdán, la tramontana, se las llevaba de un escobazo, oxigenando los pulmones. Era una lucha de poder a poder, como caballos en una disputada carrera. Algunas de esas nubes flotaban preñadas de una dureza extremada, como en vísperas de inundación. En tal caso la gente no forjaba proyectos, como vaticinara «La Voz de Alerta», sino que por el contrario decía: «Tengo un día pesado». «¡Caray con mis piernas! Parecen de plomo».
El doctor Andújar, que había abierto ya su consulta particular, empezó a recibir los primeros clientes, entre los que no podía faltar, de acuerdo con la más pura lógica, el gran huérfano de la ciudad: Jorge de Batlle. Jorge de Batlle le dijo simplemente: «Doctor, no puedo con mi alma». El doctor Andújar vaciló un instante, pese a su experiencia. La frase «no puedo con mi alma» le había impresionado siempre de un modo especial.
En los días de viento todo era distinto. El viento excitaba la fantasía y arrancaba de la gente frases de este tenor: «¿No te gustaría ir a Australia?». O bien: «¡A ver si se cae una cornisa y le rompe la crisma a alguien!».
Tal fantasía repercutió, inopinadamente, en beneficio de Paz. En efecto, Dámaso, dueño por partida doble de la barbería de lujo inaugurada en un entresuelo de la Rambla y de la Perfumería Diana, aceptó a Paz en calidad de dependienta, sin rechistar. Con sólo ver a la muchacha y oírle unas palabras, asintió con la cabeza. «¿Cuándo quieres empezar, muñeca? ¿Mañana?». Dámaso, un lince para los negocios, tuvo la corazonada de que la explosiva Paz dispararía, más que el viento, la imaginación de los muchos varones gerundenses que usaban masaje Floid.
El general Sánchez Bravo, que a menudo demostraba una gran sensibilidad para el paisaje —fruto, según él, de la obligada observación de los accidentes del terreno durante la guerra—, prefería con mucho el viento a las nubes, sobre todo porque aquél, de noche, despejaba el firmamento y le permitía contemplar a gusto, con el telescopio, las estrellas.
—Ya conoces mi manía ¿verdad, Nebulosa?
—Sí, mi general.
A Marcos, el aprensivo, le ocurría a la inversa. El viento le daba miedo, más aún que a María del Mar. Sobre todo por esa posibilidad de que se cayera alguna cornisa…
—Hay que ver —lo atosigaba Adela, su vital mujer—. Ya estás pensando en que si se cae una elegirá precisamente tu cabeza. ¿Por qué, si puede saberse? Llevamos catorce años casados y no he advertido en ella nada especial. ¡Qué Dios me castigue si miento!
Si la pregunta «¿No te gustaría ir a Australia?», se la formulaban a Ramón, camarero del Café Nacional, el muchacho contestaba inmediatamente: «¡Ya lo creo! Y de pasada me llegaría a Vladivostok…»
Fuera de Gerona, allá lejos, al otro lado de los Pirineos, vencían las nubes, vencía «el plomo». Europa tenía un otoño pesado y ganas de morir. La guerra no sólo proseguía, sino que se extendía con caracteres alarmantes por el aire y en el mar. La capitulación de Polonia no había traído como consecuencia el anhelado armisticio. El conflicto llevaba trazas de complicarse en gran escala. Los submarinos alemanes, con agilidad que
Radio Gerona
y
Amanecer
calificaban de «felina», surcaban los océanos y hundían día tras día buques ingleses y franceses. Se habían producido algunos combates aéreos y se rumoreaba que Alemania concentraba tropas en el Oeste. ¿Qué pretendería el Führer, hijo de un aduanero de la frontera bávara? Las emisoras aliadas afirmaban que los Países Bajos se temían un ataque por sorpresa —el ataque que, en la intimidad de su corazón, deseaba Pilar—, y que debido a ello los ingenieros holandeses habían montado un plan defensivo de tanta efectividad que con sólo apretar un botón podían inundar extensas zonas de su territorio. Nadie comprendía qué razón podría aducir Hitler en el caso de atacar a Holanda, y la opinión en los medios oficiales gerundenses era que se trataba de un bulo que las democracias hacían circular. «Que Alemania atacara a Rumanía, en busca de petróleo, de acuerdo. Pero ¿qué se le ha perdido en Holanda?».
Por otra parte, Francia seguía movilizando más gente y muchos de los puestos de trabajo abandonados por los soldados eran cubiertos, sobre todo en el campo, por exilados españoles.
¿Por qué ocurrían esas cosas? ¿Por culpa del viento, por culpa de las nubes? La gente vivía zarandeada. Matías decidió encerrarse de momento en su caparazón y hacer la novena a Santa Teresita del Niño Jesús, suplicándole que sanara de su dolencia a Carmen Elgazu. Antonia Rosselló había decidido lo opuesto: olvidarse de sí misma y, pensando sólo en los demás, ingresar sin demora en el noviciado del Buen Amor, de Ávila, con el propósito de irse a misiones. Aunque tal vez el ideal fuera —caso de la Torre de Babel— adoptar ambas posturas a un tiempo y por un lado escuchar Radio Pirenaica y Radio Moscú, para enterarse de «la verdad» de los acontecimientos mundiales, y por otro lado decirle a Padrosa, el otro veterano del Banco Arús: «Creo que estamos perdiendo el tiempo en esta maldita oficina. Deberíamos emanciparnos. Deberíamos montar una Agencia propia. ¡Hacer algo!».
Al contrario que Matías, Europa estaba definitivamente decidida a no encerrarse inmóvil en su caparazón. Europa, de pronto, hizo crujir sus huesos,
crac-crac
, como el doctor Chaos hacía crujir los suyos. Humeantes aún las ruinas de Varsovia, Rusia declaró la guerra a Finlandia y, fiel a su histórica costumbre, cruzó las fronteras del pacífico territorio.
La nueva detonación paralizó las conciencias rectas. ¿Por qué todo aquello? ¿A quién amenazaban los finlandeses, con sus bosques, con sus noches eternas y sus rebaños de renos? ¿Qué ganas de vivir le habían entrado a Stalin? ¿Acaso quería bañar sus bigotes en el Ártico escandinavo? ¿Qué argumento le facilitarían a Cosme Vila en la Escuela de Formación Política, de Moscú? ¿Qué les diría la maestra asturiana, Regina Suárez, a sus alumnos de Toguskaia? ¿Qué arenga le enviaría Gorki, desde Toulouse, a su radioescucha más adicto y ambicioso, la Torre de Babel?
Ignacio, al ver las primeras fotografías de la guerra ruso-finlandesa recordó su estancia en Esquiadores. Las noches de luna en la nieve, el
frufrú
de los esquís, las guardias solitarias, las cartas que
Cacerola
escribía a sus madrinas a la luz del candil.
Por su parte, Alfonso Estrada, en Salvoconductos, primero le dijo a Pilar que Sibelius era un músico inmortal y luego le contó a la chica cuentos finlandeses de terror y de muerte, cuentos protagonizados por el frío y por los mosquitos que, allá en la frontera fino-sueca, atacaban en bandadas a los lapones y a los esquimales. «En Finlandia hay sesenta mil lagos y se dice que en cada lago se ha ahogado una mujer de cabellos rubios. Tal vez los dirigentes del Kremlin crean que dichos cabellos se han convertido en oro debajo del agua y quieran ahora apoderarse de él. Si no, no me explico…». José Luis Martínez de Soria les dio a los acontecimientos una interpretación acorde con su obsesión mental: relacionó el ataque ruso con la figura de Satanás, sobre la que poseía una bibliografía cada vez más abundante: «El demonio Bylet es el que manda las tropas rusas. Fue, en el Cielo, del Coro de las Potestades y espera volver a ocupar allí el séptimo trono. Es un demonio fuerte y terrible, que aparece con un caballo blanco, como el conde Aldo Rossi por los caminos de Mallorca… Su consejero político es el diablo Rimmón, Embajador de todas las Rusias. ¡Oh, no, no os riáis! No te rías, Marta; no te rías, María del Mar. Los diablos son una realidad tan real como los árboles de la Dehesa, y viven y actúan organizados como nosotros, los hombres. Su reino es ahora invisible; pero día llegará en que los conoceremos como nos conocemos los que estamos en esta habitación».
Sin embargo, la reacción más activa corrió a cargo, como siempre, de Mateo. Mateo se enteró de que en Madrid se hablaba de enviar a Finlandia un grupo de voluntarios españoles, una fuerza combatiente simbólica que se enfrentara cara a cara, como había ocurrido en Belchite, con los tanques soviéticos. Inmediatamente llamó por teléfono al camarada Núñez Maza, Delegado Nacional de Propaganda. «¡Contad conmigo!», gritó Mateo. Núñez Maza, al otro lado del teléfono, procuró aplacar los ánimos de Mateo.
«Calma, muchacho, calma. Es sólo un proyecto. Te tendré al corriente».