Ha estallado la paz (92 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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—Listo para sentencia…

Manolo se acarició la barbita con aire irónico, lo que en él era buena señal.

—Escucha lo que voy a decirte, Ignacio… Mide tus fuerzas. Mide tu egoísmo… Siéntate ante las obras de Freud y medita. ¡Pero hazlo pronto! Decide en tu interior tu escala de valores… Decide si el dinero ha de ser para ti un medio… o un fin.

Ignacio asintió:

—Comprendo.

—Si aceptas que el dinero ha de ser sólo un medio, y que el prestigio es rentable… obra en consecuencia. De mí puedo decirte que estoy convencido. Mejor aún, tengo pruebas de ello: mañana la fábrica Soler, de mil y pico de obreros, como tú sabes, me nombra asesor oficial… —Manolo abrió los brazos y lanzó el clip al aire—. Si el expediente te parece de poca monta, ¡qué le vamos a hacer!

Fue una lección suprema para Ignacio. El muchacho se emocionó. Se levantó y estuvo a punto de acercarse a Manolo y abrazarlo efusivamente. Pero no tenía derecho a hacerlo: tanta había sido su torpeza…

Ignacio hubiera deseado prolongar un poco más la escena, tener tiempo para congraciarse con Manolo. «Manolo, escúchame un momento. A veces ocurre que…»

Manolo lo interrumpió con cierta brusquedad. Pretextó que Esther le estaba esperando… y empezó a andar hacia la puerta. Menos mal que Ignacio conocía a su jefe y que comprendió que éste le echaba ya a la cosa un poco de teatro.

—¡Bien! Hasta mañana, Manolo…

—Hasta mañana, Ignacio… Si es que no prefieres pasarte a la Agencia Gerunda, con la Torre de Babel…

Ignacio bajó la escalera convencido de que no olvidaría nunca aquella escena.

En la calle respiró hondo. Subió a su casa con el ánimo tranquilo. Encontró a su padre jugando al parchís con Eloy. Éste al verlo, gritó:

—¿Jugamos los tres? Dos es muy aburrido…

Carmen Elgazu, desde la cocina, gritó:

—¡Esperadme! Hoy no voy a casa de Pilar… Vamos a jugar los cuatro.

Carmen Elgazu eligió las fichas amarillas. Y, como siempre, ganó.

* * *

La Semana Santa no tardó en llegar. En ese año no se representaría
La Pasión
en el Teatro Municipal, adaptada por Agustín Lago. Ni Gracia Andújar haría de Virgen María, ni el padre Forteza doblaría, con peluca, a Jesús. Pero la procesión empezaría ya a tener la prestancia de antaño: formarían en ella tres cofradías, encabezadas por la de la Purísima Sangre, y se estrenarían tres pasos cuyas imágenes habían sido esculpidas, por desgracia, en los talleres de Olot. De modo que a las diez de la noche, como era tradicional, centenares de antorchas volverían a iluminar espectralmente las callejuelas de la ciudad, rememorando la muerte del Gólgota… La seriedad sería extrema… Nadie se emborracharía, como en Sevilla, y nadie tampoco cantaría saetas… En los balcones, respeto y mudez. Lo mismo en el de la Andaluza y sus pupilas, que en el del Ayuntamiento, donde se habían citado, para presenciar el espectáculo, María del Mar, doña Cecilia, Carlota y Pilar.

Ignacio no pudo identificarse ni por un momento con el dolor de la Semana Santa.

Porque Ana María, fiel a su promesa, llegó a Gerona el miércoles por la noche, acompañada de Charo… Ignacio esperó a las mujeres en la estación, en compañía de Gaspar Ley, quien en los minutos en que estuvieron juntos aguardando trató al muchacho con cortesía, pero con aire un poco distante. ¡A Ignacio no le importó! Nada le importaba ya, a excepción de la consideración de Manolo y del amor de Ana María.

¡Qué bien estuvo Charo desde el primer momento! Le tapó la boca a su ambicioso y adulón marido, Gaspar Ley. En cuanto vio que Ana María e Ignacio se abrazaban en el andén puso cara complacida y esbozó en guasa una bendición, a la que los muchachos correspondieron con una sonrisa de gratitud.

—¡Gerona! —exclamó Ana María, instantes después, al abandonar la lúgubre estación—. ¡La insoportable ciudad! —La muchacha echó un vistazo y añadió—: ¡Pero… si tenéis hasta taxis!

Había, en efecto, una fila de taxis esperando. Gaspar Ley, que oía extraños silbidos en su aparato para la sordera, haciéndose cargo del equipaje de Charo dijo:

—Sí, vamos a tomar uno.

Al subir al coche, Ana María reprendió a Ignacio, recordando el día en que lo acompañó a casa de Ezequiel:

—Es la segunda vez que has olvidado decirle al chófer que pusiera ahí detrás un ramo de flores blancas…

La estancia de Ana María en Gerona había de ser un éxito. La muchacha se comportó con tal soltura y dio muestras de un gozo tan hondo, que a Ignacio se le disiparon por ensalmo todos los recelos.

Fueron dos días felices, que transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos y en completa discordancia con el dolor de la ciudad. Sólo de tarde en tarde, al pasar frente al Hospital, o al ver a un niño raquítico, o a un perro vagabundo, Ana María e Ignacio pensaban: «Cristo ha muerto». En las horas restantes Gerona era ya Resurrección.

Lo más extraordinario fue que se olvidaron de sí mismos. Los dos muchachos, sabiéndose independientes en Gerona, sin la proximidad de los padres de Ana María, saboreaban una anticipada luna de miel. Pero una luna de miel tan alejada de la carne, que les dio por desear que los demás compartieran su felicidad. ¿Quiénes eran los demás? El mundo entero. Por supuesto, Charo, que había sido su ángel tutelar; pero también Gaspar Ley, que andaba a rastras, el pobre, visitando «monumentos»; y el señor obispo, que presidía todas las ceremonias; y «El Niño de Jaén», al que encontraban en todas partes; y
Cacerola
, que andaba loco buscando un capuchón; y Manuel Alvear, el primo de Ignacio, que no paraba un minuto cumpliendo incesantes encargos de mosén Alberto, y que fue la única persona de la familia a la que Ignacio presentó a Ana María.

—Manuel, te presento a mi novia, Ana María…

Manuel se azoró mucho y balbuceó:

—Tanto gusto, señora…

¡Señora! ¡Ja, ja! Por Dios, no reírse, que Cristo había muerto… Todo salió a pedir de boca. La escalera de la Rambla a Ana María no le pareció sombría en absoluto. Todo lo contrario. Sólo al pensar que por allí subía el cartero para entregar sus cartas a la madre de Ignacio, la emocionó de tal forma que la muchacha se quedó plantada en medio de la calzada y dijo:

—¿Sabes que la casa de Málaga, en que naciste, se parece mucho a ésta?

¡Cómo miró al balcón, cubierto con un crespón negro! ¡Cómo espió por si a través de los entreabiertos postigos vislumbraba el rostro de Carmen Elgazu o de Matías Alvear! Ignacio le advirtió, apretándole el antebrazo:

—No, a esta hora, no. Deben de estar en el comedor…

En el comedor… ¿Por qué no podía ella subir y abrazarlos a los dos y decirles: «Tenéis otra hija»? ¿Y por qué no podía hacer lo propio con Pilar y con Mateo, subir a su casa y decirles: «Tenéis otra hermana»?

—No es posible aún, Ana María. Compréndelo. Pero me las arreglaré para que puedas verlos a todos, por lo menos de lejos.

Así fue. El muchacho se enteró de la hora exacta en que sus padres visitarían la parroquia del Mercadal, iniciando su tradicional recorrido para ganar la indulgencia plenaria. Y allá condujo a Ana María, hasta la esquina, a esperar.

Cuando se acercaron los padres de Ignacio, a los que la muchacha sólo conocía por un par de borrosas fotografías, Ana María los reconoció en el acto. Fue una corazonada.

Carmen Elgazu tenía sin discusión «porte de reina». Lejos aún de la iglesia, andaba ya componiéndose la mantilla… Matías llevaba el sombrero en la mano y se golpeaba con él, ligeramente, la pierna derecha…

Uno y otro iban a pasar tan cerca, que Ana María retrocedió sin darse cuenta.

—Así, que son ellos…

—Sí…

La muchacha se emocionó sobremanera. «Tus padres…», murmuró. Y apretó fuerte, muy fuerte, la mano de Ignacio. Eran dos señores. Eran mucho más que eso: un hombre y una mujer como Dios mandaba.

El paso de Carmen Elgazu y de Matías duró unos segundos tan sólo. Pronto penetraron en el vestíbulo de la iglesia y desaparecieron en el interior. Allá dentro sería ya imposible localizarlos. El templo estaba abarrotado. Por lo demás, ¿a qué insistir?

—Te pareces mucho a tu padre. ¡Muchísimo! Y cuando los exámenes en Barcelona, con una revista que compraste, te pegabas en la pierna como él con el sombrero…

—Me alegra oírte decir eso… Me alegra de veras.

Ana María consiguió también ver a Mateo y a Pilar. Ignacio se enteró de que estarían presentes en la Catedral, en el Sermón de las Siete Palabras. Y allá se fueron.

Los vieron sentados en los primeros bancos, reservados para las autoridades. Mateo vestía el uniforme de gala de Falange y Pilar, toda de negro, se había colocado en la cabeza la peineta y la mantilla, detalle que chocó a Ignacio.

Ana María se emocionó también mucho al verlos. Sin querer, los ojos se le fueron tras Mateo. «Tiene buena facha», dijo. Y era verdad. Pilar… cuando se levantaba parecía sostenerse con cierta dificultad. No estaba desfigurada. Un poco mofletuda y con los labios abultados.

—La pobre, claro… Estará completamente mareada…

—No creo —dijo Ignacio—. Hasta ahora lo pasa muy bien.

Una pregunta asomaba de continuo a los labios de Ana María… pero no pasaba de allí. ¿Dónde estaba Marta? Era su obsesión desde que se convino en que haría el viaje a Gerona: conocer a Marta, ver a la chica que durante años había ocupado el corazón de Ignacio.

Pero no se decidía, entre otras razones porque estaba convencida de que se encontrarían con ella —¡Gerona era tan pequeña!— y que el propio Ignacio le diría: «Aquélla es…»

No se equivocó. En la mañana del Jueves Santo vieron pasar a unos cien metros unas chicas de la Sección Femenina que se dirigían en formación hacia la Cruz de los Caídos que había precisamente frente a Telégrafos. Delante iba Marta, Ana María miró de tal modo a las chicas y sobre todo a la que las capitaneaba, que a Ignacio no le cupo más remedio que decir:

—Si quieres conocer a Marta… allí está.

Ana María la miró… y se le encogió el espíritu. Una mezcla de sentimientos. Celos retrospectivos, sensación de victoria, un poco de piedad. Marta le pareció distinguida, pero físicamente un poco aséptica. Carente de expresividad.

—Está muy delgada…

—Sí…

Fue como una decepción. Ana María casi hubiera deseado una rival más peligrosa.

Por fin la piedad se impuso y la muchacha miró a Ignacio con los ojos húmedos.

—Ya no queda nada, ¿verdad? —le preguntó, innecesariamente.

—Nada absolutamente… Parece imposible, pero es así.

¡Bueno, Ignacio se había aprendido correctamente la lección! Fue el mejor guía de la Gerona histórica que un forastero, que un turista, podía apetecer. «El recinto romano de la ciudad tenía forma triangular… Los vértices los señalaban la torre Gironella, un ángulo de la plazoleta de San Félix y por último la calle de las Ballesterías…» «Ahí tienes la Catedral… En el siglo X era una iglesia primitiva. Pero había en ella tantas goteras, que el cabildo se dolía de que era imposible oficiar en los días de lluvia o de temporal. Entonces el obispo Pedro Roger proyectó levantar un nuevo templo y…» «Ese campanario de San Félix es el más bello de los campanarios de Cataluña… En Barcelona no tenéis ninguno que se le pueda comparar. La primera piedra la puso, en 1368, el obispo Iñigo de Valterra… y dirigió las obras el maestro francés Pedro Zacoma…» «Vamos ahora a San Pedro de Galligans… La portada de la iglesia es una joya del siglo XI, como también la nave central… Te encantará… estoy seguro. A mí San Pedro de Galligans me gusta muchísimo…»

Ana María, que para pasar aquellos dos días se había llevado tres trajes, sonreía por dentro viendo los esfuerzos de Ignacio. No lo interrumpía, aunque no retenía ni una sola fecha ni conseguía descubrir el significado de las formas de ningún capitel. Tan sólo, después de visitar los Baños Árabes, le sugirió:

—¿Por qué no me llevas a las murallas, para ver el valle de San Daniel?

Hacía frío. Fue una lástima. Y había neblina en la ladera. El verde ubérrimo de la primavera había muerto. Sin embargo, era fácil imaginar lo hermoso que aquello podía ser… Y se veía el meandro del Ter a lo lejos y la inmensa cúpula arisca que formaban los desnudos árboles de la Dehesa.

Allí, acodados en los restos de un mirador, se dieron el único beso de aquellas dos jornadas; a doscientos metros escasos de donde Paz y Pachín se juntaron frenéticamente, por primera vez, sobre la hierba.

Más tarde, al visitar las avenidas de la Dehesa, en la que no había nadie, gozaron tanto pisoteando hojas, persiguiéndose entre los troncos, perdiéndose por la parte norte de la Piscina donde alguien, tal vez Rufina, la medio bruja de los traperos, había encendido una pequeña hoguera que olía como si fuera incienso, que no se acordaron de que los labios estaban hechos para unirse. Se abrazaron, eso sí. Con toda la fuerza de un bosque. Con toda la fuerza de un amor contenido normalmente por la distancia.

Ana María sólo veía a Charo y a Gaspar Ley a la hora de las comidas, en el mismo hotel en que se hospedaba Mr. Edward Collins, el cónsul inglés.

Charo le preguntaba:

—¿Qué tal, Ana María?

—¿Hace falta que te lo diga?

—No, estás rebosante…

—¿Quieres que te cuente quién fue Pedro Roger…? Un arquitecto francés que puso la primera piedra de los Baños Árabes…

—Pero ¡qué barbaridad estás diciendo!

—Te lo juro, Charo. Ignacio está enteradísimo…

—¿Habéis ganado ya la indulgencia plenaria?

—Hemos ganado diez o doce…

En un momento dado, Ana María, viendo que su amiga no le preguntaba nada sobre Marta, le dijo:

—¿Sabes que he conocido a Marta?

—¡Ah!, ¿sí?

—La vi de lejos…

—¿Y qué tal es?

—Muy distinguida…

Hasta que llegó la hora de la procesión. Fue entonces cuando Ignacio no acertó a disimular por más tiempo y les comunicó a sus padres que Ana María estaba en Gerona.

—Manolo y Esther nos han invitado a ir a su casa, a su balcón. Haceos cargo…

Carmen Elgazu se tapó por un momento la boca con la punta de los dedos. ¡Le había dolido tanto lo de Marta! Pero era un hecho consumado y ahora se moría de ganas de conocer a Ana María.

Iba a decir algo, pero Matías se le anticipó.

—De acuerdo, hijo. Me parece muy bien.

Importante momento… Cuando Ana María entró en el piso de Manolo y Esther, Ignacio se dio cuenta de que aquél era sin duda alguna el ambiente de la muchacha. La manera como entregó el abrigo a la doncella que les abrió la puerta, indicaba que tenía el hábito de hacerlo… ¡Qué naturalidad! Y lo mismo al saludar a Manolo —flamante asesor oficial de la fábrica Soler, de mil y pico de obreros— y a Esther, que se había puesto, para la ocasión, un vestido negro infinitamente más acertado que el que llevaba Pilar en el Sermón de las Siete Palabras.

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