¿Peligrosa mentalidad? Tal vez… Pero, en todo caso, era sin discusión el mejor agente de la plantilla. Olfato y rapidez. Sin su colaboración, la red vigilante establecida por don Eusebio Ferrándiz en la provincia se desmoronaría por su base. Era, por lo tanto, la pieza ingrata pero inevitable, como podían serlo el verdugo o los laceros que el Ayuntamiento movilizaba cuando, de tarde en tarde, aparecía por la ciudad un perro rabioso.
Don Eusebio Ferrándiz era de otra pasta. Veinte años en el Cuerpo de Policía y todavía se preguntaba a menudo: «¿Qué derecho tengo yo a permitir que se amenace a la gente, e incluso que se la pegue para que cante?». Pero la explicación era categórica; lo exigía su cargo. Debía velar por la seguridad de la población. En resumen, ¡complicado mundo!, el argumento del comisario Diéguez: «Soy policía, ¿no?».
Por fin los Costa se decidieron a actuar y tomaron posesión del despacho directivo de la Constructora Gerundense, S. A., sito en la calle Platería. El acto fue sencillo y tuvo lugar el día 13; es decir, el mismo día en que Franco se trasladó a Bordighera para entrevistarse con el Duce, entrevista cuyo comunicado conjunto, hecho público al día siguiente, se pareció sustancialmente al publicado en ocasión del encuentro Franco-Hitler celebrado en Hendaya,
Amanecer
añadió que el Caudillo, a su regreso a España, paró en Montpellier, donde conversó larga y amistosamente con el general Pétain, su «maestro» y uno de los hombres que Franco admiraba.
Los Costa dieron la impresión, desde el primer momento, de que irían a lo suyo… pero con prudencia. La
Fiscalía de Tasas
, el Gobernador ¡y el comisario Diéguez!, los inquietaban. El comisario Diéguez era la flecha que, como fuere, deberían esquivar.
Procuraron, pues, no hacer ostentación. Nada de reformas en el local, un tanto destartalado. Se compraron dos coches, pero de segunda mano. Cumplieron con la promesa que le hicieron a Félix, quien gracias a ello pudo matricularse en la Escuela de Bellas Artes, que empezó a funcionar en la ciudad, bajo la dirección de Cefe, el pintor de desnudos. El único gesto un tanto aparatoso, aparte el de situarse en misa en el primer banco, fue hacer un importante donativo al Gobierno Civil, con destino a la construcción de la Ciudad Universitaria de Madrid.
En cuanto a la reorganización interna de la Sociedad, su primera disposición consistió en nombrar un secretario. Eligieron a Leopoldo, el muchacho que trabajaba en el Consulado Español de Perpignan, amigo de Ignacio, al que los Costa habían conocido a raíz de sus gestiones para regresar a Francia. «Es un hombre cabal. No aspira a hacerse millonario en dos meses, como el administrador… Y con él podremos hablar de política y de las andanzas de ese tal De Gaulle, que está resultando un tipo de cuidado».
La segunda disposición tomada fue reunir en el despacho a la Torre de Babel, a Padrosa y al abogado Mijares. La operación les salió redonda. No sólo convencieron a este último —el talonario de cheques bastó— para que cesara en Sindicatos, sino que compraron la mitad más una de las acciones de la Agencia Gerunda. Con lo que la Torre de Babel y Padrosa, en premio a su audacia, pasaron a ser socios, aunque minoritarios, de los Costa.
Inmediatamente después llamaron al arquitecto municipal y le dieron las instrucciones necesarias para que levantara de nueva planta el edificio de Fundiciones Costa. «En realidad —decían siempre los dos hermanos—, lo que profesionalmente nos interesa es esto: la metalurgia. Todo lo demás es circunstancial».
Simultáneamente empezaron a pagar los correspondientes jornales a los detenidos que salieron de la cárcel el mismo día que ellos y a los que habían prometido darles trabajo. «Desde este momento trabajáis ya para nosotros. Sois obreros —perdón productores— de la Fundición». Algunos de dichos productores habían ya trabajado en ella antes de la guerra. El administrador comentó: «Creo que ha sido una idea práctica. De ese modo no se irán a trabajar a Alemania, como tantos otros».
Y, entretanto, ¡conocieron al coronel Triguero! Por fin éste pudo estrecharles la mano a los dos ex diputados. Sin embargo, la entrevista fue mucho más breve de lo que el coronel hubiera deseado. Holgaba hablar de las operaciones realizadas en el pasado y en las que el jefe de Fronteras actuó con mano maestra. Interesaba el futuro. En otras palabras, era preciso conseguir la adjudicación de las obras de la nueva cárcel que iba a construirse en el vecino pueblo de Salt —el señor obispo reclamaba, y con razón, la devolución del Seminario— y, sobre todo, las obras de los nuevos cuarteles, cuya autorización el general había obtenido del Ministerio del Ejército. «Esto de los cuarteles es importante. ¡Suponemos, coronel, que la operación va a resultarle a usted fácil!».
El coronel, al oír esto, hizo un guiño muy expresivo.
—Pues lo siento, pero están ustedes en un error… —objetó—. Hablar de cuarteles es meterse en la boca del lobo.
Los Costa le miraron.
—¿Y el capitán Sánchez Bravo?
—No hay manera de convencerle. Hoy mismo he hablado con él, antes de venirme aquí. Sigue contestando: «Papá me da miedo». No se decide a colaborar.
Los hermanos Costa no se inmutaron, limitándose a cabecear varias veces consecutivas.
—Ofrézcale cien mil pesetas si nos consigue los cuarteles. Una operación aislada. No tiene por qué vernos ni por qué formar parte de la Sociedad. Cien mil pesetas al contado y en billetes sin estrenar.
El coronel Triguero se quedó de una pieza y estuvo a punto de preguntar: «Y a mí, ¿cuánto me corresponderá?».
—De acuerdo, lo intentaré…
—¡Muchas gracias! —contestaron los Costa, levantándose.
El coronel, apabullado por la contundencia de sus interlocutores, se levantó a su vez. Iba a decir algo, pero los hermanos Costa se le anticiparon.
—Coronel Triguero, confiamos en esa hada milagrosa que, según usted, vela en Madrid por sus intereses…
El coronel, todavía sin reponerse, contestó:
—Pueden confiar en ella…
—Un ruego: siga usted en Figueras. Venga usted a Gerona lo menos posible.
—Así lo haré…
Ya en la puerta, los hermanos Costa le dijeron:
—¡Pero, por favor, venga usted siempre vestido de paisano!
El coronel se miró el uniforme.
—¡Oh, claro! Perdón…
Al día siguiente, los hermanos Costa se entrevistaron con Gaspar Ley, representante en Gerona de Sarró y Compañía. Prefirieron visitarle en su propio feudo, es decir, en el Banco Arús.
Dicha entrevista fue también breve; pero cabe decir que Gaspar Ley sacó de los dos ex diputados una impresión excelente. Aunque sin motivo para ello, los había imaginado un tanto vulgares y manejando un léxico más bien restringido. Nada de eso.
Tenían buena pinta, llevaban traje de muy buen corte, se expresaban sin circunloquios y con precisión. Había en su apariencia física algo fofo, pero ello podía achacarse a su prolongada estancia en la cárcel. Por otra parte, no carecían de sentido del humor, cualidad siempre loable.
Gaspar Ley, terminado el breve preámbulo, les ratificó que Sarró y Compañía, que oficialmente se dedicaba a importación y exportación, deseaba ampliar su negocio.
«Don Rosendo Sarró tiene un concepto moderno de la producción y de las transacciones. Prefiere ser cigarra a ser hormiga, ¿comprenden? Dicho de otro modo, en materia de finanzas tiene más bien mentalidad americana».
Los Costa asintieron con la cabeza.
—¿De qué capital dispone esa Sociedad, si puede saberse?
Gaspar Ley se tocó el aparato que llevaba para la sordera.
—Me resultaría muy difícil calcularlo…
Los Costa, al oír esto, levantaron simultáneamente, debajo de la mesa, las punteras de los zapatos.
—Hay un punto que convendría aclarar. ¿Por qué Sarró y Compañía, siendo tan importante, desea conectar con nosotros?
—La razón es geográfica —explicó Gaspar Ley—. Gerona está cerca de la frontera… Y dispone del puerto de San Feliu de Guixols, pequeño pero poco vigilado.
Hubo un silencio.
—¿No podría usted ser más explícito?
—Lo lamento. Don Rosendo Sarró prefiere concretar personalmente los detalles secundarios.
Los Costa marcaron otra pausa.
—Tenga usted en cuenta que nosotros no podemos salir de Gerona…
—No importa. Don Rosendo Sarró está dispuesto a desplazarse.
—¿Cuándo?
—Me habló de eso. Él propone el día de San José. Dice que las fiestas de precepto le traen suerte.
Los Costa sonrieron.
—¡De acuerdo! A nosotros también.
Gaspar Ley sonrió a su vez.
—¿Algo más?
Los ojos de los Costa rodaron por el despacho de su interlocutor.
—Sí, una última pregunta. El Banco Arús… ¿juega aquí algún papel?
Gaspar Ley abrió los brazos.
—Puede decirse que el Banco Arús pertenece a Sarró y Compañía…
La respuesta pareció satisfacer a los hermanos Costa, los cuales se levantaron y estrecharon la mano de Gaspar Ley. Antes de salir, uno de ellos depositó sobre la mesa de éste una caja de cigarros habanos.
Una vez fuera, los dos ex diputados se miraron e hicieron un mohín que significaba:
«¡Esto marcha!». En cuanto a Gaspar Ley, no pudo menos de pensar que los Costa eran, al igual que don Rosendo Sarró, los clásicos industriales catalanes que imprimían ritmo progresivo al país. Mientras existieran tipos como ellos, Cataluña continuaría su ruta…
Aunque hubiera letreros que prohibieran hablar en catalán. Aunque el general Sánchez Bravo se regocijara por dentro cada vez que leía en el periódico que el Gobierno tenía la intención de instalar una factoría en la provincia de Málaga o en la provincia de Segovia…
A primeros de marzo los hermanos Costa dominaban la situación. Entre otras cosas se dieron cuenta de que los sistemas de trabajo que el momento imponía no tenían nada que ver con los de antes de la guerra civil. Habían surgido auténticos prestidigitadores, de los que dijeron «que debían de haber aprendido el oficio en la cátedra de don Juan March». Por ejemplo, se enteraron de que algunas fábricas de tejidos… no fabricaban.
Conseguían en Madrid el cupo de lana, de algodón o de la materia que fuese y procedían automáticamente a venderla, sin tomarse la molestia de llevarla al telar.
También se enteraron de que existía una lucha titánica para obtener el permiso de fabricar gasógenos, que el Gobierno había declarado de interés nacional.
A decir verdad, los Costa estaban contentos. Los sufrimientos pasados no habían hecho mella en ellos y las perspectivas eran halagüeñas. Todo iba apuntalándose con firmeza. El capitán Sánchez Bravo, según noticias, al oír la cifra cien mil había cambiado de color y había soltado un taco, perdonable a todas luces. El personal que los rodeaba era adicto —Leopoldo se mostraba de lo más eficiente— y más lo sería cuando supiera que era intención de los ex diputados dar a todos sus empleados una participación anual en los beneficios. Por otra parte, y en otro orden de valores, empezaban a recibir por las calles espontáneas muestras de afecto…
La Torre de Babel, que visitaba a los Costa a menudo, mostraba asimismo una euforia contagiosa. «¡Hay que ver! —les decía, desde su estatura inalcanzable—. ¡Hay momentos en que ya no sé si perdí la guerra o si la gané!». Lo mismo le ocurría a Padrosa, su compañero, cuyo sueño era tener coche propio y a base de él engatusar un día a Silvia, la manicura de Barbería Dámaso, y conseguir llevarla a la cama. O casarse con ella; le daba igual…
Los hermanos Costa eran más cautos. Sabían que, pese a las apariencias, la guerra se había perdido, y por consiguiente volvían a lo de siempre: las autoridades podían de un plumazo hacerles la pascua, e incluso mandarlos —había precedentes de ello— a Garrapinillos, provincia de Guadalajara, a perforar un túnel.
Conscientes de tal circunstancia, externamente adoptaban una actitud circunspecta.
Antes eran conocidos por su exuberancia y por sus estentóreas carcajadas; ahora, por su seriedad. Era muy raro que salieran sin sus respectivas esposas. Ramón, el camarero del Café Nacional, no disimulaba su desencanto. «Pero ¿es que en Francia no aprendieron ustedes ninguna historieta no apta para menores? ¿Será verdad que no se movieron ustedes de Marsella? ¡Por favor, que esto es el aburrimiento padre!».
Los Costa sólo daban rienda suelta a sus impulsos… en el Estadio de Vista Alegre.
Es decir, en el fútbol y en los partidos de hockey sobre ruedas.
El hockey sobre ruedas, que desconocían por completo, los entusiasmó. Era un deporte felino, apasionante, y el equipo de Gerona era sin duda el mejor y encabezaba la clasificación del Campeonato.
En cuanto al fútbol, en él frívol dos hermanos, que gracias al capitán Sánchez Bravo consiguieron dos abonos de tribuna, se desgañitaban a placer, primero porque les salía de la entraña —¡efectivamente, Pachín marcaba unos goles de antología!— y luego porque allí todo estaba permitido y nadie se ocupaba de ellos. Claro, el fútbol era la gran válvula de escape ideada por las autoridades, el sucedáneo de las luchas políticas, de los mítines y de las huelgas. «¡Fuera, fuera…!». «¡Que le rompan una pierna!». «¡Criminal!».
Lo único que les dolía, que les dolía de veras, era la actitud de su cuñado, «La Voz de Alerta». Por fin se habían decidido a enviarle un aviso: «Nos gustaría saludarte…» «La Voz de Alerta» se negó. «Hice lo que pude por vosotros cuando os juzgaron. No veo ahora motivo para prolongar nuestras relaciones».
Los Costa ignoraban que «La Voz de Alerta», pensando en Laura hubiera accedido a la entrevista; pero que Carlota, condesa de Rubí, se opuso a ello con toda energía. «Me darías un gran disgusto si les estrechases la mano a ese par de granujas». ¡Ah, cuando la condesa de Rubí decía «me darías un gran disgusto», «La Voz de Alerta» dejaba caer al suelo estrepitosamente la vara de mando!
Coincidiendo con la estratégica incorporación de los hermanos Costa a la vida de la ciudad, vientos huracanados, de impresionante fuerza, azotaron extensas zonas de España, Portugal y el estrecho de Gibraltar, ocasionando una serie de catástrofes.
La ciudad más particularmente afectada fue Santander, patria chica del Gobernador Civil y de María del Mar… Así como durante mucho tiempo se hablaría de la inundación que había sufrido Gerona, era de prever que durante muchos años, y con mayor motivo, se hablaría del «incendio de Santander», iniciado el 17 de febrero a consecuencia, al parecer, de un cortocircuito habido en la Catedral, con el desprendimiento de un cable de alta tensión. El viento se apoderó del fuego inicial y lo llevó en volandas. Las primeras noticias llegadas a Gerona hablaban de la destrucción de la Catedral, del Palacio Episcopal, de los dos periódicos locales —Diario Montañés y Alerta—, y de gran parte del comercio céntrico de la ciudad. También se hablaba de que el huracán había ocasionado muchas víctimas en Vigo, en el litoral portugués, y de que el tren eléctrico de Bilbao había caído al río Urola.