María del Mar y Esther la miraban, con expresión de sorpresa.
—Pero… ¡hija! ¡Si acabas de casarte!
—Ya lo sé, ya lo sé… Pero querría tenerlos ya… y creciditos. Poder hablar con ellos. Es mi ilusión.
María del Mar pensaba en Pablito.
—Desde luego, dan mucho quehacer. Y muchos sobresaltos… Pero dan también muchas alegrías.
Esther se mostraba también encantada con su parejita. «Cada día son más salados».
—No te preocupes, Carlota. Todo llegará.
Doña Cecilia solía lamentarse de que su hijo, el capitán Sánchez Bravo, anduviera mariposeando sin mostrar el menor deseo de casarse.
—¡Ese bribón —decía—, va a privarme del gustazo de ser abuela!
A veces pasaban revista a las mujeres hermosas de la ciudad, como en los concursos de belleza que se celebraban antes de la guerra. «Si se organizasen ahora —bromeaba la viuda de Oriol—, el obispo se moriría del susto». «Pero ahora el obispo no está aquí. ¿Así, pues, a quién elegiríamos Miss Gerona?».
El envite daba lugar a vivas controversias. Descartada Esther, por su condición de casada —Esther esbozaba una reverencia—, la lucha quedaba entablada entre Silvia, la manicura, y la hija del jefe de Obras Públicas, que era un primor pero que parecía destinada a quedarse para vestir santos. Un día Carlota se pronunció sin remilgos… ¡por Paz Alvear! Hubo protestas. «Pero… es una chica muy vulgar ¿no?». Carlota opinó: «Tal vez. Pero que se lleva a los hombres de calle, eso seguro. Empezando por mi marido, no creáis…» Entonces la viuda de Oriol recordó que en el año 1933 una muchacha gerundense había obtenido nada menos que el título de Miss Europa.
A María del Mar le gustaba plantear el problema del feminismo. Aseguraba que las mujeres españolas eran las más femeninas del mundo. «Entonces —objetaba Esther—, ¿cómo te explicas que en el país, y salvo excepciones, los maridos se pasen la vida en los cafés?». Carlota estimaba que los hombres eran muy superiores en todo, incluso en generosidad. «Nosotras somos egoístas, hay que reconocerlo. A veces me pregunto para qué servimos… Ellos son arquitectos, ingenieros, abogados, ¡alcaldes! Escriben, inventan… Con sólo mujeres viviríamos todavía en la Edad de Piedra». La viuda de Oriol abundaba en la misma opinión. «Parece ser que tienen el cerebro más desarrollado que nosotras, que su cerebro pesa más». Doña Cecilia se reía. «¡Eso sí lo creo! son más pesados que los sermones del señor obispo».
Las tardes volaban en el caserón del Gobierno Civil. No, no había acritud entre aquellas mujeres. A veces la merienda que les ofrecía María del Mar era tan suculenta que, pensando en las cartillas de racionamiento, les remordía un poco la conciencia.
«Supongo que es un abuso ¿verdad? ¡Pero las tartas de nata son tan ricas!». Cuando jugaban a las cartas ponían tal pasión en el juego que doña Cecilia, que actuaba de espectadora, acababa tomándoles el pelo. «¡Ni el general pone esa cara cuando juega ante los mapas a hacer la guerra!».
No era raro que, a mitad de la sesión, entrase Cristina, llevando alguno de los graciosos pijamas que solía usar para andar por casa. Entonces todo se paralizaba y la pequeña se convertía en la reina de la reunión.
—¡Cristina! ¡Encanto!
—¡Anda, hija. Saluda a esas amigas de mamá… Dales un beso.
—Sí, mamá.
Doña Cecilia acariciaba el cabello de la niña y volvía a pensar que el capitán Sánchez Bravo era un bribón, puesto que no la obsequiaba con una nieta como Cristina.
Al término de esas reuniones, cuando las amigas de María del Mar se habían marchado —Carlota, que conducía ella misma su coche, coche negro, precioso, las acompañaba a todas a sus respectivos domicilios—, la mujer del Gobernador suspiraba satisfecha. Y se sentaba en su sillón preferido a descansar. A veces sentía celos de la juventud de Esther y de Carlota y, repentinamente, se entristecía. Rehuía los espejos, que le hubieran devuelto demasiadas arrugas. Entonces, a escondidas de Pablito y de sí misma tomaba un paquete de tabaco que guardaba en un cajón y encendía un pitillo… rubio. Las espirales de humo dibujaban palabras en el aire: Santander, gripe, feminidad; o frases enteras: orfeones del Cantábrico, cerebros masculinos, que pesaban más, monasterios de Poblet y Santes Creus, que ella, ¡por simple pereza!, no había visitado nunca.
Lo menos que podía decirse de Pilar es que vivía feliz. El piso de la plaza de la Estación, pese a las mejoras hechas en él, especialmente en la cocina, y pese a la hermosa alcoba con cama antigua, altísima, era modesto, pero un vivo testimonio de Paz. Pilar y Mateo se entendían a las mil maravillas. Según expresión de don Emilio Santos, «eran dos tórtolos». Don Emilio Santos afirmaba que quien mejor lo pasaba era él. «He ganado una hija, que me cuida como me cuidaba mi mujer, que en paz descanse. Al menor descuido, una golosina en la mesa. La ropa, limpia. Pilar cada mañana me pone la inyección para mis piernas y por la noche, antes de irme a la cama, me calienta la botella de agua. En fin, que me ha tocado la lotería…»
Tal vez la nota discordante fuera Teresa, una chiquilla de quince años recién cumplidos que Pilar había tomado en concepto de criada. Era torpona, no daba una a derechas y Pilar a menudo se enfadaba con ella. Pero tampoco llegaba la sangre al río y Teresa, que por otra parte era muy graciosa, le decía a su «señorita», a Pilar, que tuviera un poco de paciencia, que lo que ella quería era aprender.
La gran ventaja de Pilar fue seguir al pie de la letra los consejos de su madre, Carmen Elgazu. «Los hombres quieren limpieza en la casa. Sé limpia, sobre todo. El suelo, las lámparas, las camisas… Sobre todo, las camisas. Y la comida variada. Tienes la ventaja de que Mateo podrá conseguirte el racionamiento que quieras. A veces un plato de crema es más útil que cien discursos. ¡Ah, y pon ceniceros en todas partes!».
Pilar obedeció. Casi exageraba. El piso relucía. Mateo, más exigente que María del Mar en esas cuestiones, se negó a lo del doble, o triple, racionamiento; pero Pilar se espabiló por su cuenta. El dinero no le alcanzaba para adquirir muchas cosas en el mercado negro, pero por algo había trabajado en la Delegación de Abastecimientos, en la sección de cartillas… y por algo el señor Grote, que continuaba allí, le había dicho siempre: «Si necesitas algo, ya sabes».
Pilar descubrió que tener hogar propio, ser la dueña, la «señorita», la «señora», daba tal sensación de plenitud que sólo faltaba que al abrir la ventana luciera el sol para alcanzar lo dicho: la felicidad. Y si llovía, lo mismo… Era hermoso encender la estufa —de aserrín, como en la Rambla— y ponerse a coser mientras fuera caía el agua mansamente. Además, los ruidos que oía desde la casa se le hacían entrañables, especialmente los ocasionados por el paso cercano de los trenes. El latido de las locomotoras y su silbido disparaban su imaginación, recordándole que el mundo estaba en marcha. Y que, con el mundo, estaba en marcha su corazón. A veces, el humo procedente de la estación empañaba los cristales; pero entonces Teresa acudía con prontitud, y con un paño blanco les devolvía la transparencia original.
Mateo sólo tenía una queja: Pilar lo llamaba demasiadas veces por teléfono. De repente, por cualquier motivo, marcaba el 1374, el número de Falange. «¿Está mi marido…? Por favor, que se ponga». Mi marido… ¡Qué bien sonaba la palabra! Mateo cogía el auricular: «¿Qué ocurre, pequeña?», «Nada, tenía ganas de oír tu voz…» «Pero ¿no comprendes que…?». «No comprendo nada. Quería oír tu voz…» En otras ocasiones inventaba excusas fútiles, insignificancias. «Mateo, no olvides el mechero, que luego me das la lata…» «Mateo, Teresa y yo hemos quitado el polvo de todos tus libros, uno por uno. Y verás lo que te he puesto en el despacho…»
Cualquier cosa le causaba ilusión. Ir de compras con Teresa, llevando ésta la cesta. Detenerse en los escaparates buscando una boquilla para don Emilio Santos o unas plantillas para Mateo, que se quejaba de que a veces le dolían los pies. Llamar por teléfono a las amigas, procurando que su voz no delatase el grado de dicha que la embargaba. Invitándolas a merendar, o simplemente a que vieran la nueva colcha que había terminado de bordar. Llamaba a Asunción, para bromear con ella acerca de Alfonso Estrada. «Hazme caso. Duro con él. Y píntate los labios…» Llamaba a Marta. «No vamos a dejar de vernos, ¿no te parece? ¡Procura escaparte un rato esta tarde!».
Llamaba a Chelo Rosselló para preguntarle: «Pero, chica, ¿todavía no te casas con Jorge? La verdad, no sé a qué esperáis… Te juro que el estado ideal de la mujer es el matrimonio».
Menos a menudo llamaba a Esther… Esther la intimidaba un poco. Esther era muy «sabia», leía mucho, y a Pilar no le quedaba tiempo para abrir un libro. Apenas si, haciendo un esfuerzo, y porque se lo había impuesto como obligación, leía el periódico, para poder comentar con Mateo la marcha de la guerra. No fuera a ocurrir que Hitler hubiera entrado en Londres y ella no estuviese enterada… Además, Mateo salía casi todos los días en
Amanecer
. Lo menos tres veces a la semana —Pilar había sacado el promedio— aparecía su fotografía. Pilar las recortaba todas y las pegaba en un álbum que pensaba regalarle el día en que se cumpliera el primer aniversario de su boda.
Carmen Elgazu la visitaba muchas tardes. Y a veces escuchaban juntas la radio, el serial de turno. Mateo había adquirido para su suegra una mecedora casi idéntica a la del piso de la Rambla, para que Carmen Elgazu se sintiera cómoda. Matías espaciaba un poco más las visitas. Y en lo posible procuraba coincidir con don Emilio Santos, con quien sostenía largas charlas sobre los temas más dispares. Últimamente les había dado por reírse contándose el uno al otro aventuras de la juventud, quedando bien claro que Matías había vivido una mocedad bastante más animada que don Emilio Santos.
«Matías, si Carmen supiera todo esto le daba un síncope». «¡Bueno! No se enterará… Es la ventaja que tenemos los hombres. Llegamos al matrimonio sin que se nos note nada».
Día glorioso para Pilar era cuando conseguía que Mateo no tuviera nada que hacer, ningún jefe local que nombrar, ningún discurso que pronunciar, y la llevara al cine o al teatro. Entonces Pilar se ponía su mejor abrigo, su mejor traje, sus mejores abalorios y se plantaba en el palco «reservado para las autoridades» o en la fila de butacas «del cordón rojo», como una reina. Si coincidía allí con la esposa del delegado de Sindicatos, tanto mejor, porque era muy simpática y no le importaba hablar de trapos. Si coincidía con Carlota… la cosa era más complicada. Carlota le infundía tanto respeto como Esther. Y era mucho mayor que ella. Entonces no tenía sino un arma que esgrimir: sus pocos años, sus mejillas sonrosadas y su hermoso escote.
Algunas veces, invitaban a Ignacio a almorzar. Y todo salía de perlas. Ignacio, desde que Pilar se había casado, se tomaba más en serio a su hermana. Ésta había dejado de ser para él la chica que tenía chispa, pero escasas ideas propias y reacciones un tanto impertinentes. La veía… mujer. Tres meses de matrimonio le habían conferido como una aureola que en el fondo conmovía a Ignacio. Por si fuera poco, esas invitaciones, esos almuerzos, habían servido para que Mateo e Ignacio volvieran a conectar como antaño. En los últimos tiempos el trabajo distinto los había distanciado un poco. Ahora eran cuñados. Su sangre se había acercado, mezclado en cierto modo, lo que demostraba que el matrimonio era un sacramento que salpicaba a los demás, a muchas personas.
Mateo e Ignacio, al tomar ahora café juntos, café servido por Pilar, revivían sus emociones afectivas, los itinerarios de su pensamiento desde que Mateo llegó a Gerona, allá por el año 1933, dispuesto a fundar la cédula de Falange, y le dijo a Ignacio, en casa del profesor Civil, que «ser español era una de las pocas cosas serias que se podía ser en la vida».
—Mateo, ¿no preferirías ahora decir que una de las cosas más serias es casarse?
Ignacio decía esto porque andaba preocupadillo con su problema, con el problema que le había planteado el padre de Ana María. Viendo a Mateo y a Pilar, tan de la misma clase, tan parecida su gesticulación, su forma de doblar la servilleta, y hasta de decir: «perdonad un momento, voy al lavabo», se preguntaba si en la intimidad le ocurriría a él lo mismo con Ana María. En el fondo, él y Ana María se conocían sólo a través del sentimiento. A veces le daba la impresión de que sólo se habían visto en bañador, y debajo del agua… Habían tomado café juntos, pero no habían comido juntos jamás. Y jamás se habían visto el uno al otro en zapatillas.
Y era lo peor que este tema no podía tratarlo con Mateo y Pilar, puesto que la sombra de Marta andaba de por medio… De modo que procuraba olvidarlo y observar a su hermana y a Mateo. ¡Ah, sí, había que rendirse!: dos tórtolos. Mateo se derretía cuando Pilar, al pasar detrás del sillón en que estaba sentado, le revolvía el pelo o le tomaba la mano y le daba en ella un par de palmaditas. Y Pilar se volvía loca cuando Mateo la buscaba de improviso en la cocina y la pellizcaba— «¡Huy, qué tonto eres! ¿No ves que el aceite de la sartén está hirviendo?».
A mediados de marzo las visitas de Carmen Elgazu menudearon un poco más…
Circulaba por el piso de Pilar cierto aire de misterio. Matías y don Emilio Santos se miraban a veces… y sonreían. Hasta que, un día, la noticia se confirmó: Pilar iba a tener un hijo.
—¡Mateo! ¡Es verdad! ¡Es verdad!
Mateo dejó por un momento de pensar en Falange y abrazando a Pilar apoyó la cabeza en su hombro, y, sin poder evitarlo, rompió en un sollozo. Tuvo la sensación de que aquello iba a equilibrar definitivamente su vida. A veces se notaba viviendo demasiado para los demás, sin tiempo, sin tempo, para él. Saber que ahora iba a prolongarse en otro ser, que aquello que se albergaba en las entrañas de Pilar era suyo, más allá de las consignas y de la lucha, lo volvió a una realidad que casi había olvidado: la de que era un hombre. Hombre primero, jefe político después…
—Siéntate, Pilar… ¡Esto es un milagro! Amor mío, pequeña…
—¡Mateo!
—¿Sabes una cosa? Telefonéame cuantas veces quieras… Sin necesidad de excusas…
—Mateo… ¡por favor! Que me estás haciendo daño…
—¿Es posible? ¿Puede dañarse al abrazar?
—Pues… me está pareciendo que sí…
—¡Cariño! Ya no necesito plantillas… Tengo la impresión de que voy a volar.
En efecto, Mateo voló. Voló hacia regiones de ensueño. Desde siempre había deseado ser padre de familia, y a ser posible, de familia numerosa, como el doctor Andújar. Seis, ocho hijos, doce: le daba igual… A veces, en los Campamentos de Verano, tenía la impresión de que toda aquella muchachada azul le pertenecía. Pero en esa tarde de marzo, mientras latían cerca las locomotoras de la RENFE —el Estado acababa de nacionalizar los ferrocarriles de vía ancha— y la tramontana procedente del Ampurdán silbaba más que ellas y rebotaba contra los cristales limpiados por la graciosa Teresa, se dio cuenta de que el Frente de Juventudes era algo muy distinto a la paternidad. Los «flechas» eran hijos adoptivos, del pensamiento y del deber; la vida que se iniciaba en el seno de Pilar, en cambio —¿qué extravagante forma tendría ya?—, era un hijo verdadero, el epicentro del misterio, de un misterio que, al revés de la mayoría, pugnaba cada día por desvelarse, por convertirse infaliblemente en realidad; en una realidad de color amoratado y rosa; con veinte dedos, y dos ojos, y dos orejas, una naricilla para respirar.