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Authors: Douglas Adams
Empezó a apoyarse en un pie y luego en otro, pero estaba igualmente incómodo descargando el peso en cualquiera de los dos. Estaba claro que alguien había sido sumamente incompetente, y esperaba por lo más sagrado que no hubiera sido él.
—Tenía usted derecho a hacer sugerencias o a presentar objeciones a su debido tiempo, ¿sabe? —dijo mister Prosser.
—¿A su debido tiempo? —gritó Arthur—. ¡A su debido tiempo! La primera noticia que he tenido fue ayer, cuando vino un obrero a mi casa. Le pregunté si venía a limpiar las ventanas y me contestó que no, que venía a derribar mi casa. No me lo dijo inmediatamente, desde luego. Claro que no. Primero me limpió un par de ventanas y me cobró cinco libras. Luego me lo dijo.
—Pero mister Dent, los planos han estado expuestos en la oficina de planificación local desde hace nueve meses.
—¡Ah, claro! Ayer por la tarde, en cuanto me enteré, fui corriendo a verlos. No se ha excedido usted precisamente en llamar la atención hacia ellos, ¿verdad que no? Me refiero a decírselo realmente a alguien, o algo así.
—Pero los planos estaban a la vista…
—¿A la vista? Si incluso tuve que bajar al sótano para verlos.
—Ahí está el departamento de exposición pública.
—Con una linterna.
—Bueno, probablemente se había ido la luz.
—Igual que en las escaleras.
—Pero bueno, encontró el aviso, ¿no?
—Sí —contestó Arthur—, lo encontré. Estaba a la vista en el fondo de un archivador cerrado con llave y colocado en un lavabo en desuso en cuya puerta había un letrero que decía: «Cuidado con el leopardo».
Por el cielo pasó una nube. Arrojó una sombra sobre Arthur Dent, que estaba tumbado en el barro frío, apoyado en el codo. Arrojó otra sombra sobre la casa de Arthur Dent. Mister Prosser frunció el ceño.
—No parece que sea una casa particularmente bonita— afirmó.
—Lo siento, pero da la casualidad de que a mí me gusta.
—Le gustará la vía de circunvalación.
—¡Cállese ya! —exclamó Arthur Dent—. Cállese, márchese y llévese con usted su condenada vía de circunvalación. No tiene en qué basar sus pretensiones, y usted lo sabe.
Mister Prosser abrió y cerró la boca un par de veces mientras su imaginación se llenaba por un momento de visiones inexplicables, pero horriblemente atractivas, de la casa de Arthur Dent consumida por las llamas y del propio Arthur gritando y huyendo a la carrera de las ruinas humeantes con al menos tres pesadas lanzas sobresaliendo en su espalda. Mister Prosser se veía incomodado con frecuencia por imágenes parecidas, que le ponían muy nervioso. Tartamudeó un momento, pero logró dominarse.
—Mister Dent —dijo.
—¡Hola! ¿Sí? —dijo Arthur.
—Voy a proporcionarle cierta información objetiva. ¿Tiene usted alguna idea del daño que sufriría ese
bulldozer
si yo permitiera que simplemente le pasara a usted por encima?
—¿Cuánto? —inquirió Arthur.
—Ninguno en absoluto —respondió mister Prosser, apartándose nervioso y frenético y preguntándose por qué le invadían el cerebro mil jinetes greñudos que no dejaban de aullar.
Por una coincidencia curiosa,
ninguno en absoluto
era exactamente el recelo que el descendiente de los simios llamado Arthur Dent abrigaba de que uno de sus amigos más íntimos no descendiera de un mono, sino que en realidad procediese de un pequeño planeta próximo a Betelgeuse, y no de Guilford, como él afirmaba.
Eso jamás lo había sospechado Arthur Dent.
Su amigo había llegado por primera vez al planeta Tierra unos quince años antes, y había trabajado mucho para adaptarse a la sociedad terrestre; y con cierto éxito, habría que añadir. Por ejemplo, se había pasado esos quince años fingiendo ser un actor sin trabajo, cosa bastante plausible.
Pero, por descuido, había cometido un error al quedarse un poco corto en sus investigaciones preparatorias. La información que había obtenido le llevó a escoger el nombre de «Ford Prefect» en la creencia de que era muy poco llamativo.
No era exageradamente alto, y sus facciones podían ser impresionantes pero no muy atractivas. Tenía el pelo rojo y fuerte, y se lo peinaba hacia atrás desde las sienes. Parecía que le habían estirado la piel desde la nariz hacia atrás. Había algo raro en su aspecto, pero resultaba difícil determinar qué era. Quizá consistiese en que no parecía parpadear con la frecuencia suficiente, y cuando le hablaban durante cierto tiempo, los ojos de su interlocutor empezaban a lagrimear. O tal vez fuese que sonreía con muy poca delicadeza y le daba a la gente la enervante impresión de que estaba a punto de saltarles al cuello.
A la mayoría de los amigos que había hecho en la Tierra les parecía una persona excéntrica, pero inofensiva; un bebedor turbulento con algunos hábitos extraños. Por ejemplo, solía irrumpir sin que lo invitaran en fiestas universitarias, donde se emborrachaba de mala manera y empezaba a burlarse de cualquier astrofísico que pudiera encontrar hasta que lo echaban a la calle.
A veces se apoderaban de él extraños estados de ánimo; se quedaba distraído, mirando al cielo como si estuviera hipnotizado, hasta que alguien le preguntaba qué estaba haciendo. Entonces parecía sentirse culpable durante un momento; luego se tranquilizaba y sonreía.
—Pues buscaba algún platillo volante —solía contestar en broma, y todo el mundo se echaba a reír y le preguntaba qué clase de platillos volantes andaba buscando.
—¡Verdes! —contestaba con una mueca perversa; lanzaba una carcajada estrepitosa y luego arrancaba de pronto hacia el bar más próximo, donde invitaba a una ronda a todo el mundo.
Esas noches solían acabar mal. Ford se ponía ciego de whisky, se acurrucaba en un rincón con alguna chica y le explicaba con frases inconexas que en realidad no importaba tanto el color de los platillos volantes.
A continuación, echaba a andar por la calle, tambaleándose y semiparalítico, preguntando a los policías con los que se cruzaba si conocían el camino de Betelgeuse. Los policías solían decirle algo así:
—¿No cree que ya va siendo hora de que se vaya a casa, señor?
—De eso se trata, quiero recogerme —respondía Ford de manera invariable en tales ocasiones.
En realidad, lo que verdaderamente buscaba cuando miraba al cielo con aire distraído, era cualquier clase de platillo volante. Decía que buscaba uno verde porque ése era tradicionalmente el color de los exploradores comerciales de Betelgeuse.
Ford Prefect estaba desesperado porque no llegaba ningún platillo volante; quince años era mucho tiempo para andar perdido en cualquier parte, especialmente en un sitio tan sobrecogedoramente aburrido como la Tierra.
Ford ansiaba que pronto apareciese un platillo volante, pues sabía cómo hacer señales para que bajaran y conseguir que lo llevaran. Conocía la manera de ver las Maravillas del Universo por menos de treinta dólares altairianos al día.
En realidad, Ford Prefect era un investigador itinerante de ese libro absolutamente notable, la
Guía del autoestopista galáctico
.
Los seres humanos se adaptan muy bien a todo, y a la hora del almuerzo había arraigado una serena rutina en los alrededores de la casa de Arthur. Éste interpretaba el papel de rebozarse la espalda en el barro, solicitando de vez en cuando ver a su abogado o a su madre, o pidiendo un buen libro, mister Prosser asumía la función de atacar a Arthur con algunas maniobras nuevas, soltándole de cuando en cuando un discurso sobre «el bien común», «la marcha del progreso», «ya sabe que una vez derribaron mi casa», «nunca se debe mirar atrás» y otros camelos y amenazas; y el quehacer de los conductores de los
bulldozers
era sentarse en corro bebiendo café y haciendo experimentos con las normas del sindicato para ver si podían sacar ventajas económicas de la situación.
La Tierra se movía despacio en su trayectoria diurna.
El Sol empezaba a secar el barro sobre el que Arthur estaba tumbado.
Una sombra volvió a cruzar sobre él.
—Hola, Arthur —dijo la sombra.
Arthur levantó la vista y, guiñando los ojos para protegerse del sol, vio que Ford Prefect estaba de pie a su lado.
—¡Hola, Ford!, ¿cómo estás?
—Muy bien —contestó Ford—. Oye, ¿estás ocupado?
—¡Que si estoy
ocupado
! —exclamó Arthur—. Bueno, ahí están todos esos
bulldozers
, y tengo que tumbarme delante de ellos porque si no derribarían mi casa; pero aparte de eso… pues no especialmente, ¿por qué?
En Betelgeuse no conocen el sarcasmo. Y Ford Prefect no solía captarlo a menos que se concentrara.
—Bien, ¿podemos hablar en algún sitio? —preguntó.
—¿Cómo? —repuso Arthur Dent.
Durante unos segundos pareció que Ford le ignoraba, pues se quedó con la vista fija en el cielo como un conejo que tratase de que lo atropellara un coche. Luego, de pronto, se puso en cuclillas junto a Arthur.
—Tenemos que hablar —le dijo en tono apremiante.
—Muy bien —le contestó Arthur—, hablemos.
—Y beber —añadió Ford—. Es de importancia vital que hablemos y bebamos. Ahora mismo. Vamos a la taberna del pueblo.
Volvió a mirar al cielo, nervioso, expectante.
—¡Pero es que no entiendes! —gritó Arthur. Señaló a Prosser—. ¡Ese hombre quiere derribar mi casa!
Ford le miró, perplejo.
—Bueno, puede hacerlo mientras tú no estás, ¿no? —sugirió.
—¡Pero no quiero que lo haga!
—¡Ah!
—Oye, Ford, ¿qué es lo que te pasa? —preguntó Arthur.
—Nada. No me pasa nada. Escúchame, tengo que decirte la cosa más importante que hayas oído jamás. He de contártela ahora mismo, y debo hacerlo en el bar Horse and Groom.
—Pero ¿por qué?
—Porque vas a necesitar una copa bien cargada.
Ford miró fijamente a Arthur, que se quedó asombrado al comprobar que su voluntad comenzaba a debilitarse. No comprendía que ello era debido a un viejo juego tabernario que Ford aprendió a jugar en los puertos del hiperespacio que abastecían a las zonas mineras de madranita en el sistema estelar de Orión Beta.
Tal juego no se diferenciaba mucho del juego terrestre denominado «lucha india», y se jugaba del modo siguiente:
Dos contrincantes se sentaban a cada extremo de una mesa con un vaso enfrente de cada uno.
Entre ambos se colocaba una botella de aguardiente janx (el que inmortalizó la antigua canción minera de Orión: «¡Oh!, no me des más de ese añejo aguardiente janx / No, no me des más de ese añejo aguardiente janx / Pues mi cabeza echará a volar, mi lengua mentirá, mis ojos arderán y me podré morir / No me pongas otra copa de ese pecaminoso aguardiente añejo janx»).
Cada adversario concentraba su voluntad en la botella, tratando de inclinarla para echar aguardiente en el vaso de su oponente, quien entonces tenía que beberlo.
La botella se llenaba de nuevo. El juego comenzaba otra vez. Y otra.
Una vez que se empezaba a perder, lo más probable es que se siguiera perdiendo, porque uno de los efectos del aguardiente janx es el debilitamiento de las facultades telequinésicas.
En cuanto se consumía una cantidad establecida de antemano, el perdedor debía pagar una prenda, que normalmente era obscenamente biológica.
A Ford Prefect le gustaba perder.
Ford miraba fijamente a Arthur, quien empezó a pensar que, después de todo, tal vez quisiera ir al Horse and Groom.
—¿Y qué hay de mi casa…? —preguntó en tono quejumbroso.
Ford miró a mister Prosser, y de pronto se le ocurrió una idea atroz.
—¿Quiere derribar tu casa?
—Sí, quiere construir…
—¿Y no puede hacerlo porque estás tumbado delante de su
bulldozer
?
—Sí, y…
—Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo —afirmó Ford, y añadió gritando—: ¡Disculpe usted!
Mister Prosser (que estaba discutiendo con un portavoz de los conductores de los
bulldozers
sobre si Arthur Dent constituía o no un caso patológico y, en caso afirmativo, cuánto deberían cobrar ellos) miró en torno suyo. Quedó sorprendido y se alarmó un tanto al ver que Arthur tenía compañía.
—¿Sí? ¡Hola! —contestó—. ¿Ya ha entrado mister Dent en razón?
—¿Podemos suponer, de momento —le respondió Ford—, que no lo ha hecho?
—¿Y bien? —suspiró mister Prosser.
—¿Y podemos suponer también —prosiguió Ford— que va a pasarse aquí todo el día?
—¿Y qué?
—¿Y que todos sus hombres van a quedarse aquí todo el día sin hacer nada?
—Pudiera ser, pudiera ser…
—Bueno, pues si en cualquier caso usted se ha resignado a no hacer nada, no necesita realmente que Arthur esté aquí tumbado todo el tiempo, ¿verdad?
—¿Cómo?
—No necesita —repitió pacientemente Ford— realmente que se quede aquí.
Mister Prosser lo pensó.
—Pues no; de esa manera… —dijo—, no lo necesito exactamente…
Prosser estaba preocupado. Pensó que uno de los dos no estaba muy en sus cabales.
—De manera que si usted se hace a la idea de que Arthur está realmente aquí —le propuso Ford—, entonces él y yo podríamos marcharnos media hora a la taberna. ¿Qué le parece?
Mister Prosser pensó que le parecía una absoluta majadería.
—Me parece muy razonable… —dijo en tono tranquilizador, preguntándose a quién trataba de tranquilizar.
—Y si después quiere usted echarse un chispazo al coleto —le dijo Ford—, nosotros podríamos sustituirle.
—Muchísimas gracias —repuso mister Prosser, que ya no sabía cómo seguir el juego—. Muchísimas gracias, sí, es muy amable…
Frunció el ceño, sonrió, trató de hacer las dos cosas a la vez, no lo consiguió, agarró su sombrero de piel y caprichosamente se lo colocó del revés en la coronilla. Sólo podía suponer que había ganado.
—De modo que —prosiguió Ford Prefect— si hace el favor de acercarse y tumbarse en el suelo…
—¿Cómo? —inquirió mister Prosser.
—¡Ah!, lo siento —se disculpó Ford—; tal vez no me haya explicado con la claridad suficiente. Alguien tiene que tumbarse delante de los
bulldozers
, ¿no es así? Si no, no habría nada que les impidiese derribar la casa de mister Dent ¿verdad?
—¿Cómo? —repitió mister Prosser.
—Es muy sencillo —explicó Ford—. Mi cliente, mister Dent, afirma que se levantará del barro con la única condición de que usted venga a ocupar su puesto.