Lo que el príncipe Vasili llamaba «lo de Riazán» eran unos cuantos miles de obrok
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que el príncipe Vasili se quedaba...
En San Petersburgo, al igual que en Moscú, a Pierre le rodeó una atmósfera de personas tiernas y cariñosas. No pudo rechazar el puesto, o mejor dicho, el nombramiento (porque él no hacía nada) que le había conseguido el príncipe Vasili y había que atender a tantos conocidos, invitaciones y ocupaciones varias que Pierre experimentó aún más que en Moscú esa sensación de ofuscación, prisa y de un bien exigido pero no alcanzado. Muchos de los antiguos amigos solteros de Pierre no estaban en San Petersburgo. La guardia estaba en campaña. Dólojov había sido degradado y Anatole estaba en el ejército, en provincias y por lo tanto Pierre no pudo continuar pasando sus noches como gustaba de hacerlo antes. Pasaba todo su tiempo en almuerzos, bailes y predominantemente en casa del príncipe Vasili en compañía de la vieja y gruesa princesa y de la bella Hélène, en relación con la cual era presentado en sociedad en contra de su voluntad con obligación de hacer el papel tan desacostumbrado para él de primo o hermano, dado que se veían todos los días y vivían juntos. Pero si
Hélène quería bailar con alguien le pedía directamente a Pierre que fuera su caballero. Ella le enviaba a decirle a su madre que ya era hora de irse, y a averiguar si ya había llegado el coche y por la mañana, en el paseo, le pedía que le trajera sus guantes.
Anna Pávlovna Scherer le mostró más que nadie a Pierre el cambio que se había operado en la forma que tenía toda la sociedad de verle. Antes, como en la inoportuna conversación sobre la revolución francesa que entabló Pierre en su velada, él sentía constantemente que hablaba con torpeza, que era inconveniente y que carecía de tacto, que Hippolyte podía decir tonterías y eran consideradas oportunas, pero que su conversación, que a él le parecían inteligente cuando la urdía en su imaginación, se convertía en necia tan pronto como la exponía en voz alta y ese tímido desacierto experimentado en el mundo de Anna Pávlovna le llamaba a la rebeldía y a mantener un discurso especialmente radical. «Es igual —pensaba él—, ya que todo resulta impropio voy a decirlo igualmente.» Y entonces se embarcaba en conversaciones como la mantenida con el vizconde. Así había sido antes, pero ahora era al contrario. Todo lo que él decía resultaba encantador. Y si incluso la propia Anna Pávlovna no se lo decía, él se daba cuenta de que ella quería decírselo pero que se abstenía de hacerlo por no herir su modestia.
Al comienzo del invierno de 1805 a 1806, Pierre recibió el acostumbrado papel rosa de Anna Pávlovna con una invitación a la que se añadía: «Encontrará en mi casa a la bella Hélène, a la que nadie se cansa de admirar». Al leer esto Pierre se dio cuenta por primera vez de que entre él y Hélène había un cierto vínculo, que los demás reconocían, y este pensamiento a la vez le asustó como si le hubieran impuesto una obligación con la que no podía cumplir y le sedujo como una suposición divertida.
La velada en casa de Anna Pávlovna era tal como la primera, la única novedad que ofrecía la anfitriona a sus invitados era que en este caso no estaba Mortemart sino un diplomático que venía de
Berlín conocedor de detalles frescos sobre la estancia del emperador en Potsdam y sobre asuntos de guerra. Pierre fue recibido por Anna Pávlovna con un matiz de tristeza referente a la reciente pérdida que había sufrido el joven y esa tristeza era exactamente la misma que la imperial tristeza que expresaba ante el recuerdo de su augusta emperatriz María Fédorovna. Pierre, sin saber él mismo por qué, se sintió halagado. Anna Pávlovna organizaba los grupos de su velada con su habitual maestría. En un grupo grande en el que estaba el príncipe Vasili y los generales se gozaba de la compañía del diplomático. El segundo grupo estaba en la mesita de té. Pierre quería unirse al primero, pero Anna Pávlovna, que se encontraba en un estado de excitación similar al del comandante en el campo de batalla, en el momento en el que mil brillantes nuevas ideas le vienen a la mente y apenas tiene tiempo de ponerlas en práctica, al ver a Pierre le tocó con el dedo:
—Espere, tengo planes para usted para esta velada. —Ella miró a Hélène y le sonrió—. Mi querida Hélène, es necesario que sea caritativa con mi pobre tía, que siente adoración por usted. Esté con ella diez minutos. Y para que no le resulte demasiado aburrido, aquí tiene un caballero que no se negará a acompañarla.
La bella se dirigió hacia la tía pero Anna Pávlovna retuvo a Pierre a su lado con aspecto de que era imprescindible hacerle todavía unas últimas convenientes indicaciones.
—¿No es cierto que es encantadora? —dijo ella señalando a la belleza que se alejaba con majestuosidad—. ¡Y qué maneras! ¡Qué tacto para una muchacha tan joven y qué arte para comportarse! ¡Lo lleva en la sangre! El que la despose será afortunado. Junto a ella el hombre menos mundano conseguirá espontáneamente y sin esfuerzo ocupar un lugar brillante en sociedad. ¿No es cierto? Solo quería saber su opinión. —Y Anna Pávlovna dejó a Pierre.
Pierre respondió afirmativamente con sinceridad a la pregunta de Anna Pávlovna sobre el gusto que tenía Hélène para comportarse. Si alguna vez pensaba en Hélène era precisamente en el excepcional y reposado modo que tenía ella de ser agradable en sociedad.
La tía recibió en su rincón a los dos jóvenes, pero parecía querer esconder su adoración por Hélène y mostrar el temor que le causaba Anna Pávlovna. Miraba a su sobrina como interrogándola sobre lo que debía hacer con esa gente. Al alejarse de ellos, Anna Pávlovna volvió a tocar con un dedo la manga de Pierre y le dijo:
—Espero que no vuelva a decir que se aburre uno en casa de mademoiselle Scherer.
Hélène sonrió como si quisiera decir que no concebía que al verla a ella se pudiera experimentar otra emoción que no fuera admiración. La tía tosió ligeramente, tragó saliva y dijo en francés que estaba muy contenta de ver a Hélène. Después se dirigió a Pierre con el mismo saludo y el mismo gesto.
En medio de la aburrida y entrecortada conversación, Hélène miró a Pierre y le sonrió con la misma sonrisa clara y hermosa con la que sonreía a todos. Pierre estaba tan acostumbrado a esa sonrisa y significaba tan poco para él que le sonrió también débilmente y se volvió.
La tía hablaba en ese momento de la colección de tabaqueras que tenía el difunto padre de Pierre, el conde Bezújov. Ella sacó la suya. La princesa Hélène le pidió que le dejara ver el retrato del marido de la tía, que estaba grabado en la tabaquera.
—Seguramente está hecho por Vinesse —dijo Pierre refiriéndose al conocido miniaturista, inclinándose sobre la mesa para coger la tabaquera y prestando atención a la conversación que tenía lugar en la otra mesa. Se levantó para rodearla, pero la tía le tendió la tabaquera por detrás de Hélène. Hélène se inclinó hacia delante para dejarle sitio y le miró sonriendo. Llevaba, como siempre en las veladas, un vestido muy escotado a la moda de la época, tanto por delante como por detrás. Su busto, que siempre le había parecido a Pierre de mármol, se encontraba tan cerca de su vista, que con sus ojos miopes percibió involuntariamente el viviente atractivo de sus hombros y su cuello, tan cerca de su boca, que solo tenía que inclinarse un poco para rozarse con ellos. Pierre se inclinó involuntariamente, se apartó azarado y de pronto se sintió inmerso en la fragante y cálida atmósfera del cuerpo de la bella. Sintió el calor de su cuerpo, el olor de los perfumes y el crujido de su corsé al respirar. No la vio ya como una belleza marmórea, un todo con el vestido, como la veía y sentía antes, sino que de pronto vio y sintió su cuerpo, solamente oculto por la ropa. Y una vez visto esto ya no pudo verla de otra manera, del mismo modo que no podemos volver a ver un espejismo.
Ella le miró fijamente con sus negros ojos brillando y le sonrió. «¿Así que hasta ahora no se había percatado de lo hermosa que soy? —parecía decir—. ¿No se había dado cuenta de que soy una mujer? Sí, soy una mujer. Una mujer que puede pertenecer a cualquiera, incluso a usted.» Pierre se sonrojó, bajó los ojos y de nuevo quiso verla como la belleza ajena y distante para él que le pareciera antes. Pero ya no podía hacerlo. No podía, lo mismo que un hombre que ve en la niebla una tallo de hierba y lo confunde con un árbol no puede, una vez que ha visto la hierba, ver de nuevo en ella un árbol. Miraba y veía una mujer palpitando en el vestido que la cubría. Y como si eso fuera poco sintió en ese momento que Hélène no solo podía, sino que debía e iba a ser su esposa y que no podía ser de otro modo. Lo supo con tanta seguridad como lo sabría si ya estuviera con ella bajo la corona.
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Cómo y cuándo sería no lo sabía, ni siquiera si sería un matrimonio afortunado. Incluso pensaba que sería muy desafortunado por alguna razón que desconocía.
—Bueno, les dejo en su rincón, veo que les va muy bien —sonó la voz de Anna Pávlovna.
Y Pierre, intentando recordar con temor si había hecho algo censurable, enrojeció mirando alrededor de ellos. Sentía que todos sabían, del mismo modo que él, lo que le había sucedido.
Poco tiempo después cuando se trasladó al grupo grande, Anna Pávlovna le dijo:
—Dicen que está arreglando su casa de San Petersburgo. —(Era verdad, el arquitecto le había dicho que era necesario y Pierre, sin saber el mismo para qué, arreglaba su casa de San Petersburgo)—. Eso está bien, pero no se vaya del lado del príncipe —dijo ella sonriendo al príncipe Vasili—. Es bueno tener un amigo como el príncipe. Yo sé algo de eso, ¿no es cierto? ¿Y usted? Usted necesita consejo. —Ella guardó silencio—. Si se casara ya sería distinto. —Y ella les englobó en una mirada. Pierre no miraba a Hélène y ella ya no se separaba de él, estaba singularmente cerca, toda ella cerca de él con su precioso cuerpo, su olor, su piel y el rubor de la pasión femenina. Él murmuró algo y enrojeció.
Una vez en casa, Pierre tardó mucho en conciliar el sueño pensando en lo que le había pasado. ¿Qué era exactamente lo que le había sucedido? Nada. Solo había entendido que una mujer, a la que conocía desde niño, a la que despreciaba, de la que decía distraídamente: «Sí, es linda», cuando le comentaban lo hermosa que era, había comprendido que esta mujer le podía otorgar todo un mundo de deleites en el que hasta el momento no había pensado. «Pero es estúpida, yo mismo he dicho que es estúpida —pensaba él—. Esto no es amor, al contrario. Pero hay algo en este sentimiento que ella ha despertado en mí, algo prohibido. ¿Por qué habrá conseguido despertar esto en mí? Me dijeron que su hermano Anatole estaba enamorado de ella y que ella estaba enamorada de él y que por eso habían alejado a Anatole. Su hermano es Hippolyte y su padre el príncipe Vasili. Yo no debería amarla», discurría él y al tiempo que así pensaba, cuando este pensamiento estaba aún a medias, se descubría a sí mismo sonriendo dándose cuenta de que otra serie de razonamientos emergía de los primeros y que a la vez que pensaba en la insignificancia de Hélène, soñaba en que ella fuera su mujer, que se enamorara de él, que fuera completamente distinta y que todo lo que había pensado y escuchado de ella fuera incierto y de nuevo no la veía como antes sino que solo veía su cuello, sus hombros, su seno. «Pero ¿por qué nunca antes había tenido estos pensamientos...?»
Y de nuevo se decía que no era posible y que habría algo de indigno y de perverso en ese matrimonio. Recordaba sus palabras y sus miradas de antes y las miradas y palabras de quienes les habían visto juntos. Recordó con espanto las palabras y la mirada de Anna Pávlovna cuando le hablaba de la casa, recordó cientos de esas alusiones por parte del príncipe Vasili y de otros y le entró pánico: ¿no se había comprometido ya de algún modo para el cumplimiento de ese propósito que arruinaría toda su vida? Y decidió firmemente alejarse de ella, observarse a sí mismo y partir. Pero en el momento en el que expresó esa decisión del otro lado de su consciencia emergió su imagen y él dijo: «Si me rindo a ella todo será olvidado y perdonado, esta es la felicidad, qué ciego he estado que no había visto antes la posibilidad de una felicidad tan grande».
En el mes de noviembre de 1805, el príncipe Vasili tenía que ir en viaje de inspección a Moscú y a otras cuatro provincias. Lo había organizado con la intención de visitar de paso sus fincas arruinadas y las fincas de su futuro yerno, el joven conde Bezújov, y habiendo recogido a su hijo Anatole en el lugar en el que se encontraba su regimiento, ir juntos a visitar al príncipe Nikolai Andréevich Bolkonski, con la intención de casar a su hijo con la hija del acaudalado anciano. Pero antes de partir y de afrontar esos nuevos asuntos, le era imprescindible que el asunto de Pierre se concretara. Era cierto que este iba últimamente a diario y pasaba todo el día en casa del príncipe Vasili, estaba turbado y en presencia de Hélène se comportaba de forma ridícula y necia como hacen los enamorados, pero aún no le había hecho la proposición.
«Todo esto es precioso», se dijo una vez a sí mismo por la mañana con un suspiro de tristeza, dándose cuenta de que Pierre, que tanto le debía (bueno, que Dios le perdone), no se comportaba del todo bien con él. «Es la juventud y la frivolidad, bueno, qué se le va a hacer —pensó el príncipe Vasili sintiéndose muy satisfecho de su propia bondad—, pero todo esto debe acabar. Pasado mañana es el santo de Lelina, invitaré a alguna gente. Y si no entiende qué es lo que debe hacer, entonces ya será asunto mío. Soy el padre.»
Mes y medio después de la velada en casa de Anna Pávlovna y la agitada noche de insomnio que la siguió, en la que Pierre había decidido que el matrimonio con Hélène arruinaría su vida y que debía evitarla y marcharse, después de tomar esa decisión iba a casa del príncipe Vasili a diario y percibía con horror que cada día estaba más y más unido a ella a los ojos de la gente, que no podía de ninguna manera volver a verla tal como lo hacía antes, que el hecho de separarse de ella le parecía terrible y que debía ligar su destino al de ella. Puede que se hubiera podido abstener de verla, pero no había día en el que no recibiera notas de la madre de la princesa o de la propia Hélène de parte de su madre en las que le escribían que le esperaban y que si no asistía echaría a perder el regocijo general y frustraría sus esperanzas... El príncipe Vasili, en los pocos momentos que pasaba en casa, al pasar por delante de Pierre le daba la mano presentándole su afeitada mejilla y le decía o bien «hasta mañana» o «ven a comer o de lo contrario no te veré», o «me quedo por ti», y cosas parecidas. Pero cuando el príncipe Vasili se quedaba por Pierre (según él decía) no le dirigía ni dos palabras. Pierre no se sentía con fuerzas de frustrar sus esperanzas.