—Uno había sido alcanzado —respondió el oficial de guardia con firmeza y precisión— y el otro no puedo recordarlo, yo mismo estuve allí todo el tiempo dando las órdenes pertinentes y tan pronto como me fui... Fue una pena, verdaderamente —añadió él tímidamente.
Alguien dijo que el capitán Tushin estaba allí, en esa misma aldea y ya se había enviado a por él.
—Usted estuvo también, príncipe Bolkonski —dijo el príncipe Bagratión dirigiéndose al príncipe Andréi.
—Por poco no nos tropezamos —dijo el oficial superior de guardia, sonriendo agradablemente a Bolkonski.
—No tuve el placer de verle —dijo fríamente el príncipe Andréi levantándose.
En ese instante apareció Tushin en el umbral avanzando tímidamente por detrás de las espaldas de los generales. Rodeado de generales en la oscura isba y como siempre turbado ante los mandos, Tushin no vio el mástil de la bandera y se tropezó con él. Unos cuantos se rieron.
—¿Por qué se abandonaron los cañones? —preguntó Bagratión, frunciendo el ceño no tanto por el capitán sino por los que reían entre los que se oía más alta que ninguna la risa de Zherkov. Solo ahora a Tushin, ante el amenazador aspecto del mando, se le reveló todo el horror y la vergüenza de que estando él con vida hubiera perdido dos cañones. Estaba tan agitado que hasta ese instante no había tenido tiempo de pensar en ello. La risa de los oficiales le desconcertó aún más. Estaba ante Bagratión con un temblor de la mandíbula inferior como si tuviera fiebre o fuera un niño que se fuera a echar a llorar y apenas alcanzó a decir:
—No lo sé... Su Excelencia... no tenía hombres, Su Excelencia.
—¿Y no había podido cogerlos de las tropas de cobertura?
Tushin no dijo que no había tropas de cobertura a pesar de que era la pura verdad. Temía con eso jugarle una mala pasada a otro mando y, en silencio, miraba fijamente al rostro de Bagratión con el mismo aspecto que tiene un alumno confuso ante su examinador.
El silencio se alargó bastante. Era evidente que el príncipe Bagratión sin desear ser severo no hallaba qué decir y el resto no se atrevían a inmiscuirse en la conversación. El príncipe Andréi miró a Tushin entornando los ojos.
—Su Excelencia —rompió el príncipe Andréi el silencio con su penetrante voz—, usted me permitió ir a la batería del capitán Tushin. Estuve allí y encontré muertos a las dos terceras partes de los soldados y los caballos, dos cañones destrozados y ningún tipo de tropas de cobertura.
El príncipe Bagratión y Tushin miraban ahora al unísono porfiadamente a Bolkonski, que dejaba escapar lentamente las palabras de la boca.
—Y si Su Excelencia me permite expresar mi opinión —continuó él—, el éxito de este día se lo debemos sobre todo a la actuación de esta batería y a la heroica firmeza del capitán Tushin y de su compañía —dijo el príncipe Andréi señalando con un gesto nervioso y desdeñoso al sorprendido capitán.
El príncipe Bagratión miró a Tushin, y aunque era evidente que no quería expresar incredulidad ante el juicio de Bolkonski no se sentía al mismo tiempo en situación de creerle completamente, inclinó la cabeza y le dijo a Tushin que se podía marchar.
«¿Q
UIÉNES
son? ¿Qué quieren? ¿Qué necesitan? ¿Y cuándo acabará todo esto?», pensaba Rostov mirando las sombras que cambiaban enfrente suyo, cuando Tushin se alejó de él. El dolor del brazo se hacía más insoportable. Le vencía el sueño, círculos encarnados saltaban ante sus ojos y la impresión que le causaban esas voces y esos rostros y la sensación de soledad se fundían con el dolor. Ellos, esos soldados, heridos y sanos, ellos, esos oficiales y especialmente ese extraño e inquieto soldado con la cabeza vendada le abrumaban, le agobiaban, le retorcían los tendones y quemaban la carne de su brazo roto y de su hombro. Para librarse de ellos, en especial de él, de ese ansioso soldado de la sonrisa fija, cerró los ojos.
Se adormeció por un instante, pero en ese corto intervalo de olvido vio en sueños una innumerable cantidad de cosas: vio a su madre y sus grandes manos blancas, vio los delgados hombros de Sonia, los ojos y la risa de Natasha y a Denísov con su voz y sus bigotes y a Telianin y toda la historia con Telianin y Bogdanich. Toda esa historia era lo mismo que ese soldado de la voz penetrante y toda esa historia y esos soldados le agarraban y apretaban de forma lacerante e insistente y todos tiraban de su brazo en la misma dirección. Él trataba de apartarse de ellos, pero ellos no aflojaban la presión de su hombro ni por un instante. No le hubiera dolido, hubiera estado bien, si no tiraran de él; pero era imposible librarse de ellos.
Se incorporó. La humedad del suelo y el dolor le hicieron ponerse a temblar como si tuviera fiebre. Abrió los ojos y miró hacia arriba. La negra cortina de la noche pendía a un arshin de las brasas. En esa luz flotaban copos de nieve. Tushin no regresaba, el médico no acudía. Estaba solo, únicamente un soldadito estaba entonces sentado desnudo al otro lado del fuego calentando su delgado y amarillento cuerpo.
«¡A nadie soy necesario! —pensó Rostov—. Nadie me ayuda ni se apiada de mí. Y una vez yo viví en mi casa, fuerte, alegre y querido.» Suspiró y con el suspiro gimió involuntariamente.
—¿Qué, duele algo? —preguntó el soldadito sacudiendo su camisa sobre el fuego y sin esperar respuesta, graznó, y añadió—: No se han perdido hoy pocos paisanos, ¡es terrible!
Nikolai no escuchaba al soldado. Miraba los copos que revoloteaban sobre el fuego y recordaba el invierno ruso en la cálida y luminosa casa, su abrigo de pieles, los rápidos trineos, su cuerpo sano y sobre todo el amor y las atenciones de su familia. «¿Para qué he venido aquí? ¡Ahora todo ha acabado! Estoy solo y me muero», pensaba él.
Al día siguiente los franceses no reanudaron el ataque y los restos del destacamento de Bagratión se unieron al ejército de Kutúzov. Al tercer día el príncipe Anatole Kuraguin, ayudante de campo de Buchsgevden, acudió al galope para darle a Kutúzov la noticia de que las tropas que venían de Rusia se encontraban a un día de distancia. Los ejércitos se reunieron.
La retirada de Kutúzov, a pesar de la pérdida del puente de Viena y en particular esa última batalla de Schengraben, fueron la sorpresa no solo de rusos y franceses sino de los mismos austríacos. Al destacamento de Bagratión le llamaron «el ejército de los héroes», y Bagratión y su destacamento recibieron importantes distinciones de los austríacos y poco tiempo después la llegada a Olmütz del emperador ruso.
E
L
príncipe Vasili no meditaba sus planes y aún menos pensaba en hacer daño a la gente para sacar ventaja de ello. Solo era un hombre de la alta sociedad, que tenía éxito en el mundo y que se había acostumbrado a ese éxito. Se fraguaban en él constantemente, según las circunstancias y sus relaciones con la gente, cambios de planes y consideraciones de los que ni él mismo se daba verdadera cuenta, pero que suponían el mayor interés de su existencia.
Y esos planes y consideraciones no eran ni uno ni dos, sino de decenas de ellos, de los que algunos acababan de ocurrírsele, otros se lograban y otros desaparecían. Él no decía por ejemplo: «Esta persona es ahora influyente, debo conseguir su confianza y amistad y pedir a través de él un préstamo al contado», o no se decía a sí mismo: «Debo atraerlo, casarlo con mi hija y aprovecharme indirectamente de su posición». Pero si se encontraba con la persona influyente, en ese mismo momento su instinto le sugería que esa persona podía serle útil, y el príncipe Vasili se le acercaba y ante la primera ocasión, sin preparación previa, naturalmente, por instinto, le halagaba, le trataba con familiaridad y hablaba del tema sobre el que le interesaba pedir la merced. En este juego de intrigas no se encontraba la felicidad, pero sí el sentido de su existencia. Sin eso la vida no hubiera tenido significado para él. Pierre estaba
bajo su control en Moscú, consiguió que el joven fuera a San Petersburgo, consiguió que le prestara 30.000 rublos, consiguió que fuera designado gentilhombre de cámara, lo que se consideraba entonces como el actual grado de consejero de estado. Como por distracción, pero a la vez con la indudable certeza de que debía ser así, hacía todo lo posible para casar a Pierre con su hija. Si el príncipe Vasili hubiera preparado sus planes, nunca hubiera podido ser tan natural en su trato y tomarse tantas familiaridades. Tenía un instinto que le atraía siempre hacia personas más influyentes y más ricas que él y un instinto que también le mostraba las ocasiones en las que debía utilizar a estas personas.
Inmediatamente después de la muerte de su padre, Pierre, tras su soledad y ociosidad, se sintió hasta tal punto rodeado de gente y ocupado, que solamente cuando se acostaba podía quedarse solo consigo mismo. Tenía que firmar documentos, tratar con oficinas públicas sobre asuntos de los que no tenía una noción clara, preguntar sobre cualquier cuestión a su secretario, visitar sus propiedades y recibir a un enorme número de personas que antes ni siquiera sabían de su existencia y que ahora se hubieran sentido ofendidas y airadas si él no hubiera querido verlas. Todas estas personalidades varias —hombres de negocios, parientes y conocidos— tenían una disposición buena y cariñosa hacia el joven heredero, todos ellos estaban visible e incuestionablemente convencidos de las muchas cualidades de Pierre. No paraba de oír las palabras: «con su extremada bondad», «con su buen corazón» o «es usted tan honesto, conde» o «con su inteligencia» o «si él fuera tan inteligente como usted» y otras similares, así que finalmente acabó por convencerse de su bondad e inteligencia, tanto más porque en el fondo de su alma siempre había considerado que era más bondadoso e inteligente que la mayoría de la gente a la que conocía. Hasta la gente que antes se comportaba con él de manera ruin y hostil, se convertía en tierna y afectuosa. Incluso la severa princesa mayor fue a la habitación de Pierre después del funeral y bajando los ojos y sin cesar de ruborizarse, le dijo que sentía muchísimo los malentendidos que había habido entre ellos y que ahora no se sentía con el derecho de pedirle nada más que que le permitiera, después del terrible golpe, quedarse aún unas cuantas semanas en la casa que tanto amaba y en la que tantos sacrificios había hecho. No pudo contenerse y se echó a llorar al pronunciar estas palabras. Pierre le tomó de la mano, le pidió que se tranquilizara y que no abandonara nunca la casa. Desde ese día la princesa comenzó a tejerle una bufanda, a preocuparse por su salud y a decirle que ella solo temía por él y que entonces estaba contenta de que él le permitiera quererlo.
—Hazlo por ella, querido mío, después de todo ha sufrido tanto por el difunto —le dijo el príncipe Vasili dándole a firmar un documento a favor de la princesa, y desde entonces esta fue aún más bondadosa con él.
Las hermanas pequeñas también se volvieron más bondadosas; en especial la más joven y linda, la que tenía un lunar, que con frecuencia hacía que Pierre se turbara con su atolondramiento al verle. Poco después de la muerte de su padre escribió al príncipe Andréi. En la corta respuesta que recibió de él desde Brünn, el príncipe Andréi le escribía entre otras cosas: «Ahora te va a ser difícil, querido mío, ver con claridad, aun a través de las gafas, el mundo. Recuerda que ahora vas a estar rodeado de todo lo más mezquino y ruin y lo noble se alejará de ti». «No hablaría así si viera su bondad y sinceridad», pensó Pierre. A Pierre le parecía tan natural que todos le quisieran, le hubiera parecido tan anormal que alguien no le amara, que no podía dejar de creer en la sinceridad de la gente que le rodeaba. Raramente hallaba tiempo para leer y para reflexionar sobre sus temas favoritos: los ideales revolucionarios y Bonaparte y la estrategia, que ahora, siguiendo los acontecimientos bélicos, había comenzado a interesarle terriblemente. En la gente que le rodeaba no encontraba afinidad hacia esos intereses.
No tenía tiempo para nada. Se sentía constantemente en un estado de dulce y alegre embriaguez. Se sentía el centro de algún importante movimiento general. Sentía que constantemente se esperaba algo de él, sentía que si no hacía ese
algo
, muchos se entristecerían y defraudaría sus esperanzas, pero que si lo hacía, todo iría muy bien. Por lo tanto hacía todo lo que le pedían, pero eso tan excepcional que todos esperaban seguía sin llegar.
Durante estos primeros momentos, el príncipe Vasili más que ningún otro, se adueñó de los asuntos de Pierre tanto como si fueran los suyos propios. Desde el momento de la muerte del conde Bezújov no había dejado de mano a Pierre. Daba el aspecto de un hombre agobiado de trabajo, cansado y exhausto pero que, al final, por compasión, no podía abandonar a su suerte y dejar en manos de los bellacos a ese joven desamparado, hijo de su amigo y con tan inmensa fortuna. En los pocos días que pasó en Moscú después de la muerte del conde Bezújov, hacía llamar a Pierre o iba a visitarle y le ordenaba lo que debía hacer con tal tono de cansancio y seguridad como si a cada momento le estuviera diciendo: «Sabes que estoy sepultado de trabajo, pero no tendría compasión si te dejara así, pero esto ha de acabarse; y tú bien sabes que lo que te ordeno es lo único factible».
—Bueno, amigo mío, finalmente partimos mañana —le dijo una vez cerrando los ojos y tocándole con los dedos el codo, con tal tono como si lo que decía hubiera estado acordado entre ambos hacía mucho tiempo y no pudiera ser de otro modo, a pesar de que era la primera vez que Pierre lo escuchaba—. Mañana partimos, podrás venir en mi coche. Estoy muy contento. Aquí lo más importante ya está resuelto. Hace tiempo que yo ya debería haberme ido. Mira lo que he recibido del príncipe. Intercedí por ti y has sido admitido en el cuerpo diplomático y hecho gentilhombre de cámara.
A pesar de la fuerza del tono de cansada seguridad, que decía que eso no podía ser de otro modo, Pierre, que había estado pensando tanto tiempo en su carrera, quiso objetar algo, pero el príncipe Vasili le interrumpió.
—Pero, querido mío, esto lo he hecho por mí, me lo dictaba mi conciencia y no tienes nada que agradecerme. Nunca nadie se quejó de que le quisieran demasiado, puedes abandonarlo todo mañana mismo, pero ya tú mismo decidirás en San Petersburgo. Ya era hora de que te alejaras de todos estos terribles recuerdos. —El príncipe Vasili suspiró—. Sí, sí, querido mío. Que vaya mi ayudante de cámara en tu coche. Ah, sí, casi lo olvido —añadió el príncipe Vasili—, sabes que tenía unas cuentas con el difunto, he recibido lo de Riazán y me lo quedo. A ti no te hace falta. Ya haremos nosotros cuentas.