—Ha venido antes un mando y se ha largado de rápido —dijo un artillero al príncipe Andréi—, no como Su Excelencia.
El príncipe Andréi no habló nada con Tushin. Ambos estaban tan ocupados que parecía que ni siquiera se hubieran visto. Cuando, después de cubrir los que quedaban intactos de los cuatro cañones del avatrén, comenzaron a bajar la montaña (dejaron un cañón que estaba roto y otro de largo alcance), el príncipe Andréi se acercó a Tushin.
—Bueno, hasta la vista —dijo el príncipe Andréi tendiéndole la mano a Tushin.
—Hasta la vista, querido —dijo Tushin—. Adiós, querido —dijo Tushin con lágrimas en los ojos.
El príncipe Andréi se encogió de hombros y volvió atrás.
—Bueno, una pipa por esto —dijo Tushin.
E
L
viento se calmó, las nubes negras que colgaban bajas sobre el campo de batalla se fundían en el horizonte con el humo de la pólvora. Empezó a oscurecer y el resplandor de los dos incendios se hizo más claro. La cañonada comenzó a debilitarse, pero el traqueteo de los fusiles detrás y a la derecha se escuchaba cada vez más cercano y frecuente. Tan pronto como Tushin, acercándose y adelantando heridos, salió con sus cañones de debajo del fuego y llegó al barranco, le salieron al encuentro mandos y ayudantes de campo entre los que estaba el oficial superior Zherkov, que había sido enviado por dos veces a la batería de Tushin y no había conseguido llegar ni una sola. Todos le daban órdenes interrumpiéndose los unos a los otros, sobre cómo y adonde ir y le hacían reproches y observaciones sobre la manera irreflexiva en que había actuado por haber estado tanto tiempo sin retirarse. Tushin no disponía nada y guardaba silencio temiendo hablar porque a cada palabra estaba a punto, sin saber por qué, de echarse a llorar montado en su jamelgo de artillería. Aunque se había ordenado abandonar a los heridos, muchos de ellos caminaban tras las tropas y pedían que les dejaran ir montados en los cañones. El mismo oficial de infantería que antes de la batalla leía acerca de las circasianas iba tumbado sobre la cureña con una bala en el estómago. Al bajar la montaña, un pálido cadete de húsares que se sujetaba un brazo con el otro se acercó a Tushin y le pidió que le dejara sentarse en el cañón.
—Capitán, por el amor de Dios, tengo una contusión en el brazo —dijo él tímidamente. Era evidente que no era la primera vez que el cadete pedía un sitio para sentarse y que antes había recibido negativas. Rogaba con voz triste e indecisa—. Ordene que me sienten, por el amor de Dios.
—Sentadlo. Sentadlo —dijo Tushin—. Echale un capote, tú, tío. ¿Y dónde está el oficial que se encontraba herido?
—Lo han descargado, había muerto —respondió alguien.
—Sentadlo. Siéntese, querido, siéntese. Ponle el capote, Antonov.
El cadete era Rostov. Se sujetaba un brazo con el otro, estaba pálido y su mandíbula inferior se sacudía a causa de un temblor febril. Le sentaron en el mismo cañón del que habían descargado al oficial muerto. En el capote que le acercaron había sangre, de la que se mancharon los pantalones y las manos de Rostov.
—¿Está usted herido, querido? —dijo Tushin, acercándose al cañón en el que iba sentado Rostov.
—No, es una contusión.
—Entonces, ¿por qué hay sangre en el mástil? —preguntó Tushin.
—Ese oficial, Excelencia —respondió un soldado de artillería frotando la sangre con la manga del capote como si se disculpara por la suciedad del cañón.
A la fuerza y con ayuda de la infantería subieron los cañones a la montaña y al llegar a la aldea de Guntersdorf se detuvieron. Había oscurecido tanto que no se podía distinguir el uniforme de un soldado a diez pasos, y el tiroteo comenzó a cesar. De pronto cerca del lado derecho se escucharon de nuevo gritos y descargas. Los disparos refulgían en la oscuridad. Era el último ataque de los franceses al que respondieron los soldados atrincherados en las casas de la aldea. Todos se marcharon de nuevo de la aldea, pero los cañones de Tushin no podían moverse y los artilleros, Tushin y el cadete, mirándose unos a otros en silencio, se quedaron esperando su suerte. El tiroteo comenzó a cesar y de la calle lateral surgieron las animadas conversaciones de los soldados.
—¿Estás bien, Petrov? —preguntaba uno.
—Hermano, qué infierno que han encendido. Ahora no se puede ni pisar por allí —decía otro.
—No se ve nada. ¡Cómo han frito a los suyos! No se ve nada en la oscuridad, hermanos. ¿No hay nada de beber?
Los franceses fueron rechazados por última vez. Y de nuevo en la más total oscuridad, los cañones de Tushin, rodeados del murmullo de la infantería, siguieron avanzando en la oscuridad huyendo como un río sombrío e invisible siempre en la misma dirección con el murmullo de las conversaciones, los susurros y los ruidos de los cascos y de las ruedas. En el rumor general, sobre los otros ruidos, los más claros de todos los sonidos eran los gemidos y las voces de los heridos en la oscuridad de la noche. Sus gemidos parecían rellenar toda esa oscuridad que rodeaba a las tropas. Sus gemidos y la oscuridad de esa noche eran todo uno. Al cabo de un tiempo la muchedumbre que avanzaba fue presa de la agitación. Alguien pasó con su séquito sobre un caballo blanco y dijo algo al pasar.
—¿Qué ha dicho? ¿Dónde vamos a ir ahora? ¿Hay que detenerse? ¿Nos felicita? —se escucharon las ávidas preguntas por todos lados, y toda la masa en movimiento comenzó a apretarse entre sí (era evidente que los de delante se habían detenido) y se extendió el rumor de que se había ordenado detenerse. Todos se pararon en medio del embarrado camino por el que iban.
Se encendieron los fuegos y las conversaciones se hicieron audibles. El capitán Tushin, dando órdenes a la compañía, mandó a uno de los soldados a buscar un puesto de socorro o un médico para el cadete y se sentó al lado del fuego que los soldados habían encendido en el camino. Rostov también se arrastró hacia el fuego. El temblor febril a causa del dolor, del frío y la humedad estremecía todo su cuerpo. El sueño le vencía, pero no podía dormirse a causa del dolor que le atormentaba, y no encontraba una postura para el brazo. Bien cerraba los ojos, bien miraba el fuego, que le parecía ardientemente rojo, bien a la encorvada y débil figura de Tushin sentado a la turca a su lado. Los grandes, bondadosos e inteligentes ojos de Tushin estaban detenidos en él con tal compasión y piedad que sintió pena de él. Se dio cuenta de que Tushin quería con todo su corazón ayudarle y no podía.
Por todas partes se podían oír los pasos y las conversaciones de los que paseaban y de la infantería que se distribuía alrededor, el sonido de las voces, de los pasos y de los cascos de los caballos en el barro y el crepitar lejano y cercano de la leña se fundía en un agitado rumor.
Ya no era como antes, un invisible río en la oscuridad, sino que era como un mar sombrío que oscila y se apacigua tras una tormenta. Rostov escuchaba y miraba sin comprender todo lo que sucedía ante y alrededor de él. Un soldado de infantería se acercó a la hoguera, se sentó en cuclillas, acercó las manos al fuego y volvió el rostro.
—¿No le importa, Excelencia? —dijo él dirigiéndose interrogativamente a Tushin—. Me he separado de mi compañía, Excelencia, yo mismo no sé dónde, ¡qué desgracia!
Junto con el soldado se acercó a la hoguera un oficial de infantería con la mandíbula vendada y le pidió a Tushin que ordenara que movieran un poco los cañones para poder pasar un carro. Tras el comandante aparecieron en la hoguera dos soldados. Maldecían y peleaban quitándose el uno al otro una bota.
—¡Tú la has cogido! ¡Menudo listo! —gritaba uno con voz ronca.
Después se acercó un soldado delgado y pálido con el cuello envuelto en un pañuelo ensangrentado que pedía agua con voz enfadada a los artilleros.
—¿Qué, me tengo que morir como un perro? —decía él. Tushin ordenó que le dieran agua. Después se acercó un soldado alegre que pedía fuego para la infantería.
—¡Un poco de fueguito ardiente para la infantería! Quedad en paz, compatriotas, gracias por el fuego, después os lo devolveremos con intereses —decía él mientras se llevaba a algún sitio en la oscuridad el tizón al rojo.
Tras este soldado cuatro más que portaban algo pesado en los capotes pasaron al lado de la hoguera. Uno de ellos tropezó.
—Diablos, han dejado leña en el camino —farfulló uno.
—Si está muerto, ¿por qué hay que llevarlo? —dijo otro de ellos.
—¡Venga, vosotros!
Y se ocultaron en la oscuridad con su carga.
Al mismo tiempo desde otro lado se acercaron dos oficiales de infantería y un soldado sin gorra con la cabeza vendada.
—Fueguito, señores. No encuentro a los míos, así que me sentaré aquí.
Los artilleros le dejaron sitio.
—¿No habrán visto, señores, dónde se encuentra el tercer batallón, el de Podolsk? —preguntó uno.
Nadie lo sabía. El soldado de la cabeza vendada se sentó en la hoguera, y frunciendo el ceño miró a los que estaban sentados alrededor.
—Muchachos —dijo él dirigiéndose a los artilleros—, ¿no hay nada de vodka? Pago una moneda de oro por dos tapones de vodka.
Sacó la bolsa. El uniforme era de soldado, pero llevaba un capote azul con una manga rota. Del pecho le colgaba una cartuchera y una espada francesa. Tenía la frente y las cejas manchadas de sangre. Una arruga artificial en el entrecejo le daba una expresión agotada y despiadada, pero su rostro era sorprendentemente bello y en las comisuras de sus labios se dibujaba una sonrisa. Los oficiales continuaron su conversación.
—¡Cómo me lancé sobre ellos! ¡Cómo gritó! —decía un oficial—. No, hermano, les ha ido mal a tus franceses.
—Bueno, ya se va a poner a fanfarronear —dijo otro.
Mientras tanto el soldado se había bebido los dos tapones de vodka que consiguiera de los artilleros y había pagado la moneda de oro.
—Sí, ahora se van a contar muchas historias —dijo él dirigiéndose con desprecio al oficial—, pero por alguna razón no te he visto en la batalla.
—Bueno, no hay otro como Dólojov —dijo el oficial riéndose tímidamente y hablando con un compañero—. No le basta con asestar bayonetazos a los franceses y ha disparado a uno de los suyos de la Quinta compañía.
Dólojov miró rápidamente a Tushin y a Rostov que no apartaban la vista de él.
—No se puede correr, por eso le disparé —dijo él—, y a un oficial hubiera matado con la bayoneta si fuera cobarde.
Dólojov comenzó a remover las brasas y a añadir leña.
—¿Por qué dejaron esos cañones a los franceses? —le dijo a Tushin. Tushin frunció el ceño, se dio la vuelta e hizo como si no le oyera.
—¿Qué? ¿Duele? —le preguntó en un susurro a Rostov.
—Duele.
—¿Y por qué pelean? —dijo Tushin suspirando.
En ese momento, al lado de la hoguera resonaron los pasos de dos caballos, se vieron las sombras de los jinetes y se escuchó la voz del mando que decía algo severamente.
—Se le ordenó ir a la cola de la columna, ir allí y ocupar la posición —decía una voz enojada—, y no discurrir.
—Allí no se oían las voces y aquí se están pavoneando de nuevo —dijo Dólojov, de modo que los que pasaban le pudieran escuchar, se levantó, se colocó bien el capote, el vendaje de la cabeza y se alejó de la hoguera.
—Su Excelencia el general requiere su presencia, están aquí en una isba —dijo un artillero acercándose a Tushin.
—Ahora mismo voy, querido.
Tushin se levantó y abrochándose el capote se alejó de la hoguera.
Cerca de la hoguera de los artilleros, en una isba preparada para él, estaba sentado a la mesa el príncipe Bagratión hablando con algunos jefes de unidad que estaban allí reunidos. Había allí un anciano con los ojos entrecerrados que roía con glotonería un hueso de cordero y el general que llevaba veintidós años de servicio intachable, sonrojado a causa del vodka y de la comida y el oficial superior con la sortija y Zherkov que miraba intranquilo a todos y el príncipe Andréi entornando los ojos perezosa y despreciativamente.
En la isba había una bandera arrebatada a los franceses apoyada en una esquina y el auditor, con rostro inocente, pellizcaba la tela de la bandera y meneaba la cabeza con incredulidad quizá porque en efecto le interesaba el aspecto de la bandera o quizá porque a un hambriento le resultaba penoso mirar a una comida a la que no había sido invitado. En la isba de al lado había un coronel de dragones francés que había sido hecho prisionero. Alrededor se agolpaban nuestros oficiales, mirándolo. El príncipe Bagratión daba las gracias a algunos mandos, les pedía detalles de la acción y les preguntaba acerca de las pérdidas. El comandante del regimiento que había pasado revista en Braunau informaba al príncipe de que tan pronto como empezó la acción había abandonado el bosque reuniendo a los que recogían leña y habiendo dejado pasar a los franceses por su lado golpeó con dos batallones armados de bayonetas y les arrolló.
—Cuando vi, Excelencia, que el primer batallón se había dispersado, me quedé parado en el camino y pensé: «Dejaré pasar a estos y le saldré al encuentro con el fuego del batallón», y así lo hice.
El comandante del regimiento deseaba tanto hacer eso, había lamentado tanto que no le hubiera dado tiempo a hacerlo, que le parecía que todo había sido exactamente así. Pero ¿y no podía ser que hubiera sucedido? ¿Acaso era posible discernir en aquella confusión qué había y qué no había sucedido?
—Y tengo que mencionar, Su Excelencia —continuó él, recordando la conversación de Dólojov con Kutúzov y su último encuentro con el degradado—, que el degradado a soldado Dólojov tomó prisionero ante mis propios ojos a un oficial francés y se distinguió especialmente.
—Precisamente ahí vi, Excelencia, el ataque del regimiento de Pavlograd —participó respetuosa y audazmente en la conversación Zherkov, que ese día en absoluto había visto a sus húsares y solo había tenido noticias de ellos a través del oficial de infantería—. Destrozaron dos cuadros, Su Excelencia.
Algunos sonrieron ante las palabras de Zherkov esperando como siempre bromas por su parte; pero al advertir que lo que decía participaba de la gloria de nuestras armas y de aquel día, lo recibieron con una expresión seria, aunque la mayoría sabían muy bien que lo que decía Zherkov era una mentira sin ningún fundamento. El príncipe Bagratión frunció el ceño y se dirigió al anciano coronel.
—Les doy las gracias a todos, señores, todas las fracciones han actuado de forma heroica: la infantería, la caballería y la artillería. Pero ¿por qué se dejaron dos cañones en el centro? —preguntó él buscando a alguien con la mirada. (El príncipe Bagratión no preguntaba por los cañones del flanco izquierdo, él ya sabía que ahí al principio de la acción se habían abandonado todos los cañones)—. Me parece que se lo pedí a usted —le dijo al oficial superior de guardia.