Pierre escuchó que los franceses deliberaban cómo fusilarles; no podía ser de dos en dos, y se lamentaron de que fueran impares. A pesar de ello, comprobó que les resultaba muy desagradable cumplir la orden, preocupándose solamente de cómo terminar el asunto deprisa. Al final decidieron que de dos en dos. Agarraron a dos galeotes y les condujeron al poste. Un funcionario francés con bufanda se aproximó al poste y dio lectura a la sentencia en francés y en ruso. Los galeotes miraron a su alrededor en silencio con los ojos enardecidos, como mira una fiera abatida ante el cazador que se le acerca. Uno no hacía más que santiguarse, otro se rascaba la espalda y puso sus fuertes y ásperas manos delante, ante su vientre. Finalmente el funcionario se apartó, se comenzó a vendarles los ojos y aparecieron los fusileros: doce soldados. Pierre se giró para no verlo. Pero los disparos le parecieron tan horriblemente ruidosos que le hicieron volverse. Había humo y los franceses hacían algo en el foso con la cara pálida y las manos temblorosas. Después, del mismo modo acercaron a otros dos, quienes miraron a todos por igual en vano, callados y pidiendo protección, evidentemente sin comprender ni creer lo que iba a ocurrir. No podían creerlo. Ellos, solo ellos, sabían qué había significado su vida, y por eso no comprendían y no creían que pudieran quitársela. Pierre decidió otra vez no mirar, pero de nuevo, como si de una horrible explosión se tratase, los disparos le obligaron a hacerlo. Vio lo mismo: humo, sangre, caras pálidas asustadas y manos temblorosas. Pierre se volvió respirando con dificultad, y su agitación se agravó aún más al detectar sin excepción en las caras de los rusos y soldados y oficiales franceses de su alrededor un temor, un horror y una lucha más fuertes que las de su propio rostro. «Pero, en suma, ¿quién es el que desea esto? —pensó Pierre—. Incluso me he dado cuenta de que Davout sentía lástima por mí.
Y estos están sufriendo igual que yo.»
—¡Fusileros del Ochenta y seis, adelante! —gritó alguien.
Mandaron al quinto, el obrero industrial con bata. Acababan de ponerle las manos encima cuando, horrorizado, dio un brinco hacia atrás y comenzó a dar gritos salvajes. Le asieron de las manos y se calló de repente. Fue como si de súbito hubiera comprendido algo; o bien que sus gritos eran en vano, o bien lo que le decía el miedo que se había apoderado de él: que era imposible que le mataran. Caminó como los otros, como una fiera abatida mirando en derredor con los ojos brillantes. Pierre ya no pudo volverse y cerrar los ojos. La curiosidad y agitación de Pierre y la de toda la multitud llegó a su grado máximo ante este quinto asesinato. Como los otros, también este quinto reo parecía tranquilo, portando en su mano el gorro, arrebujándose la bata, y caminando a pasos iguales. Únicamente miraba, preguntando. Él mismo se ajustó el nudo en la nuca cuando empezaron a vendarle los ojos —por lo visto le molestaba— y después, cuando le arrimaron al ensangrentado poste, se desplomó. Aunque torpemente, se incorporó y, poniendo los pies a la misma altura, se apoyó tranquilamente. Pierre igualmente se lo comía con la mirada, sin perderse ni el más mínimo movimiento. Probablemente se oyó la orden y tras ella el disparo de doce fusiles, pero nadie —según Pierre supo después—, ni siquiera él, escuchó el más mínimo ruido de los disparos. Únicamente vieron cómo el obrero se aflojó de las cuerdas, cómo apareció la sangre por dos sitios y cómo las mismas cuerdas se desanudaron debido al peso del cuerpo que colgaba, quedando el obrero en vilo con la cabeza y piernas dobladas de una manera poco natural. Alguien gritó y se acercaron a él con la cara pálida. A uno le temblaba la mandíbula cuando le desató y arrastraron apresuradamente del poste, con una torpeza horrorosa. Empezaron a amontonarles en el foso, como hacen los criminales para ocultar las huellas de su crimen. Pierre echó un vistazo al foso y vio que el obrero industrial yacía con las rodillas hacia arriba, cerca de su cabeza y con un hombro más alto que el otro. Ese hombro bajaba y subía espasmódicamente y con uniformidad, pero ya estaban echando paletadas de tierra sobre él. El centinela, enfadado y agitado, gritó con maldad a Pierre para que se retirara. Se escucharon los pasos de los que lo hacían. Doce fusileros se unieron a él a la carrera mientras llegaban dos compañías. Ya se habían unido a sus posiciones, cuando un joven soldado rubio con chacó se cayó sin fuerzas hacia atrás, soltando el rifle. Boquiabierto de horror permanecía aún frente al foso con los ojos abiertos de par en par en el lugar desde el que había disparado y, como un borracho, se tambaleaba dando algunos pasos hacia delante y hacia atrás para sostener su propio cuerpo, que se caía. Hubiera caído de no haber salido de entre las filas un cabo que agarrándole por el hombro, le arrastró hasta la compañía.
Todos empezaron a disolverse con la cabeza gacha y el rostro avergonzado.
—Así aprenderán a no prender fuego —dijo alguien. Pero era evidente que solo lo dijo para envalentonarse, pues al igual que los otros, estaba aterrorizado, afligido y avergonzado de lo que se había hecho.
A partir de ese día, Pierre fue puesto en cautiverio. Al principio se le acomodó en un lugar especial y le alimentaron bien. Pero después, hacia finales de septiembre, le trasladaron a un barracón común y, por lo visto, se olvidaron de él.
Allí, en el barracón común, Pierre repartió sus botas y todas sus cosas entre los demás y vivió, en espera de su salvación, en una situación en la que ya se había encontrado el primero de octubre. Pierre no hizo allí nada en especial, pero entre todos los prisioneros hicieron algo que posibilitaba que, sin querer, todos se dirigieran a él. Aparte de que Pierre hablaba francés y alemán (había centinelas y bávaros), aparte de que estaba realmente fuerte, aparte de gozar de gran estima incluso por parte de los franceses (nadie sabía por qué; ni los prisioneros, ni los franceses ni él mismo), que de hecho le llamaban gigante peludo, no había ni una persona entre sus camaradas que no le debiera algo. A uno le ayudó a trabajar, a otro le dio vestido, a otro le divertía, por otro hizo gestiones ante los franceses... Su principal cualidad radicaba en que su carácter era siempre inmutable y alegre.
Todavía sin haber terminado de tallar su palito, Pierre se tumbó en su rincón y se adormeció. Apenas cayó dormido, cuando una voz se oyó detrás de la puerta:
—Gran juerguista. Le hemos puesto de mote «gigante peludo». Probablemente sea un capitán.
—Muéstremelo, cabo —dijo una suave voz afeminada. Inclinándose, entraron un cabo y un oficial, un moreno con unos maravillosos ojos, entornados y melancólicos. Era Poncini, el amigo secreto de Pierre. Se había enterado del cautiverio y situación de Pierre y finalmente había conseguido llegar hasta él. Poncini llevaba un paquete, que portaba un soldado. Se acercó, miró a los prisioneros y a Pierre y, tras suspirar profundamente, asintió con la cabeza al cabo y empezó a despertar a Pierre. En cuanto este se despertó, la expresión de tierna compasión que había antes en el rostro de Poncini de repente desapareció. Al parecer, temía ofenderle con ello. Le abrazó con alegría y le besó.
—¡Por fin te he encontrado, mi querido Pilad! —dijo.
—¡Bravo! —gritó Pierre, levantándose de un salto. Tomó del brazo a Poncini con la misma firmeza con la que acudía a los bailes y empezó a caminar con él por las habitaciones.
—Pero ¿cómo no me ha dicho dónde estaba? —le reprochó Poncini—. Es horrible la situación en la que se encuentra. Le perdí de vista y le busqué. ¿Dónde, qué es lo que ha hecho?
Pierre contó alegremente sus aventuras, el encuentro con Davout y el fusilamiento que había presenciado. Poncini empalideció al escucharle. Y se paró, le estrechó la mano y le besó como si fuese una mujer o un adonis que supiera que un beso suyo es siempre una recompensa.
—Hay que acabar con esto. Es horrible —dijo Poncini, mirando a sus pies descalzos.
Pierre se rió.
—Si sobreviviera, créame que estos momentos serían los mejores de mi vida. Cuánto bien he conocido y cuánto he confiado en él y en la gente. Y no le hubiera conocido, amigo mío —dijo, zarandeándole por el hombro.
—Hace falta su fuerza de carácter para aguantar todo esto —decía Poncini, mirando todo el tiempo a sus pies descalzos y al paquete que había preparado—. Había oído decir que estaba en una situación horrible, pero no pensé que hasta este punto... Hablaremos, pero esto es lo...
Poncini, turbado, echó un vistazo al paquete y se calló. Pierre le comprendió y sonrió, pero continuó hablando de otra cosa.
—Tarde o temprano acabará. La guerra acabará de un modo u otro, y dos o tres meses en comparación con toda una vida... ¿Me podría explicar cómo va el curso de la guerra y la paz?
—Sí. No, mejor no le diré nada, pero mis planes son estos. Primero, no puedo verle en esta situación, aunque tenga buen aspecto. Usted es bravo. Desearía que le viera en esta situación esa... Pero cómo... —Y Poncini de nuevo echó un vistazo al paquete y guardó silencio. Pierre le entendió y tomándole de la mano, le tiró de ella y dijo:
—Deme, deme su paquete bienhechor. No me avergüenza aceptar sus botas después de que alguien me las quitara a mí de mis casas de, como mínimo, ocho millones de francos —no pudo contenerse para no decirlo, aun suavizando con una sonrisa alegre y bondadosa la expresión de sus palabras, más vigorosas que si lanzara un reproche a los franceses—. Solamente quiero que vea una cosa —dijo, concitando la atención de Poncini sobre los ávidos ojos de los prisioneros que se afanaban en deshacer el envoltorio desde el que se divisaban unos panes, jamón y también unas botas y ropa—. Habrá que compartirlo con mis camaradas de infortunio, ya que soy más fuerte que todos ellos y tengo menos derecho a todo esto —dijo, no sin vanidoso deleite al ver el asombro entusiasmado en el rostro del melancólico, bueno y simpático de Poncini. Para que la cuestión del paquete no interfiriera en la conversación con la que ambos se preciaban, Pierre repartió el contenido del mismo entre sus camaradas, y dejándose para sí dos panes blancos con una loncha de jamón de los que empezó a comerse uno de inmediato, salió con Poncini al campo a caminar frente al barracón.
El plan de Poncini consistía en lo siguiente: Pierre debería anunciar su nombre y título y entonces no solamente sería puesto en libertad; sino que Poncini le explicó que el mismo Napoleón deseaba verle y, muy probablemente, enviarle a San Petersburgo con una misiva. Como ya había sucedido... Pero tras percatarse de que estaba hablando de más, Poncini únicamente rogó a Pierre que se mostrara de acuerdo.
—No me estropee todo mi pasado —dijo Pierre—. Me he dicho a mí mismo que no quiero que sepan mi nombre y no lo haré.
—Entonces hacen falta otros medios; haré unas gestiones, pero temo que mis peticiones resulten vanas. Es bueno saber dónde se encuentra. Tenga la seguridad de que mis paquetes serán tan abundantes que se podrá quedar lo que necesite.
—¡Gracias! Bueno, ¿qué hay de la princesa?
—Goza de perfecta salud y tranquilidad... Ay, querido mío. Qué cosa más horrorosa es la guerra. Qué cosa tan mala y sin sentido.
—Pero es inevitable, eterna y una de las mejores armas para que se manifieste la bondad de la humanidad —habló Pierre—. Me habla de mis desgracias y yo ahora con frecuencia me encuentro feliz. Por primera vez me he conocido a mí mismo, a la gente y mi amor por ella. Bueno, ¿tenía usted unas cartas?
—Sí, pero se puede imaginar que mi madre sigue sin querer ni oír hablar de mi casamiento, pero me es indiferente.
Después de hablar hasta entrada la tarde y con la luna ya en lo alto, los dos amigos se separaron. Al despedirse de Pierre, Poncini comenzó a llorar y se prometió hacer todo lo posible para salvarle. Se marchó. Pierre se quedó en el patio, y mirando a las lejanas casas iluminadas bajo la luz de la luna, pensó aún largo rato en Natasha, en cómo dedicaría a ella toda su vida en el futuro, en cómo sería feliz con su presencia y en lo poco que antes sabía valorar la vida.
Al día siguiente, Poncini envió un carro cargado con cosas y Pierre consiguió unas botas de fieltro.
Al cabo de tres días los reunieron a todos y se los llevaron por el camino de Smolensk. En la primera jornada, un soldado se quedó rezagado y un francés, rezagado también, le mató. El oficial de la escolta le explicó a Pierre que había que marchar y que había tantos prisioneros que los que no quisieran hacerlo, serían fusilados.
A
mediados de septiembre los Rostov y sus carruajes de heridos llegaron a Tambov y ocuparon una casa de comerciantes preparada para ellos con antelación. Tambov estaba repleto de gente que escapaba de Moscú y nuevas familias llegaban a diario.
Al príncipe Andréi le ayudaron sus hombres y fue acomodado en la misma casa que los Rostov, mejorando su salud paulatinamente. Las dos señoritas de la familia Rostov se turnaban junto a su lecho. El motivo principal de la angustia del herido —la incertidumbre sobre el paradero de su padre, hermana e hijo— desapareció. Recibió una carta de la princesa María del mismo mensajero en la que se le informaba que esta viajaba con Koko a Tambov gracias a Nikolai Rostov, quien la había salvado y había resultado ser para ella el amigo y hermano más cariñoso.
Tras eliminar el salón y estrechándose el espacio, se adecentó una parte más de la casa para los Rostov. Y todos los días esperaban la llegada de la princesa María.
El 20 de septiembre el príncipe Andréi yacía en su cama. Sentada, Sonia le leía en voz alta
Corinne
.
Sonia era célebre por su buena lectura. Su melodiosa vocecita subía y bajaba rítmicamente. Estaba dando lectura a la expresión de amor del enfermo Ósvald e, involuntariamente y mirando a Andréi, asociaba a este con Ósvald y a Natasha con Corinne. Andréi no escuchaba.
Últimamente, una nueva inquietud había surgido en Sonia. La princesa María escribía (Andréi leyó en voz alta la carta a los Rostov) que Nikolai era su amigo y hermano y que siempre conservaría para él un cariñoso agradecimiento por su apoyo en los momentos difíciles de su sufrimiento. Nikolai escribía que durante la marcha había conocido por casualidad a la princesa Bolkónskaia y había tratado de serle útil en la medida de lo posible, lo cual le resultaba especialmente agradable ya que nunca antes, a pesar de la ausencia de belleza física, había conocido una joven tan agradable y simpática.
De la comparación de estas dos cartas, la condesa (que no habló nada de ello, como advirtió Sonia) extrajo la conclusión de que la princesa María era precisamente la novia rica y simpática que necesitaba su Nikolai para la solución de sus asuntos. Las relaciones con Andréi habían quedado para toda la familia en la incertidumbre. Parecía que estuvieran enamorados el uno del otro como antes, pero a la pregunta de qué resultaría de aquello, Natasha explicó a su madre que su relación era solamente amistosa, que le había rechazado y no había cambiado su decisión, pues no había motivo para ello.