—Lo encuentro admirable —decía acerca del comunicado mediante el cual habían sido enviados a Viena los estandartes austríacos capturados por Witgenstein (el héroe de Petrópolis).
—¿Cómo? ¿Cómo es eso? —se dirigió a él Anna Pávlovna, provocando que se guardara silencio para escuchar una historia que ella ya conocía.
—El zar enviará los estandartes austríacos, unos estandartes amistosos y extraviados que él encontró fuera del auténtico camino —concluyó Bilibin, relajando las arrugas de su rostro.
—Admirable, admirable —dijo el príncipe Vasili, pero en ese momento ya había entrado esa persona insuficientemente patriótica a la que Anna Pávlovna esperaba dirigirse, e invitando al príncipe Vasili a sentarse a la mesa y acercándole dos candelabros y el manuscrito original, le rogó comenzar. Se hizo el silencio.
—Su Excelencia el emperador —anunció severamente el príncipe Vasili, mirando al público como preguntando si no había nadie que tuviese algo que decir en contra. Pero nadie dijo nada.
—Primigenio ocupante del trono de la ciudad de Moscú, el Nuevo Jerusalén recibirá a
su
Cristo (de súbito, acentuó la palabra
su
), al igual que su madre en el abrazo de sus diligentes hijos que a través de la bruma emergente profetiza una gloria espléndida de tu poder y canta de gozo: ¡Hossana, aquí llega el bendito! —se alzó y miró a todos. Bilibin examinó con atención sus uñas. Muchos, evidentemente, se apocaron, como preguntándose de qué eran culpables. Anna Pávlovna lo repetiría en lo sucesivo, como una viejecita antes de la eucaristía: «Pues que el insolente e impertinente Goliath...».
—¡Admirable! ¡Qué fuerza! —se dejaron oír las alabanzas al lector y al autor. Animados por la lectura, los invitados de Anna Pávlovna hablaron aún más tiempo sobre la posición de la patria e hicieron diferentes suposiciones sobre la marcha de los combates, que debían haber tenido lugar unos días atrás.
—Ya verán —dijo Anna Pávlovna—. Ya verán cómo mañana, el día del aniversario del zar, recibiremos noticias. Tengo un buen presentimiento.
Los presentimientos de Anna Pávlovna se justificaron plenamente. Al día siguiente, durante el tedeum en la corte con ocasión del aniversario del zar, se solicitó al príncipe Volkonski que saliera de la iglesia para recibir un sobre de parte del príncipe Kutúzov, quien escribía que los rusos no habían retrocedido ni un paso y que los franceses habían sufrido bastantes más pérdidas que ellos. Escribía a toda prisa desde el campo de batalla sin haber tenido tiempo de atender los últimos informes. Luego se trataba de una victoria. Y justo a la salida del templo se rindió agradecimiento al creador por su ayuda y por la victoria.
Los presentimientos de Anna Pávlovna se justificaron y durante toda la mañana reinó en la ciudad un estado de ánimo alegre y festivo. Lejos de los hechos y en medio de las condiciones de la vida en la corte, resultaba extremadamente difícil que los acontecimientos se reflejasen en su plenitud y fuerza plenas. Involuntariamente, los acontecimientos generales se agrupan junto a un único suceso excepcional. Así, la principal alegría consistía en que habíamos vencido, y la noticia de esa victoria había llegado precisamente en el día del aniversario del zar. Era como si se hubiera logrado la sorpresa. En el informe de Kutúzov se citaban también las bajas entre los rusos, entre las que figuraban Tuchkóv, Bagratión y Kutáisov. En la sociedad peterburguesa, la parte infortunada de los acontecimientos también se agrupó involuntariamente junto al hecho de la muerte de Kutáisov. Era conocido por todos. El zar le quería, era joven y atrayente. Ese día todos se cruzaban las mismas palabras:
—¡Qué cosa más increíble ha sucedido! En el mismo tedeum. ¡Vaya pérdida la de Kutáisov! ¡Ay, qué lástima!
—¡Qué le decía yo de Kutúzov! —decía el príncipe Vasili con orgullo profético.
Pero al día siguiente no se recibieron noticias del ejército. La opinión pública comenzó a intranquilizarse, y los cortesanos a sufrir porque el zar lo hacía de incertidumbre.
—¿Cuál es la posición del zar? —decían todos, acusando a Kutúzov. El príncipe Vasili no decía esta boca es mía sobre su protegido. Además, al atardecer de ese día se conoció otra noticia triste en la ciudad: supieron que Hélène había muerto repentinamente. Al cabo de tres días la comidilla general circulaba ya sobre tres infortunados sucesos: la incertidumbre del zar, la muerte de Kutáisov y la muerte de Hélène. Finalmente, llegó un terrateniente de Moscú y por toda la ciudad se extendió la noticia de la rendición de Moscú. ¡Era horrible! ¡Cuál era la posición del zar! Kutúzov era un traidor y el príncipe Vasili, durante las visitas de condolencia que se le rendían, decía que qué era pues lo que esperaban de un viejo ciego de tan malas costumbres (en su aflicción, le resultaba excusable olvidar lo que había dicho anteriormente.)
Al final, Micheaux, un francés, acudió a una audiencia con el zar y sostuvo con él la famosa conversación en la que, tras hacerle un juego de palabras consistente en que había dejado a los rusos sumidos en un terror no hacia los franceses, sino hacia que su zar no firmase la paz, provocó en este las célebres palabras de que él, el zar, antes de firmar la paz, estaba preparado para dejarse crecer la barba (señaló hasta dónde) hasta que de todas las hortalizas quedase una única patata.
E
L
primero de octubre, en Pokrov, en Devichye Pole, las campanas del monasterio doblaron, pero no sonaban a la manera rusa. Pierre salió de la cabaña construida en Devichye Pole y contempló el campanario. Eran dos ulanos franceses los que estaban tocando las campanas.
—¿Es bien? —preguntó un ulano a Pierre.
—No, muy mal —dijo Pierre, añadiendo en francés que para tocar las campanas hace falta gente que sepa hacerlo.
—¿Y cómo hay que hacerlo? Dígamelo, por favor. Este hombre habla francés...
Pero el centinela que montaba guardia junto al barracón, al pasar junto a él con el rifle, dijo sin darse la vuelta: «Vuélvase». Y Pierre volvió a entrar en el barracón, donde en torno a las paredes estaban sentados y tumbados unos quince prisioneros rusos.
—Tiíto —le dijo el pequeño de cinco años, empujándole con la pierna—. Suéltalo.
Pierre alzó la pierna. Había pisado por descuido un trapo que había extendido el niño. Levantó la pierna y lo miró. Sus pies descalzos le asomaban por unos pantalones grises que no eran suyos, anudados por consejo de uno de sus camaradas de cautiverio, un soldado, con un cordelito a la altura de los tobillos. Pierre extendió sus pies desnudos y comenzó a mirar sus grandes dedos, gordos y sucios. Parecía que la contemplación de sus pies produjese a Pierre un gran placer. Varias veces se rió consigo mismo, mirándolos, para después volver a su capote, sobre el que había un taco de madera y un cuchillito, con el que comenzó a tallarlo. El soldado que estaba a su lado hizo hueco, pero Pierre le cubrió con el capote. Y al otro anciano —al parecer un funcionario—, que estaba sentado al lado remendando algo, Pierre le dijo:
—¿Qué, Mijaíl Onúfrievich? ¿Todo bien?
—Claro, claro. No me puedo ni mover.
—Venga, no es nada. Todo tiene arreglo en la vida —dijo Pierre, riéndose y mascando algo con la lengua, algo que tenía por costumbre hacer al trabajar, y se dispuso a tallar lo que sería una muñeca.
El niño se le acercó. Pierre sacó un trozo de panecillo y sentó al niño sobre el capote.
Hacía tiempo que Pierre no se veía ante un espejo. Si lo hubiera hecho se habría asombrado de lo poco que se parecía ya a sí mismo, ya que, en su provecho, había cambiado. Había adelgazado significativamente, en especial su cara. Pero a pesar de ello, era notoria la fuerza de su linaje en sus miembros y espalda. Antes, afeándose, se cortaba los cabellos, que parecían preocuparle mucho debido a alguna originalidad y temor, y ahora le habían crecido y se le habían rizado de la misma manera que los de su padre. La parte inferior de su rostro había echado barbas y bigote, y en los ojos había una frescura, satisfacción y belleza tales, como nunca antes había habido. Llevaba puesta una camisa fina, resto de su anterior grandeza, pero hecha jirones y sucia. Por encima llevaba una pelliza, probablemente de mujer, como una chaqueta de húsar sobre los hombros, unos pantalones grises de soldado con el doblez hecho a la altura de los tobillos y los pies desnudos con callos, a los que no hacía más que mirar alegremente.
En aquel mes de cautiverio en Moscú, Pierre sufrió bastante. Como podía suponerse, padeció mucho, pero sentía que había disfrutado tanto conociéndose a sí mismo como nunca en toda su vida. Y todo lo que sabía se unía en su memoria a la noción y sensación de tener los pies descalzos. Parecía que lo que hacía falta era cambiar las botas y las medias, pues descalzo se iba mejor, más ágil y agradablemente: «Por lo menos sé que estos son mis pies». Pierre experimentaba muchas alegrías, pero no lo diría en ese momento. Al contrario, a cada segundo pensaba en la alegría que supondría el momento en que pudiera librarse de su cautiverio y lo deseaba con todas las fuerzas de su alma.
Pero en lo más hondo de su alma, al contemplar sus pies descalzos, se sentía feliz. Y esto ante todo ocurría porque por primera vez en su vida se había visto totalmente privado de la libertad y excesos de los que había disfrutado durante toda su vida. Nunca antes había conocido la alegría de comer y de entrar en calor. En segundo lugar, tenía algo que desear. Tercero, especialmente gracias al niño que se había encontrado, sentía que en los estrechos límites de la libertad en los que actuaba, era donde había obrado de mejor forma. Cuarto, porque contemplando el abatimiento de toda aquella gente que le rodeaba, se decía que no valía la pena entristecerse. Y de hecho no lo hacía, sino que se alegraba con esas alegrías de la vida de las que no se puede privar a nadie. Y quinto y más importante, que por la libertad que sentía entonces con sus pies descalzos sentía que se deshacía de un mar de prejuicios de los que antes pensaba carecer. Sentía cuán lejos estaban de él conceptos ajenos como la guerra, caudillo, heroísmo, estado, dirección o ciencia filosófica, y cuán cercanos le resultaban los del amor humano, la compasión, las alegrías, el sol y el canto.
Las cinco horas que permaneció en la capilla fueron sus momentos más difíciles. Vio que todo ardía, que todos se marchaban y que se habían olvidado de él. Se sintió físicamente muy mal y asomándose a la rejilla, comenzó a gritar:
—¡Si me queréis quemar vivo, decídmelo! ¡Y si lo hacéis por descuido, tengo el honor de recordároslo!
El oficial que pasaba por su lado no dijo nada, pero pronto llegaron a por él, le agarraron, y junto con los otros, le llevaron a través de la ciudad a su celda de arresto de la calle Pokrovskaia. Después, por dos veces, le condujeron a una casa donde le interrogaron acerca de su participación en los incendios. Le llevaron a Devichye Pole y desde allí, ante Davout. Davout escribió alguna cosa y volviéndose, miró a Pierre atentamente y dijo:
—Conozco a este hombre, ya le he visto. Fusiladle.
Pierre se quedó frío y comenzó a hablar en francés:
—Usted no puede conocerme porque yo nunca le he visto.
—¡Ah!, si habla francés —dijo Davout, mirando otra vez a Pierre.
Se miraron mutuamente durante un minuto. Esa mirada salvó a Pierre. En ella, además de todas las condiciones de la guerra y de un juicio, entre esas dos personas se establecieron relaciones humanas. En ese instante, ambos experimentaron una incontable cantidad de cosas e ideas: los dos eran hijos de este planeta, los dos tenían o habían tenido una madre que les quería y a la que querían, los dos hacían el bien y el mal y se enorgullecían, envanecían y arrepentían. Pierre comprendió su salvación en la diferencia entre esa segunda y primera miradas. Tras la primera mirada comprendió que Davout —quien solo levantaba la cabeza para el recuento de los pabellones, donde los asuntos cotidianos se nombraban con números— era un metódico del deber que era cruel no porque le gustara la crueldad, sino porque le gustaba la exactitud en el trabajo y le gustaba, envaneciéndose con su amor al deber, mostrar que toda la ternura de la compasión no es nada en comparación con el deber en sí. Tras esa primera mirada, Davout le hubiera fusilado si su vil proceder no hubiera cargado su conciencia, pero ahora el asunto no lo trataba con él, sino con un hombre.
—¿Por qué no dijo que conocía nuestra lengua?
—No lo estimé necesario.
—Usted no es quien dice.
—Sí, tiene razón. Pero no puedo decirle quién soy.
En ese momento, entró el ayudante de Davout y este ordenó llevar a Pierre a la ejecución. Se lo dijo de un modo poco claro. Pierre pensó que era posible entender aquello o bien como su fusilamiento, o bien como si tuviera que asistir a una ejecución, de cuyos preparativos tenía cuenta. Pero no podía volver a preguntarlo. Giró la cabeza y vio cómo el ayudante volvía a preguntar algo.
—Sí, sí —dijo Davout.
Qué era lo que significaba «sí», Pierre lo desconocía.
Los dos centinelas le llevaron al río. Allí había una muchedumbre en torno a un poste y un foso. La muchedumbre se componía de un pequeño número de rusos y una gran cantidad de tropas napoleónicas fuera de formación, y también de alemanes, italianos y españoles que sorprendían por su murmullo. De derecha a izquierda se hallaban dos filas de soldados franceses. Dos secciones, con cinco rusos en el medio, se acercaron al poste. Se trataba de incendiarios desenmascarados. Pierre se detuvo junto a ellos.
El comandante de la sección preguntó con tristeza:
—¿Este también? —mirando de pasada a Pierre. (A Pierre le resultaba incomprensible cómo a él, el conde Bezújov, la vida podía resultarle tan ligera en las balanzas de aquella gente.)
—No —dijo el ayudante—. Solo que asista.
Y comenzaron a cuchichear algo. Los tambores empezaron a redoblar e hicieron caminar a los rusos de frente.
Pierre los examinó a todos. Para él, para un ruso, todos tenían un significado: ahora, por los rostros y los cuerpos, reconoció de quiénes se trataba. Había dos personas de los que desde la infancia suscitaban el temor de Pierre: eran dos presidiarios rasurados; uno alto y delgado, y otro moreno, velludo, musculoso y de nariz chata. El tercero era un obrero industrial, delgado y pálido, de unos dieciocho años, vestido con una bata. El cuarto era un mujik muy apuesto, con barba cerrada de color castaño claro y ojos negros. Y el quinto, bien un funcionario, bien un siervo; tendría unos cuarenta y cinco años, el pelo cano y un cuerpo grueso y bien cebado.