El príncipe Andréi estaba tumbado, acodado sobre un brazo y con los ojos cerrados. Todas las órdenes estaban ya dadas y al día siguiente tendría lugar la batalla. Ya había ido a ver a los jefes de columna, había comido con los comandantes de compañía y de batallón y ahora quería estar solo y pensar, pensar, igual que lo había hecho la víspera de la batalla de Austerlitz. Por mucho tiempo que hubiera pasado desde entonces y por mucho que hubiera vivido, por muy tediosa, innecesaria y pesada que le resultara su vida, ahora, lo mismo que siete años atrás, la víspera de la batalla, de una batalla terrible que se preveía al día siguiente, se sentía agitado y excitado y experimentaba la necesidad, al igual que entonces, de aclarar las cosas consigo mismo y de preguntarse el qué y el para qué de su existencia.
Él no se parecía en nada, de cómo fuera en el año 1805 a cómo era en el 1812. La fascinación de la guerra había desaparecido para él. Buscando sin cesar el anterior error, llegó a la conclusión de que la guerra le parecía el acontecimiento más sencillo y claro, pero el más terrible. Unas cuantas semanas antes se había dicho a sí mismo que la guerra solo era clara y digna entre las filas de los soldados, sin esperar condecoraciones y gloria. Era mejor participar en la guerra en compañía de los Timojin y Tushin, a los que antes despreciaba tan intensamente y a los que ni siquiera entonces había llegado a respetar, pero a los que de todos modos, prefería ante los Nesvitski, Kutáisov, Czartoryski y similares, basándose en que, aunque los Timojin y los Tushin eran prácticamente animales, eran honrados, honestos y sencillos animales y esos otros eran tramposos y mentirosos, a los que otros sacaban las castañas del fuego y que gracias a la muerte y el sufrimiento de los soldados se ganaban crucecitas y banditas que no necesitaban para nada.
Pero incluso aunque tuviera completamente clara la visión de la guerra, al príncipe Andréi se le presentaba todo el terrible absurdo de la misma. Se sentía agitado, quería reflexionar, sentía que se encontraba en uno de esos instantes en los que nuestro intelecto está tan aguzado, que desechando todo lo que es innecesario y que lleva a error, llega a la esencia del asunto, y precisamente por eso le resultaba terrible pensar. Se sobrepuso y siguió pensando. Buscó en sí mismo esa serie de pensamientos que tenía antes, pero no le agitaron de la misma manera. «¿Qué es lo que quiero? —se preguntó—. ¿Gloria, poder? No, ¿para qué? No sabría qué hacer con ello. No solamente no sabría qué hacer, sino que sé con seguridad que la gente no puede desear nada y que no hay que ambicionar nada.» Miró a los gorriones que volaban en bandada desde el cercado al pastizal y sonrió: «¿Qué pueden decidir ellos (la gente)? Todo se rige por esas eternas leyes según las cuales ese gorrión se ha separado de los otros y vuelve volando después. ¿Así que qué es lo que quiero? ¿Qué? ¿Morir, que me maten mañana? ¿Para que ya no exista, para que todo esto continúe sin mí?».
Se imaginó vivamente su desaparición de esa vida y le dio un escalofrío. «No, no quiero eso, aún temo algo. ¿Qué es lo que quiero? Nada, pero vivo porque no puedo evitar hacerlo y temo la muerte. Eso es todo —pensaba él, mirando a dos soldados que estaban metidos en un estanque con los pies desnudos y que se empujaban, jurando, el uno al otro de una tabla en la que querían subirse para lavar la ropa—. Estos soldados y ese oficial que está tan satisfecho porque ha sido el primero en llegar a caballo, qué es lo que quieren, para qué se afanan. Les parece que esa tabla, y ese caballo y la futura batalla, son muy importantes y viven... Y en alguna parte mi princesa María y Nikólushka también temen y se afanan y Dios sabe quién es mejor, si ellos o yo. Al igual que ellos yo no hace mucho aún creía en todo. Qué planes más poéticos hice de amor y de felicidad con las mujeres.»
—¡Estúpido de mí! —dijo de pronto en voz alta con rabia—. ¡Cómo puede ser! Creía en un amor ideal que debía preservar su fidelidad durante todo un año de ausencia. Como la tierna palomita del cuento debía marchitarse en mi ausencia y no amar a ningún otro. ¡Cómo temía que ella se marchitara de nostalgia por mí! —El rostro se le llenó de manchas, se levantó y se puso a caminar.
«Pero todo esto es mucho más sencillo. Ella es una hembra, necesitaba un hombre. Y el primer macho con el que se encontró le pareció bueno. Es incomprensible cómo puede no verse una verdad tan clara y sencilla. Mi padre también construyó Lysye Gory, pensando que esa era su casa, su familia, sus mujiks y llegó Napoleón y sin saber de su existencia, le apartó como a una piedra en el camino y destruyó su Lysye Gory y toda su vida. Y la princesa María dice que es una prueba que nos ha enviado el Altísimo. ¿Para qué esa prueba cuando él ha muerto y no volverá nunca más? Yo voy a pensar que me ha mandado una prueba. Una muy buena prueba que me prepara para algo. Pero mañana me matarán, y ni siquiera los franceses, sino los míos, como el soldado que ayer descargó el fusil junto a mi oído, y vendrán los franceses, me cogerán por los pies y la cabeza y me arrojarán a una fosa, para que no les apeste. Mañana llegarán a Moscú, igual que a Smolensk, meterán los caballos en la catedral y derramarán paja y heno sobre el santo relicario y los caballos estarán muy cómodos... ¿Para quién es esta prueba? Solo es una prueba para aquel que aún no comprende que se están riendo de él. Eres estúpido cuando no lo entiendes y abyecto, cuando comprendes toda esta broma.»
Entró en el cobertizo, se tumbó sobre la alfombra, abrió los ojos y dejó de pensar con claridad. Las imágenes se sucedían una detrás de otra. Se detenía con placer en una cuando le sorprendió una conocida voz ceceante, que tras el cobertizo decía: «No pregunto por Piotr Mijáilovich, sino por el príncipe Andréi Nikolaevich Bolkonski». El príncipe Andréi hizo oídos sordos a esa voz y comenzó a preguntarse en qué había estado pensando tanto rato con tanto placer. «¿Qué era lo último? Sí, ¿qué era? Yo entraba por la puerta de atrás de nuestra habitación. Ella (Natasha) estaba sentada frente al espejo y se peinaba. Escuchaba mis pasos y volvía la cabeza. Volvía la cabeza sujetando un mechón de pelo y ocultando con él la mejilla sonrosada y lozana y me miraba con alegría y gratitud. Yo era su feliz marido y ella era, sí, Natasha. Sí... Sí, puede ser que en esas mismas mejillas, en esos hombros, la besara ese hombre. No, no, nunca, es evidente que nunca perdonaré ni olvidaré esto.»
El príncipe Andréi sintió que el llanto le ahogaba. Se incorporó y se echó del otro lado. «Y esto podía, podía no haber pasado. No, hay una cosa que quiero todavía. Quiero matar a ese hombre y verla a ella.»
«¿Y por qué no se casó con ella? Él no la juzgó digna de sí. Sí, lo que para mí era el mayor de mis deseos, para él era despreciable. Así es el reino de la tierra.»
En la puerta de entrada se escucharon pasos y voces. Sabía que eran los comandantes de batallón que acudían a tomar el té, pero además de ellos había una voz conocida, que había dicho: «¡Diablos!». Andréi volvió la cabeza. Era Pierre, que con su gorro emplumado, entraba acompañado de los oficiales y que no se había agachado y se había golpeado en la cabeza con el dintel de la puerta del cobertizo.
Pierre, a la primera mirada a su amigo, advirtió que si este había cambiado algo desde la última vez que le había visto, era en que había llegado aún más lejos en su camino de sombría cólera.
Andréi recibió a Bezújov con una sonrisa burlona y más bien hostil. Al príncipe Andréi le resultaba desagradable en general ver a gente de su mundo y en particular a Pierre, con el que sentía siempre la necesidad de ser sincero y aún más porque ver a Pierre le recordaba más vivamente ese último encuentro y le conminaba a repetir las explicaciones que tuvieron en su último encuentro. Al príncipe Andréi, sin el mismo saber por qué, le resultaba incómodo mirarle directamente a los ojos (esa incomodidad se transmitió instantáneamente a Pierre, que temió quedarse con él frente a frente).
—Vaya —dijo acercándose a él, y abrazándole—. ¿Qué viento te ha traído? Me alegro mucho de verte.
Pero mientras decía eso, en sus ojos y en la expresión de su rostro había algo más que simple frialdad, había hostilidad, como si estuviera diciendo «eres muy buena persona, pero déjame, no soporto estar contigo».
La última vez que se habían visto había sido en Moscú, cuando Andréi había recibido la carta de la condesa Rostova.
—Querido, he venido... sí... ya sabe... he venido porque... me interesa —dijo Pierre sonrojándose—. Mi regimiento aún no está preparado.
—Sí, sí, y los hermanos masones ¿qué dicen de la guerra? ¿Cómo prevenirla? —dijo Andréi sonriendo.
—Sí, sí.
—Bueno, ¿y qué tal por Moscú? ¿Los míos han llegado ya finalmente? —preguntó el príncipe Andréi.
—No lo sé. Julie Drubetskáia dice que ha recibido una carta desde la provincia de Smolensk.
—No entiendo qué es lo que hacen. No lo entiendo. Pasen, señores —les dijo a los oficiales, que al ver al visitante dudaban, confusos, a la puerta del cobertizo. Delante de los oficiales se encontraba Timojin, con su nariz roja, que a pesar de que entonces, a causa de la muerte de algunos oficiales, era comandante de un batallón, seguía siendo la misma persona tímida y bondadosa. Tras él entraron un ayudante de campo y el habilitado del batallón. Estaban tristes y serios, según le pareció a Pierre. El ayudante informó respetuosamente al príncipe de que a un batallón no habían llegado los bollos que habían enviado desde Moscú. Timojin también le transmitió alguna información.
Después de saludar a Pierre, a quien el príncipe Andréi les presentó, se sentaron en el suelo, alrededor del samovar y el más joven se puso a servirlo. Los oficiales miraban no sin asombro a la gruesa figura de Pierre y escuchaban sus historias sobre Moscú y sobre la disposición de nuestras tropas, que había estado visitando. El príncipe Andréi guardaba silencio y tenía una expresión tan desagradable, que Pierre se había empezado a dirigir preferentemente al bondadoso comandante de batallón Timojin.
—¿Así que has comprendido la disposición de las tropas? —le interrumpió el príncipe Andréi.
—Sí, es decir —dijo Pierre—, como civil no puedo decir que lo haya comprendido totalmente, pero he entendido la disposición general.
—Bueno, sabes más que cualquiera —dijo el príncipe Andréi.
—¿Es decir? —dijo Pierre con incredulidad, mirando a Andréi a través de las gafas.
—Es decir que nadie comprende nada, como debe ser —dijo el príncipe Andréi—. Sí, sí —respondió a la sorprendida mirada de Pierre.
—¿Qué quieres decir con eso? Existen ciertas normas. Por ejemplo, yo mismo he visto que Bennigsen, en el flanco izquierdo, encontró que las tropas estaban demasiado atrás, para poderse cubrir mutuamente, y les ordenó avanzar.
Andréi se rió seca y desagradablemente.
—Hizo avanzar al cuerpo de Tuchkov. Yo estaba allí y lo vi.
—¿Y sabes por qué le hizo avanzar? Porque era imposible hacerlo más estúpido.
—Sin embargo —objetó Pierre, evitando la mirada de su antiguo amigo—, todos deliberaron acerca de esa cuestión. Pienso que en tales momentos no se puede ser irreflexivo.
El príncipe Andréi se echó a reír del mismo modo que se reía su padre.
A Pierre le sorprendió ese parecido.
—En tales momentos —repitió él—. Para ellos, para aquellos con los que has visitado la posición, ese momento es solo un momento en el que se puede minar al enemigo y recibir cruces y bandas. No hay nada que distribuir y hacer avanzar, porque ninguna disposición tiene sentido, pero como les pagan por ello, tienen que fingir que hacen algo.
—Sin embargo los éxitos y los fracasos en las batallas los justifican con inadecuadas disposiciones —dijo Pierre volviéndose a Timojin en busca de respaldo y encontrando en su rostro el mismo acuerdo con su opinión, que encontraba el príncipe Andréi con la suya, cuando le miraba causalmente.
—Te digo que todo eso es una tontería y que si las disposiciones de los miembros del Estado Mayor sirvieran de algo yo estaría allí disponiendo a las tropas, pero en lugar de eso tengo el honor de servir aquí, en el regimiento, con estos señores y considero que realmente es de nosotros de quien va a depender el éxito de mañana, y no de ellos...
Pierre callaba.
Los oficiales, después de beberse el té y sin entender lo que se hablaba, salieron.
—Pero resulta difícil que entiendas la ciénaga de mentiras, la diferencia entre la teoría bélica y la práctica. Yo lo entiendo: en primer lugar porque he experimentado todos los aspectos de la guerra, en segundo lugar porque no temo pasar por cobarde, ya he demostrado que no lo soy. Bueno, comenzando porque la batalla en la que las tropas guerrean no se da nunca y mañana no se va a dar.
—Eso no lo comprendo —dijo Pierre—. Avanzan los unos contra los otros y guerrean.
—No, avanzan, se disparan y
se asustan
unos a otros. El almirante Golovnín cuenta que en Japón el arte de la guerra consiste en colocar representaciones espantosas y soldados disfrazados de osos en las murallas. Nos parece estúpido, porque sabemos que son disfraces, pero nosotros hacemos lo mismo. «Arrolló a los dragones rusos... se batieron con las bayonetas.» Eso no ha sucedido nunca ni puede suceder. Ni un solo regimiento ha asestado sablazos ni ha pinchado con las bayonetas, sino que solamente han dado a entender que querían pinchar y el enemigo se ha asustado y ha huido. Mi objetivo mañana no consistirá en pinchar y en matar sino en evitar que mis soldados huyan del terror que les invadirá a ellos y a mí. Mi objetivo consistirá en que marchen juntos y asusten a los franceses y que los franceses se asusten antes que nosotros. Nunca ha sucedido ni sucederá que dos regimientos hayan chocado y peleado y es imposible. (Acerca de Schengraben escribieron que chocamos de ese modo con los franceses. Yo estuve allí. Y no es cierto: los franceses huyeron.) Si hubieran chocado hubieran estado luchando hasta que todos hubieran caído muertos o heridos y eso nunca sucede. Como prueba te diré incluso que la caballería existe solamente para asustar, porque es físicamente imposible que un soldado de caballería mate a uno de infantería con un fusil. Y si disparan a un soldado de infantería es cuando este ya se ha asustado y huye, y entonces no puede hacer nada, porque ni un solo soldado sabe asestar sablazos, e incluso los mejores espadachines y los mejores sables no matan a un hombre que ni siquiera se defiende. Solo pueden arañar. Las bayonetas también matan solo a los que se quedan tumbados. Ve mañana al puesto de socorro y allí lo verás. Por cada mil heridos por las balas y las bombas encontrarás uno por arma blanca. Todo consiste en asustarse después que el enemigo y asustar al enemigo antes. Y el objetivo es que huyan los menos posibles, porque todos tienen miedo. Yo no lo tuve cuando avancé con la bandera en Austerlitz, incluso me sentía alegre, pero esto solo se puede hacer durante una media hora de cada veinticuatro.