Groucho y yo (5 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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Mi madre tenía un cabello rubio claro y el tipo de figura semejante a un reloj de arena que en aquellos tiempos era considerada como algo muy deseado. Cuando yo era joven, los hombres (e incluso los muchachos) hablaban con admiración o de otra manera acerca de las piernas de una chica o bien, en círculos más refinados, de sus «extremidades». Hoy en día la pierna ha desaparecido virtualmente como un símbolo sexual. Puedes contemplarlas todavía —de hecho, más que nunca—, pero ya no constituyen un tema de conversación. El énfasis se ha desplazado desde la rodilla hasta el pecho relleno y abultado. Ni siquiera hace falta que sea natural. Debajo del vestido o de la blusa puede haber goma elástica, cañamazo o ambas cosas a la vez. Aparentemente lo único que importa es que, sea cual sea la sustancia que haya debajo, la blusa sobresalga hasta una distancia inconcebible. Esta forma de engaño femenino puede ser, razonablemente, el elemento responsable de que haya más divorcios durante el primer año de matrimonio que la incapacidad del chico para mantener a su esposa conforme a la manera de pensar de la madre de la desposada sobre los derechos que tiene la chica, que el choque de temperamentos totalmente distintos o que cualquier otra fricción que envía a las jóvenes a tenderse en el diván del psiquiatra o a los tribunales que dictaminan los divorcios.

A medida que mi madre avanzaba hacia la mediana edad, aparecieron las arrugas inevitables, acompañadas de las canas en su cabello dorado. En aquellos tiempos, los salones de belleza eran escasos y fuera del alcance de la mayoría, ya que únicamente los frecuentaban los ricos. Mi madre empezó a echarse agua oxigenada para ocultar los cabellos grises, pero estaba tan ocupada criando a cinco chicos y haciendo que el hogar fuera adelante, que no tenía tiempo ni paciencia para hacerlo de un modo adecuado. El resultado era que se echaba el agua oxigenada de una forma rápida y desigual. Con frecuencia, una parte de su cabello era de un amarillo dorado, mientras que la otra parte aparecía salpicada de gris. Un día, harta de todo intento de llegar a la perpetua juventud, arrojó el agua oxigenada a la basura y se compró una resplandeciente peluca dorada.

Mi madre, como casi todas las mujeres de aquella época, llevaba corsé. Cuando mis progenitores iban a ir de visita, uno de los momentos culminantes de la velada consistía en contemplar a mi padre tirando de los cordones del corsé en un intento desesperado y a veces inútil de encajar una figura que se hacía cada vez más rolliza en un corsé que siempre era dos números demasiado pequeño. Una vez anudado el último cordón y bien ajustada la peluca rubia, se iban a casa de alguien para jugar al póquer apostando dos centavos cada partida. Tan pronto como el juego se había puesto en marcha, mi madre se encaminaba hacia el cuarto de baño y regresaba al cabo de pocos minutos con el corsé descuidadamente envuelto en un papel de periódico y las ligas balanceándose alegremente por los costados. Al cabo de unas cuantas partidas, se producía una nueva desaparición. Esta vez era la peluca la que era eliminada. Únicamente entonces estaba realmente dispuesta a combatir con la diosa Fortuna. Una vez le pregunté:

—Mami, ¿por qué llevas ese corsé tan apretado y esa estúpida peluca? Son incómodos y, además, todo el mundo sabe que son cosas postizas.

—Julie —respondió ella—, tú no lo comprendes. Cuando una dama asiste a una velada, le gusta tener buen aspecto.

—Lo sé, mami, pero así que llegas a la casa de alguien te quitas la peluca y el corsé.

—Naturalmente —replicaba—. Me los quito porque son incómodos. Pero, ¡mira qué elegante estoy cuando llego!

Yo no podía seguir el curso de esta lógica, pero para ella tenía sentido.

Capítulo IV

POR LAS RAMAS DE MI ÁRBOL FAMILIAR

Estoy seguro de que no es un gran secreto, ni es tampoco terriblemente importante, pero para la posteridad y para los siglos futuros mi nombre auténtico es Julius Henry Marx. La razón original de que se me herrara con este nombre fue muy lógica, pero como la mayoría de las cosas que sucedían en nuestra familia no resultó del modo como estaba planeada.

La mayoría de los padres que ponen a sus hijos el nombre de Julius lo hacen a causa de su admiración por aquel renombrado estadista romano, general y gran amante. Algunos ponen el nombre de Julius a sus hijos porque tienen en casa un disco de Julius La Rosa en el que canta «Ámame esta noche». Como dijo John Ruskin en cierta ocasión, de las dos razones la segunda es ciertamente la más sensata. Es mejor poner a un bebé el nombre de un cantante vivo que el nombre de un general muerto.

A mí me pusieron el nombre de Julius por una razón más práctica. Avanzado el siglo XIX, hubo en nuestra familia un tío llamado Julius. Medía un metro y medio, con los calcetines y los zapatos puestos. Tenía una barba oscura y puntiaguda, llevaba gafas gruesas y en su coronilla aparecía un trozo calvo de tamaño aproximadamente igual al de un pastel de trigo molido. Mi madre llegó a creer del modo que fuera que tío Julius era rico y dijo a mi padre que constituiría una brillante muestra de estrategia el hecho de convertirlo en mi padrino.

En el momento de nacer yo, tío Julius se encontraba en la trasera de una tienda de tabacos de la Tercera Avenida, jugando a las cartas. Cuando fueron a buscarlo para decirle que lo habían hecho mi padrino, lo soltó todo, incluyendo dos ases que ocultaba en la manga, y vino corriendo a nuestro piso.

En un discurso tan empapado de emoción que incluso los cristales de sus gafas quedaron cegados, dijo que estaba abrumado por aquel gesto sentimental que habíamos tenido y que intuía que mi futuro —un futuro de color de rosa— estaba irrevocablemente ligado al suyo. Al término de su discurso, aún incapaz de ver a través de sus gafas húmedas, besó a mi padre, regaló un cigarro puro a mi madre y volvió corriendo a la partida de pinacle.

Dos semanas más tarde vino a instalarse en casa, con maleta de cartón y todo. A medida que pasaba el tiempo, mi madre descubrió que tío Julius no sólo parecía estar sin blanca sino que, lo cual era peor todavía, debía a mi padre treinta y cuatro dólares.

Mi padre se ofreció a echarlo de casa, pero mi madre pensó que sería una equivocación. Dijo que había leído de muchos casos en que hombres ricos llevaban una vida miserable y que, cuando morían, dejaban a sus herederos unas fortunas tremendas.

Bien, pues se quedó con nosotros hasta que me casé. Por aquella época ya tenía la mejor habitación de la casa y debía a mi padre ochenta y cuatro dólares. Poco después de mi boda, mi madre admitió finalmente que tío Julius había constituido una espantosa equivocación y ordenó a mi padre que lo echara de casa sin contemplaciones. Pero tío Julius lo resolvió todo diñándola y haciéndome a mí su único heredero. Sus bienes, cuando fueron comprobados, consistieron en una bola que había robado de una sala de billares, una cajita de píldoras para el hígado y una pechera de celuloide.

* * *

Mi segundo nombre es Henry a causa del apego sentimental que experimentó mi madre con respecto a un billete de cinco dólares que le prestó mi tío Henry. Al cabo de un tiempo, tío Henry se dio cuenta de que sacar sangre de un nabo era un juego de niños en comparación con el esfuerzo que se requeriría para recuperar sus cinco dólares. Pasaron muchos años. Un día, cuando mi nacimiento parecía inevitable, dijo: «Minnie, si tienes otro chico, ponle mi nombre y te perdonaré la deuda de cinco dólares. En todo caso, me doy cuenta de que nunca voy a recuperarlos.»

Algún día será necesario establecer nuevas normas con respecto al asunto de poner nombres. No me refiero a las maldiciones rutinarias que suelen intercambiarse marido y mujer, sino al hecho de poner nombres a bebés cándidos e indefensos.

Incluso a los caballos y a los perros se les ponen nombres con más lógica. Sé que esto descubre mi edad, pero hubiera preferido que me llamaran Man O'War Marx que tener los nombres que me endilgaron. No tienes más que comparar ese nombre ilustre con Julius Henry Marx. Sería difícil encontrar un nombre más pedestre. Si tú, querido lector, tienes un poco de inteligencia (lo que dudo, de lo contrario no habrías sido tan estúpido como para comprar este libro. ¿O es que, peor aún, eres uno de esos francotiradores literarios que ha pedido prestado este ejemplar a algún leal amigo mío que se preocupa por mí hasta el punto de haber comprado uno?), estoy seguro de que estarás de acuerdo.

* * *

Mi tío predilecto era todo un carácter llamado doctor Cari Krinkler. Era un hombre apuesto, de cabello gris resplandeciente y ojos azules. Siempre llevaba un maletín negro y, si no lo conocías, podías considerarlo como un especialista muy caro en enfermedades raras. De hecho, era un pedicuro. No podía permitirse tener un consultorio, pero nos visitaba regularmente de vez en cuando y, después de haber comido, abría su maletín negro y eliminaba pulidamente los juanetes y los callos que mi padre iba acumulando mientras machacaba el suelo a la búsqueda de nuevos clientes. Los honorarios del doctor eran reducidos. Veinticinco centavos por los dos pies. Valía la pena gastarlos, teniendo en cuenta lo doloridas que estaban las patas de mi padre.

Durante el otoño, cuando las hojas empezaban a caer y las noches se hacían largas y frías, las visitas de tío Cari cesaban y no volvíamos a verlo hasta la primavera. Una primavera, sin embargo, dejó de aparecer. Pasaron cinco años hasta tener otra vez noticias de él. Se trataba de una postal procedente de una pequeña cárcel situada en un apartado rincón del estado de New York y todo lo que decía era: «¡Saldré pronto!»

La primera vez que le vimos nos contó toda la historia. Parece que se había puesto a las órdenes de una banda de pirómanos. Su trabajo consistía en aplicar la antorcha a cualquier hotel veraniego que no marchara demasiado bien desde el punto de vista financiero. Por razones prácticas, esto únicamente podía hacerse en invierno, cuando los hoteles estaban vacíos. Se sentía muy orgulloso de sus hazañas y se vanagloriaba de que, en el transcurso de los años, había logrado devastar una porción considerable de hoteles en Catskills. No se arrepentía de haber iniciado aquella carrera y añadía que era una lástima que le hubieran cazado, dado que estaba decidido a romper con la banda y a llevar el negocio por su cuenta. Su plan era abandonar el piso de Catskills y trasladarse a las Adirondacks, donde los hoteles eran mayores y las recompensas financieras, naturalmente, también eran mayores.

No volví a verle durante muchos años. Cuando le vi otra vez, estaba de cajero en un restaurante de Broadway. Quizá se había reformado. Quizá sólo estaba esperando su oportunidad. No lo sé. Pero, conociendo sus antecedentes, el último lugar en que esperaba encontrarle era guardando la caja registradora de otra persona cualquiera. Cuando pagué mi consumición, supongo que adivinó lo que pasaba por mi mente. Al dirigirme hacia la puerta, me llamó de nuevo y me dijo susurrando: «¿Sabes, Julius? Si los polis no me hubieran cazado, por esta época habría ya incendiado una buena parte de las Adirondacks.»

Bueno, la vida es así. Sherman hizo exactamente lo mismo cuando invadió Georgia y actualmente, en muchos sectores del Norte, se le aclama como un héroe. Cari Krinkler emuló a Sherman y tuvo que pasar cinco años en chirona.

* * *

Te acabo de hablar acerca de tres tíos que eran individuos verdaderamente magníficos, pero que constituyeron unos desgraciados fracasos en sus carreras respectivas. Pero es mejor que lo confiese todo y que te diga que también tuve un tío que obtuvo un gran éxito. Era el hermano de mi madre. Su nombre era Shean y, con un socio llamado Gallagher, cantó una canción que actualmente forma parte de América tanto como el béisbol. Si no recuerdas el famoso estribillo: «En absoluto, señor Gallagher. Ciertamente, señor Shean», envíame diez dólares en sellos. Yo no te enviaré nada a cambio. Basta que me envíes diez dólares en sellos.

Al Shean se había dedicado a planchar pantalones en una lavandería de la parte baja de Nueva York. Le gustaba mucho cantar y cantaba bien. Pero en la tienda donde planchaba pantalones cantaba demasiado a menudo. Había organizado un cuarteto y, cada vez que se encontraban en la tienda, se ponían a interpretar alguna melodía. No hay nada que le guste menos a una persona que plancha pantalones que planchar pantalones de manera que, cuando el cuarteto de Al se ponía a cantar sus alegres melodías, todo el trabajo de planchar se paraba. Como resultado, lo mismo ocurrió con el empleo de mi tío. El propietario, que odiaba a Al y la música (por este orden), acabo por echarlo, aconsejándole que actuara en escena si lo que deseaba era cantar.

Se trata, ciertamente, de un medio indirecto para explicar de qué manera me introduje en el mundo del espectáculo. Al principio, lo que yo quería ser era médico. Pero el éxito de tío Al convenció a mi madre de que el teatro era un campo agradable y lucrativo, creyendo que sería mejor olvidar el mundo de la medicina y el juramento hipocrático, por la sencilla razón de que nunca había oído hablar de Hipócrates. Los únicos juramentos que se habían oído en mi familia eran los proferidos por mi padre. Papi maldecía copiosamente en su idioma nativo, pero sus maldiciones americanas eran el pan nuestro de cada día.

Tío Al era un individuo apuesto y, cuando venía a visitarnos, las cosas empezaban a moverse. Todos íbamos corriendo a diversas tiendas para comprar los manjares que a él le gustaban. Normalmente, yo era el encargado de ir a comprar queso kúmmel. Harpo salía corriendo en busca del pastel de arándanos. Chico, siendo el mayor, iba a comprar la cerveza. Esto representaba para él dos o tres viajes, pero cada vez que entraba en el bar por las puertas batientes robaba comida suficiente como para compensar el tiempo perdido. Al terminar la comida, cada muchacho recibía un pavo de tío Al. Como mi asignación semanal era de cinco centavos, este obsequio de un dólar significaba el lujo durante muchas semanas.

Actualmente, los actores no tienen un aspecto distinto del resto de la humanidad, pero en aquellos tiempos constituían un grupo aparte. Por ejemplo, cuando mi tío venía a visitarnos, llevaba un pelo largo hasta el cuello, unas patillas pre-Presley, una chaqueta de frac, un bastón con empuñadura de oro y un sombrero de copa.

Cuando tío Al abandonaba la casa, una gran multitud se había ya congregado en torno a la puerta principal. Al dejarnos, arrojaba un puñado de monedas al aire y contemplaba cómo los chicos se peleaban por ellas.

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