Gritos antes de morir (14 page)

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Authors: Laura Falcó Lara

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: Gritos antes de morir
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El doctor salió un segundo de la habitación y regresó mirando a Nel con incredulidad.

—Frank Herbert murió esta mañana en esa misma cama, pero ocurrió una hora antes de que lo trajeran a usted. ¿Cómo…?

—Eso no puede ser —lo interrumpió Nel; no daba crédito a lo que oía—. Hace solo unos minutos yo estaba charlando con el chico; de hecho, me ha dicho que había tenido un grave accidente de coche.

—Y así fue, pero ingresó aquí en coma y no llegó a despertarse.

Nel se quedó paralizado, sin saber qué decir o qué hacer. Aquello era imposible. Una mezcla de sensaciones le invadió el cuerpo; al principio sintió miedo, mucho miedo, al darse cuenta de lo que había ocurrido en realidad. Sin embargo, al cabo de unos minutos Nel se tranquilizó, y entonces le vinieron a la cabeza las palabras del chico.

—¡La cadena! —exclamó, presa de una visión.

—¿Cómo dice? —preguntó el doctor, completamente desconcertado.

—¿Y la familia de Frank?

—Supongo que abajo, en la capilla, esperando a que se lleven el cuerpo al tanatorio.

Sintió que tenía una gran responsabilidad sobre sus hombros. Sin dudarlo ni un instante, Nel se levantó y se acercó a la cama vacía. Metió la mano por el lateral, entre la barra y el colchón, y como por arte de magia sacó de allí la cadena.

—¿Qué es lo que…? —trató de preguntar el doctor mientras Nel salía de la habitación y se dirigía a la capilla. Sabía que tenía algo pendiente, algo que posiblemente se tratara de uno de los encargos más importantes que le habían hecho en toda su vida. Entró en la capilla, y allí, solos y quebrados por el dolor, estaban los padres de Frank. Dudaba sobre el modo de decirles lo que sabía sin que le tomasen por loco.

—Buenos días —dijo Nel, acercándose a la madre de Frank.

—Buenos días.

—Verá, no los conozco de nada, pero hoy por la mañana he ingresado en este hospital y me han puesto en la habitación de su hijo Frank.

La mujer, atenta a sus palabras, asintió con la cabeza.

—Cuando estaba despertándome de la anestesia, un muchacho con la cara y el cuello llenos de cicatrices me ha acercado un vaso de agua y se ha presentado. Sé que lo que voy a decirle le sonará extraño, pero es la verdad.

Ella lo miraba con cierta reticencia.

—El chico me ha dicho que se llamaba Frank Herbert y que había tenido un accidente de tráfico al dormirse al volante.

La madre de Frank frunció el ceño con desaprobación, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Antes de que avisase a su marido y lo echasen de ahí a patadas, Nel se apresuró a hablar.

—Sé que no me creerá, pero ese chico me ha dicho que los quería con locura y que no dejaba de darles disgustos. Y luego me ha dicho que por fin iba a ver a su hermano Richard, a quien hacía mucho que no veía. Sé que suena increíble, pero…

En ese momento la mujer rompió a llorar desconsoladamente y su marido se acercó a toda prisa. Nel se apartó un poco, temiéndose la reacción. Estaba convencido de que aquella pareja no dudaría en avisar a seguridad.

—Hay algo que me ha pedido que les diera —dijo, sacando la cadena de su bolsillo—. Por lo visto se le cayó a la enfermera entre la barra de la cama y el colchón.

Durante unos segundos la tensión creció en el ambiente hasta llegar a su punto máximo. Pero entonces la mujer se acercó a él y, tomando la cadena en su mano, le dijo, con voz entrecortada por el llanto:

—No sabe lo felices que nos ha hecho con sus palabras. No me queda ninguna duda de que ha hablado usted con él. Frank llevaba tiempo sin ver a su hermano porque murió de cáncer hace un año, y respecto a la cadena… no se imagina lo importante que es para nosotros poder recuperarla. Gracias.

El Trampolín de la Muerte

Era tarde, y estaba muy cansado. Aquella noche los ochenta y cinco kilómetros que hay entre las poblaciones de San Francisco y Mocoa, en el Putumayo, resultaban especialmente oscuros, solitarios e inhóspitos. El cielo encapotado amenazaba lluvia, y el viento doblegaba las copas de los árboles generando una imagen casi fantasmagórica. Subí ligeramente el volumen de la música para no dormirme y tomé un trago de Coca-Cola. Aunque aquel tramo de carretera no era muy largo, lo sinuoso del trazado lo hacía especialmente fatigoso y comprometido. Fue entonces cuando la vi, a lo lejos, sentada en la cuneta, temblando de frío. Aunque la idea de parar no me hacía demasiada gracia, me parecía casi inhumano dejarla allí. Reduje la marcha del coche y me acerqué lentamente para observarla con más detenimiento. La chica no parecía peligrosa; su aspecto, lejos de generar desconfianza, despertaba ternura. Me pareció de fiar. Finalmente me detuve.

—Gracias por recogerme —dijo ella, acercándose—. Creí que iba a morirme de frío.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—A Mocoa —contestó—. Por cierto, mi nombre es Monica.

—Andrew —respondí, dándole la mano—. ¿Y qué hacías aquí sola, en mitad de la nada?

—Es una larga historia —respondió, intentando escurrir el bulto.

—Tenemos tiempo —contesté, lleno de curiosidad.

—Bien, es sencillo. Me peleé con mi chico y me hizo bajar del coche. De eso hace dos horas.

—Pero… Hay que ser hijo de…

—Prefiero no pensar en él. Ahora sí que se acabó; para siempre —añadió ella, con los ojos humedecidos.

—¿Quieres que ponga la radio? —pregunté, procurando cambiar de tema.

—Sí, está bien.

Mientras sonaba la música, Monica observaba el paisaje por la ventana. Parecía muy triste, y apenas me prestaba atención. La miré de reojo. Era joven, tendría veinticinco años como mucho. Su melena castaña lucía bastante alborotada, lo que resultaba lógico tras haber pasado varias horas a la intemperie. Al contemplar su rostro de nuevo, esta vez con mayor atención, descubrí una pequeña brecha en su frente.

—Tienes una herida en la frente —le dije, pensando que quizá se habría golpeado con algo al bajarse del coche.

—Lo sé, es de la caída.

—¿Caída? —pregunté, sin entenderla.

—Sí, cuando me tiré del coche en marcha —dijo ella, para mi desconcierto.

—Pero ¿no decías que tu novio te obligó a bajar del automóvil?

—Más o menos —respondió, con una extraña sonrisa en el rostro.

Confundido por su respuesta, la miré con suspicacia. En mi interior algo me decía que aquella muchacha escondía alguna cosa.

—A ver —dije, ralentizando la marcha—. ¿Qué es exactamente lo que ha pasado?

—Pues eso, que discutimos y yo decidí que no quería seguir viaje con él.

—¿Y te lanzaste en marcha?

—Sí —dijo, escueta.

—¡Podrías haberte matado! —respondí.

—De hecho lo hice. —Una sonrisa se dibujó en sus labios.

—¿Cómo? —pregunté, con los ojos abiertos.

En ese preciso momento, una inquietante voz masculina que procedía de la parte trasera del coche añadió:

—Tendrías que haberte suicidado conmigo. Hubiera sido más romántico.

Atemorizado, miré por el retrovisor. Allí, como si de una aparición se tratase, vi a un chico completamente bañado en sangre. Sentí que un escalofrío me recorría la espalda; me giré con brusquedad, pero el asiento trasero volvía a estar vacío.

—No se moleste en buscarme. Yo también estoy muerto, y a diferencia de Monica a mí no me gusta demasiado que me vean —dijo la voz en tono irónico, obligándome a mirar el espejo de nuevo.

—Usted también lo estará en breve —añadió la chica, riéndose.

Histérico, aterrado, frené bruscamente el vehículo, que dio varias vueltas de campana para caer despeñándose barranco abajo. Una tremenda explosión resonó en todo el valle al cabo de unos instantes.

—¿No te dan pena? —preguntó la muchacha al chico mientras miraban arder el coche desde el borde del precipicio.

—¿Has pensado en lo aburrida que sería la eternidad sin este tipo de distracciones? —inquirió él—. Además, hay que hacer honor al nombre de tan solitaria carretera.

—Sí, es cierto —dijo, pensativa—. ¿A quién se le ocurriría llamarla «el Trampolín de la Muerte»?

—A alguien con mucho sentido del humor, está claro —respondió el chico, mientras se iba diluyendo entre la bruma del camino.

* * *

Ahora vago como ellos por esta carretera, y revivo también, una y otra vez, el accidente que me costó la vida.

Truco o trato

Estaban cansados de sus bromas macabras, hartos de pasar miedo y de hacer el ridículo por culpa de su supuesto amigo. Mark todavía recordaba la vez que le hizo entrar en la vieja casa abandonada diciéndole que el balón se había colado en su interior. Cuando estuvo dentro, lo encerró durante media hora y puso en marcha una cinta con ruidos de lo más inquietantes. Asustado, Mark fue incapaz de contener la orina, y cuando logró salir todos sus amigos se burlaron de él. Tampoco Amanda había conseguido olvidar el día que la montó en su moto y, acelerando al máximo en dirección a un acantilado, empezó a dar gritos mientras decía:

—Lo siento, Amanda, pero voy a estrellar esta puta moto; ya no quiero vivir más.

Por unos instantes Amanda creyó que aquel iba a ser su último día. Cuando por fin frenó en seco a pocos centímetros del barranco, ella se desmayó y cayó al suelo inconsciente.

Todos y cada uno de sus amigos habían sufrido en sus propias carnes la crueldad de Arnold, pero eso ya no iba a suceder nunca más.

* * *

Se sentía muy mareado, con ganas de vomitar. No recordaba haber bebido tanto como para eso, pero lo cierto es que no sería la primera vez que el alcohol le jugaba una mala pasada. Con resignación, intentó serenarse hasta que los efectos de la bebida disminuyeran ligeramente. Notaba que le faltaba el aire, y eso le intranquilizó. Era una sensación distinta a la de otras veces, una sensación sumamente desagradable. Poco a poco fue recuperando los sentidos. Abrió los ojos con lentitud, pero la oscuridad era espesa y tupida, peor que la de una noche sin luna. No veía absolutamente nada. Trató de incorporarse, pero al levantar la cabeza se dio un tremendo golpe seco. Algo frente a él le impedía levantarse. Apenas se podía mover. Se sintió apresado, casi inmovilizado; le costaba respirar. Aunque Arnold era conocido por su sangre fría y su flema británica, aquella extraña e insólita situación empezaba a inquietarle. Nervioso, intentó tantear el terreno con las manos: tal como su cabeza le había demostrado hacía unos instantes, tenía algo delante que le cerraba el paso. ¿Dónde se encontraba? ¿Qué estaba ocurriendo? El aire se hacía cada vez más denso, y su respiración se agitaba y se aceleraba por momentos. Justo en ese instante empezó a oírse una voz metálica que procedía de una grabadora.

—Hola, Arnold. Supongo que reconocerás mi voz. Por si la situación anula tus sentidos, te diré que soy John. Sí, John, el amigo al que lanzaste al agua en alta mar con el único propósito de ridiculizarlo y hacerle pasar miedo por no saber nadar. Desde entonces no soy capaz ni de acercarme a la orilla. Por ello te doy las gracias.

Entonces sonó otra voz, distinta de la anterior:

—Hola, Arnold, soy Malcolm, el amigo al que encerraste en un cuarto lleno de serpientes para que, según tú, superase su absurda fobia.

Y así fueron oyéndose, una a una, todas las voces de los amigos de Arnold contando todas y cada una de las bromas que les había gastado. Tras una breve pausa, la voz de John se oyó de nuevo.

—Pues bien, llegados a este punto te preguntarás dónde estás y qué está ocurriendo. Es muy sencillo: tus amigos hemos decidido celebrar Halloween a lo grande. Hoy vamos a ser nosotros los que nos riamos de ti. ¿Te has preguntado dónde te encuentras? Estás a un metro bajo tierra, dentro de un bonito y confortable ataúd. Pero, como en el fondo te queremos, vamos a darte una oportunidad para que salgas de esta. En el bolsillo derecho de tu chaqueta hay un mechero, y en el izquierdo un punzón y una pequeña pala que acaso te ayuden a romper el ataúd y cavar hasta la superficie. Pero, recuerda, si al cavar no te cae arena en la cara es que te has equivocado de dirección. Desorientarse bajo tierra es fácil. Suerte… amigo. Por cierto, creo que, entre truco o trato, tú elegiste truco… Jajajaja.

La grabación se interrumpió, y Arnold sintió que por vez primera su corazón se aceleraba presa del pánico. Trató de gritar, pero enseguida comprendió que nadie iba a ir en su ayuda, que nadie, ni siquiera sus compañeros, le iba a oír. Aquello no podía estar pasándole. Era él quien hacía bromas macabras, no los demás. Nervioso, acelerado, buscó el mechero, el punzón y la pala en los respectivos bolsillos. Mientras, en la superficie, Amanda controlaba con un cronómetro el tiempo que iba transcurriendo. Según sus cálculos, Arnold tenía oxígeno para una media hora. Pasado ese plazo de tiempo su vida correría serio peligro. Lo tenían todo perfectamente planificado: si para las doce y cincuenta Arnold no había salido, Malcolm y John empezarían a cavar.

Con la respiración entrecortada y el corazón fuera de sí, Arnold encendió rápidamente el mechero. Necesitaba recuperar a toda costa la vista, uno de sus sentidos más preciados. Pero, al verse cautivo en tan minúsculo habitáculo, comenzó a llorar de pura angustia. La terrible sensación de claustrofobia, ahora que podía ver, era aún mayor. Sin dudarlo, agarró el punzón con fuerza y empezó a golpear la madera, que comenzó a ceder con mayor facilidad de lo que esperaba. La tierra se deslizaba lentamente entre las tablas, y poco a poco fue depositándose en el fondo del ataúd. Al menos estaba cavando en la dirección correcta, pensó. El dolor de sus nudillos descarnados se estaba tornando francamente insoportable, pero las ganas de ver la luz no le permitían concederse una tregua. Fue en ese instante cuando la llama del mechero empezó a flaquear.

—¡Por Dios, no, no me falles! —gritó Arnold, consciente de que en el momento en que el mechero dejase de alumbrar, el oxígeno estaría próximo a su fin.

Mientras tanto, en la superficie, Amanda seguía atenta al cronómetro.

—Quedan diez minutos, id preparándoos —dijo, mirando a sus dos compañeros.

Arnold, exhausto por tan desmedido esfuerzo, con las manos llenas de sangre por las heridas, sentía que iba adormeciéndose. El mechero casi no emitía llama, y a cada minuto le costaba más respirar. Entonces supo que no existe nada más angustioso que la falta completa de aire: sentir cómo los pulmones son incapaces de bombear y los bronquios se llenan por segundos de veneno para el cuerpo.

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