Pasaron los días y la situación fue a peor. Samuel monopolizaba casi todos los aspectos de la vida de Jessica. Empezó a ir mal en la escuela, a no hablar con sus amigos, a encerrarse en su cuarto toda la tarde. Si al menos pudiese hablar con él… Entonces me di cuenta de que sí podía hacerlo, aunque fuese a través de Jessica.
—Jessica, ¿puedes preguntarle a Samuel por qué ha vuelto?
—No hace falta, él te oye. Puedes preguntárselo tú misma.
—Bien, pues… ¿por qué has vuelto, Samuel?
—Dice que nunca se ha ido, que parte de él sigue ahí, donde siempre estuvo —dijo Jessica, señalando el costado izquierdo de mi abdomen.
—¿Perdón?
—Dice que si nunca te preguntaste de qué era la cicatriz que tienes en el costado.
—¿La… cicatriz? Me operaron del riñón al poco de nacer.
—Se está riendo, mamá. Dice que eres una ingenua.
La conversación empezó a angustiarme. Sentí que algo se me escapaba de las manos. ¿A qué se refería con lo de ingenua? Decidí no proseguir; temía agravar la confusión que ya sentía Jessica. Pero no era yo quien controlaba el tiempo o el momento: ahora los controlaba Samuel.
—Mamá, pregunta Samuel si los abuelos no te hablaron alguna vez de él.
—¿Qué?… ¡Basta!… ¿Qué pretendes?
—Dice que no pretende nada, que es difícil alejarse de ti cuando aún llevas parte de él dentro de tu cuerpo.
Empecé a sudar, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Cogí el teléfono y llamé a mis padres.
—Verás, cariño —me dijo mi madre—, no queríamos causarte un trauma. Él nació muerto, y el médico lo extirpó de tu costado. Se suponía que no había quedado ningún resto o señal salvo por la cicatriz, y pensamos que lo mejor… —Su voz se perdió entre lágrimas y sollozos.
* * *
Hoy entro en el quirófano. Debo desprenderme de lo único que me queda de él si quiero que la paz regrese a mi vida y a la de mi hija. La operación es delicada, porque la parte de su cuerpo que aún reside en mí está soldada al corazón. Quizá la medicina extirpe ese resto de lo que un día fue mi hermano, pero el dolor que siento en el alma, ese ya nunca se marchará.
Como cada sábado por la tarde, Rex y yo nos acercamos a Jacker’s, la discoteca del puerto deportivo. Cuando entré, debí rozar a la chica sin apenas darme cuenta, pero eso bastó para que se despertara en mí todo un cúmulo de sensaciones e imágenes incontroladas. Empecé a sentir mucho frío, temblores, y un cosquilleo extraño recorrió mi cuerpo. Me sentía mareada, y Rex me ayudó a sentarme en la zona de los sofás. ¿Qué me estaba pasando? De pronto las imágenes fueron tomando forma, y en mi mente se dibujó la silueta de una chica joven, morena, delgada y no demasiado alta. Vestía una camiseta de tonos naranjas y un tejano medio raído. Preocupado, Rex trataba de darme aire cuando, para su desconcierto, le expliqué lo que acababa de ver.
—¡Búscala! —exclamé—. No puede estar muy lejos. —Rex me miraba atónito; no alcanzaba a comprender lo que sucedía.
—Pero… ¿quién es esa chica? ¿La conoces?… Susan, no entiendo nada de lo que estás diciendo.
—¿Confías en mí? —Rex asintió con la cabeza.
—Pues entonces no preguntes y búscala. Queda poco tiempo.
Sin saber demasiado bien a quién estaba buscando, Rex avanzó entre la multitud que llenaba el local fijándose en cada chica que pasaba por su lado. Mientras tanto yo sabía que no le iba a resultar fácil convencer a alguien de aquella locura; lo más probable era que la chica en cuestión pensase que quería ligar con ella. Pasaron como veinte minutos antes de que Rex volviese con la muchacha. Efectivamente era ella, la chica de las imágenes, la que había visto en esa especie de pesadilla consciente que acababa de tener.
—Hola. Mi nombre es Susan, y no suelo ir por las discotecas pidiéndole a mi pareja que me traiga a otras chicas. Pero me ha pasado algo que no puedo explicar y que tiene que ver contigo, y solo tú puedes decirme si tiene lógica o, por el contrario, debería consultar con un psicólogo porque me estoy volviendo loca.
La muchacha, algo sorprendida y asustada, se sentó frente a mí dispuesta a escuchar lo que tenía que decirle. La música estaba alta, así que acercó su cabeza a la mía para oírme mejor.
—Mira… cuando entré en el local debí rozarte, y de pronto muchas imágenes y sensaciones me vinieron a la mente. No sé ni cómo explicar qué es lo que ha pasado, pero lo que sí sé es que en esas imágenes aparecías tú conduciendo una vespa de color rojo. Te veo llegar a la puerta de una casa adosada de color blanco y llamar al timbre. De pronto, veo a una mujer morena de mediana edad que baja las escaleras de la casa, tropieza y cae precipitadamente por ellas. No se mueve… Creo que está muerta. Ahí se interrumpió la visión.
La chica me miró fijamente. En sus ojos había una mezcla de miedo, asombro e incredulidad. Al final contestó:
—No te conozco de nada y podrías ser una loca, pero… es cierto que tengo una vespa roja y que vivo con mi madre en una casa adosada de color blanco. ¿Qué se supone que debo hacer ahora?
—No lo sé. Es la primera vez que me pasa algo así. Ni siquiera sé si decírtelo puede servir de algo —contesté, atemorizada por las consecuencias que todo aquello pudiera entrañar.
—Vamos a hacer una cosa. Dentro de unos quince días quedamos aquí de nuevo, a la misma hora, y a ver qué puedo contarte. Me cuesta mucho creer en estos rollos, pero supongo que no pierdo nada.
Se incorporó y, antes de irse, me tendió su mano y me dijo:
—Por cierto, mi nombre es Karen.
—Susan —contesté, tratando de incorporarme pese a que todavía no me había recuperado por completo.
Y así fue. Pasaron quince largos días y Karen apareció nuevamente en el Jacker’s, pero esta vez acompañada por un chico. Su semblante era triste; tenía la cara desencajada. Cuando empezó a hablar las lágrimas brotaron de sus ojos sin control. Su voz, entrecortada por el llanto, era casi inaudible, así que le pedí que saliéramos de la discoteca.
—¡Está muerta, mi madre está muerta! —exclamó, deshecha por el dolor. El chico que iba con ella procuraba consolarla sin demasiado éxito—. ¡Te odio! ¡Maldigo el día en que te conocí!
—Karen, ¿qué pasó exactamente? —le pregunté, intentando que sus palabras no me afectasen.
Poco a poco fue recuperando el habla y se fue tranquilizando.
—Llegué a casa como siempre, pero esta vez, después de oír tu historia, decidí no llamar al timbre, y por prudencia abrí con el llavín que mamá solía dejar detrás del tiesto del recibidor. Al principio no pasó nada. Ella se limitó a preguntar desde arriba si era yo. En ese momento pensé que toda tu historia era una auténtica gilipollez, y me fui a la cocina a prepararme algo de cenar.
Nerviosa, Karen no paraba de frotarse las manos casi compulsivamente mientras las lágrimas descendían por su rostro sin cesar.
—Entonces mamá me dijo que iba a darse una ducha antes de la cena, que había estado planchando y que estaba sudada. A los cinco minutos oí un golpe seco. La llamé, pero nadie contestó. Subí la escalera más rápido de lo que jamás en mi vida imaginé que pudiera hacerlo y corrí hacia el tocador. Mamá estaba tendida en la bañera inconsciente, sin pulso… Estaba muerta. ¿Por qué? ¿Para qué coño me contaste nada si aquello no se podía parar? ¿Acaso disfrutas haciendo sufrir a la gente, haciendo que se sientan culpables? ¿Por qué no me dijiste qué debía hacer? Ojalá nunca te hubiese escuchado…
Karen, desconsolada, rompió a llorar de nuevo, y vi en sus ojos el odio de quien no entiende y necesita buscar culpables. Paralizada, incapaz de articular una sola palabra, la miré con mucha pena, sin saber qué hacer. Me acerqué para abrazarla y ella me empujó, cargada de rabia y de dolor. Me alejé, confusa; sus preguntas aguijoneaban mi mente como cuchillos afilados que se clavan con lentitud: «¿Por qué? ¿Para qué coño me contaste nada si aquello no se podía parar?».
Me giré y miré a Rex a los ojos, totalmente aturdida. Rex se acercó y me estrechó entre sus brazos. De pronto, la sensación de frío y los temblores volvieron a empezar.
—¡Tú no, por lo que más quieras, tú no!…
¿Qué harías si supieses qué día y a qué hora has de morir?
Así empezaba el extraño y polvoriento diario. Patty había alquilado aquel viejo caserón hacía solo tres días, y, aunque la mayor parte de las habitaciones estaban completamente desocupadas, había una que no. Era una habitación pequeña donde el propietario, un hombre de avanzada edad llamado Tom Swalter, había dejado algunos enseres y le había pedido que no entrara. Sin embargo, la curiosidad le hizo faltar a su palabra. Se sentó en la mecedora junto a la ventana y siguió leyendo.
Siempre supe que mi vida no era como la del resto de mortales. Desde niño tuve la extraña sensación de que la muerte estaba cerca, y si no aprendía a evitarla, a engañarla, acabaría por alcanzarme. Todavía recuerdo el día en que aquel horrible espectro vino a por mí; tenía solo diez años. No sé qué me hizo intuir lo que se avecinaba, pero aquel presentimiento fue el que me salvó la vida.
Patty frunció el ceño, extrañada por aquel sorprendente escrito. ¿Acaso sería real, o por el contrario se trataba tan solo de una fantasía, una fábula? Cerró el diario, aunque se lo llevó consigo hasta la planta baja. Tenía aún muchas cosas que hacer, y no podía estar más tiempo leyendo aquellas extrañas líneas; sin embargo, se reservó el diario para después de cenar. Fuese lo que fuese aquel escrito, había conseguido captar su atención. Se sentó a la mesa con una tortilla de jamón y un par de tomates y encendió el televisor. Estaba cansada: llevaba tres días colocando los muebles, la ropa y los objetos en su sitio. Mientras, de reojo, no dejaba de observar aquel viejo pliego de papeles. ¿Qué habría de real entre sus hojas?
Tras recoger los platos, Patty se sentó en el sofá y lo abrió de nuevo.
Llevo muchos años huyendo de la parca, jugando con ella una extraña partida de ajedrez donde, a cambio del rey, hay que sacrificar peones. No es fácil aprender a que no te afecte el mal ajeno, pero la necesidad nos lleva a realizar actos desesperados. Aún tengo pesadillas cuando recuerdo la primera vez. En aquella ocasión fue un accidente. Con solo diez años, no había en mi ser un ápice de maldad. Únicamente había miedo, pánico a lo desconocido. Era de noche cuando sentí su presencia. Abrí los ojos y una hermosa dama blanca me observaba desde el pie de la cama.
—¡Ven conmigo! —exclamó, con una voz ronca y entrecortada que para nada se correspondía con la juventud de su rostro.
Algo en mi interior me hizo desconfiar y salir corriendo de la casa de mis padres. Jamás imaginé que nunca volvería a verles. Fue entonces cuando la hermosa dama se convirtió en una parca de aspecto siniestro.
—¡Es tu hora! ¡No te resistas!
Corrí como nunca antes lo había hecho, y en mi desesperada huida tropecé con un mendigo, que cayó al suelo. Cuando me agaché para ayudarlo, comprobé, horrorizado, que estaba muerto. Tuvo la mala suerte de golpearse con fuerza la cabeza contra un banco en su caída. Entonces ocurrió lo inesperado: la parca se detuvo ante aquel pobre hombre y, abriendo su oscura y enorme capa negra, lo engulló sin dejar ni rastro. Luego me miró fijamente y dijo:
—Hasta pronto, joven amigo. Algún día volveré a por ti.
Fue así como aprendí el modo de esquivar a la muerte.
Angustiada por el relato, Patty cerró el diario. No podía ser real, pensó. Cada vez estaba más convencida de que una historia así tenía que ser pura fantasía. Sin embargo, algo en sus adentros, una especie de nerviosismo, la hacía estar alerta. Tenía la extraña sensación de que, desde el mismo instante en que había abierto el cuaderno, alguna cosa incontrolable había entrado en su vida. No se consideraba una persona supersticiosa, ni tampoco se tenía por insegura o asustadiza, pero aquella noche algo le hacía temer por su bienestar. Se levantó del sofá y subió la escalera hasta su cuarto. Tenía sueño, y al día siguiente aún le quedaban muchas cosas por hacer. Colocó el viejo diario sobre su mesita y se acostó.
A la mañana siguiente, Patty se despertó con las frases del diario rodando por su cabeza. Se duchó, se puso una camiseta y un pantalón de chándal y bajó a desayunar. Mientras untaba las tostadas con mantequilla, abrió el diario y siguió leyendo.
No recuerdo cuántas muertes cargo sobre mis espaldas. Con los años aprendí a olvidar y a no mirar atrás para no sentirme culpable. Tampoco sé en qué momento traspasé la frontera entre lo razonable y lo extraordinario. ¿Quién posee el baremo, la medida justa de los años que se supone hemos de vivir? Tengo ciento cuarenta y ocho años, e imagino que debió de ser cerca de los ciento diez cuando sobrepasé el límite de lo humano y me convertí en una criatura fuera de lo normal. Descubrir el modo de esquivar a la muerte me transformó en un monstruo que siempre quiere más. Sé que no voy a recuperar mi juventud, y que cada día me siento más cansado y con menos fuerzas, pero, habiendo visto a esa fiera de frente, ¿quién se atreve a culparme por tenerle miedo? Mientras el resto de los mortales ignoran lo que hay detrás de esta vida, yo he visto la horrible cara de la muerte en tantas ocasiones que ya casi no debería causarme pavor. Pero, al contrario de lo que cabría esperar, cada vez me produce una mayor congoja. Quizá sea fruto de la edad, de saber que ese debería haber sido, hace bastantes años ya, mi destino. Tan solo sé que, cuanto más vivo, menos deseo morir, y más terror me causa esa perspectiva.
Con el tiempo he aprendido a anticipar la aparición de ese monstruo, y también me he vuelto más previsor. Ahora ya no busco mis presas en la calle: ahora hago que ellas vengan a mí. Luego solo cabe tenerlas controladas y esperar el momento oportuno.
Patty estaba completamente absorta en la lectura cuando sonó el timbre de la puerta. De un brinco se levantó del taburete.
—¡Vaya susto! —suspiró para sus adentros. Con el corazón todavía en un puño, abrió la puerta de la casa.
—Disculpe que la moleste a estas horas de la mañana —dijo Tom Swalter, el anciano propietario de la finca.
Completamente paralizada por el miedo, Patty trató de aparentar tranquilidad.
—No pasa nada, justo estaba terminando de desayunar. ¿En qué puedo ayudarle?
—Creo que me dejé en la habitación del desván algo que necesito.