Gritos antes de morir

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Authors: Laura Falcó Lara

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: Gritos antes de morir
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¿Qué pasaría si supieras cuál es tu destino? ¿Qué harías si una llamada te anunciara cuándo vas a morir? Siniestros edificios asediados por espectros sin nombre, maléficos niños criminales e indefensas criaturas, seres del submundo, visiones anticipatorias y, sobrevolándolo todo, la dama de la guadaña como amenaza continua; Laura Falcó Lara reaviva en su debut narrativo una tradición, la del terror sobrenatural, que maneja con soltura de experta, y en la que se inscribe con un estilo directo y enérgico. A caballo entre los sorpresivos y turbadores relatos de Stephen King y el hitchcockiano suspense de las obras de Dean Koontz, Gritos antes de morir nos sumerge en un universo donde lo paranormal, el pánico y el misterio crean un mosaico de asombrosas historias que resquebrajan la lógica y la razón.

Veintisiete narraciones repletas de escalofríos y adrenalina, que se dan cita en un libro asfixiante, lleno de giros inesperados, pero, sobre todo, aterrador.

Laura Falcó Lara

Gritos antes de morir

ePUB v1.0

AlexAinhoa
01.03.13

Título original:
Gritos antes de morir

© Laura Falcó Lara, 2012

Diseño portada: Nora Grosse, Enric Jardí

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

El libro

Como tantos otros martes, al salir de la oficina Tom se acercó hasta la librería de la esquina de Brekley y Preston Street. Le encantaba pasarse horas rebuscando entre todos aquellos libros viejos hasta encontrar algún ejemplar interesante; algún libro que le permitiese enriquecer aún más su mente, y de paso fortalecer el increíble ego que tenía. Aquella tarde, sin embargo, no estaba Ronald, el viejo propietario. En su lugar atendía la tienda un hombre de mediana edad, pelo canoso y aspecto desaliñado. Sin hacerle demasiado caso, Tom avanzó hasta el fondo del local y empezó a hojear las últimas incorporaciones. Tras una media hora, aquel peculiar individuo se acercó y le preguntó:

—¿Busca algo en especial?

—No —contestó, algo molesto por la interrupción—. Me gusta ver los libros a solas y elegir sin prisas —dijo en tono cortante, casi desconsiderado.

—Ya, pero ¿puedo aconsejarle?

—¿Cómo dice? ¿Aconsejarme usted? ¿Qué podría yo aprender de un simple dependiente? —respondió, altivo e irónico.

—Bueno, a veces la persona más insospechada es la que mejor sabe lo que necesitas.

Tom se sintió algo presionado, cosa que por otro lado le molestaba sobremanera.

—Tranquilo… No me hace falta. Tengo claro lo que quiero, y dudo que usted me pueda ayudar —contestó, con grandes dosis de suficiencia y de soberbia.

—Creo que hay un libro que debería ver —insistió el hombre, subiéndose a la escalera para poder alcanzar el último estante.

Esa fue la primera vez que Tom lo vio. Era un libro antiguo, de piel repujada y más de seiscientas páginas que amarilleaban por los extremos. Fue tanta la insistencia del dependiente que Tom accedió a darle un vistazo. Nada más tenerlo entre sus manos pudo observar algo que le inquietó bastante. En la cubierta, grabado a fuego, se podía leer el siguiente título: Historia de Tom Abnett.

—¿Qué es esto? —inquirió, mirando fijamente a aquel extraño personaje.

—¿Nunca se ha preguntado sobre el final de su vida? ¿Sobre lo que los demás piensan de usted, lo que siente su mujer hacia su persona?

—¿Qué clase de broma de mal gusto es esta? —interrumpió Tom, algo nervioso.

—No es ninguna broma. Usted sabrá si quiere leerlo —contestó el hombre mientras se alejaba.

Entonces, justo cuando Tom se disponía a abrirlo, se giró en seco y dijo:

—Pero tenga cuidado: si empieza no podrá parar. Saber demasiado no siempre es bueno.

Perplejo, Tom observó detenidamente aquel tomo. Muerto de curiosidad, lo abrió por una página al azar y empezó a leer.

Tom sabía que ella era la chica con la que siempre había soñado, pero le faltaban agallas para decirle lo que sentía. Debían de faltar diez minutos para que la película terminara cuando por fin se decidió. Le tomó la mano entre las suyas y sin dudarlo le plantó un beso en los labios, temiendo su reacción. Por su lado, Mia estaba nerviosa. Hacía mucho tiempo que esperaba que Tom se decidiera a besarla, y, cuando este lo hizo, creyó que se iba a desmayar. Notó que las piernas le flojeaban y el corazón le latía más rápido de lo normal. Ella también sabía que Tom era el chico que más le gustaba de todo el instituto.

Tom cerró el libro, impresionado por la exactitud con que sus hojas reflejaban el momento preciso en que besó a una chica por primera vez. ¿Cómo era posible? ¿De dónde había salido aquel misterioso volumen? Inquieto, lo abrió de nuevo, esta vez por la página 110.

No era la primera vez que discutía con Mike, su compañero de trabajo. Entendían la empresa y su labor en ella de formas muy distintas. Sin embargo, esta vez, Mike, harto del desprecio y la soberbia con que Tom le trataba, estaba dispuesto a conseguir que le despidiesen. Ese fue el motivo por el cual filtró aquellos informes falsos que dejaron a Tom en evidencia ante sus superiores y llevaron a su despido. Él siempre pensó que se había tratado de un error burocrático, que se debieron entregar algunos borradores hechos por los becarios en vez de su informe original. Nunca sospechó de Mike.

Con los ojos encendidos y completamente fuera de sí, Tom volvió a cerrar el libro.

—¡Será cabrón! —exclamó a voz en grito, haciendo que el resto de clientes le mirasen.

Luego, tras una breve pausa, se dirigió al mostrador y le dijo al dependiente:

—¡Me lo llevo!

¿Qué otras verdades ocultaría ese libro? ¿Cuántos secretos más descubriría al adentrarse en él? Poseído, cegado por un ansia enorme de saber, Tom llegó a casa, se sentó en el orejero del salón y lo abrió por la primera página. Iba a leerlo de cabo a rabo, pensó. Quería saber todo lo que los demás pensaban de él. Aquella noche, para la sorpresa de Amy, su mujer, Tom estaba tan absorto en la lectura que no quiso probar la cena, ni tampoco irse a la cama.

De madrugada, Tom seguía leyendo sin descanso. Las horas habían pasado pero él continuaba ahí, enfrascado en aquellas páginas.

—Así que no soy un buen amante, ¿eh? —le dijo a Amy en cuanto la vio aparecer por la puerta del salón.

—¿Cómo dices? —preguntó ella, perpleja.

—Y, por cierto, dile a tu madre que no soy un fracasado, si acaso lo será su marido, que no tuvo más remedio que casarse con ella cuando la dejó embarazada.

—Pero… ¿a qué viene semejante sarta de idioteces?

Colérico, enfurecido con el mundo entero, Tom agarró el libro y se encerró en su habitación; definitivamente, aquel día no iría a trabajar.

Cuando Amy regresó a casa por la tarde, encontró a Tom sentado en el sofá con la mirada perdida; parecía sumido en su mundo, lejos de allí. Preocupada, se acercó y se sentó junto a él, pero este seguía ignorándola. Entonces tomó el libro de Tom de encima de la mesa y lo examinó atentamente.

—¿Qué es este libro? —preguntó, al ver su título.

—Una condena —respondió Tom, con expresión desencajada.

Amy lo miró sin comprender el sentido de sus palabras.

—¿Alguna vez has pensado qué ocurriría si la gente pudiese oír todo lo que piensas de ellos?

—¡Sería terrible! —contestó Amy—. Me quedaría sin familia y sin amigos en ese mismo instante.

—Así es —afirmó Tom, pensativo—. Cuando empecé a leer este maldito libro, me volví loco. No podía soportar saber que la gente no siempre te dice lo que piensa.

—Pero eso es así desde que el mundo es mundo.

—Ya, pero… una cosa es intuirlo y otra leer qué es exactamente lo que tus amigos y tu familia piensan de ti.

Amy lo miraba, confusa, y seguía sin comprender a qué venía todo aquello.

—¿Sabes cuándo ha dejado de afectarme?

—No —respondió Amy, que continuaba sin entender nada.

—Cuando me he empezado a fijar en lo que yo he pensado sobre los demás.

—Ya.

—Ahora estoy justo en el presente, en el día de hoy, y no sé si quiero seguir.

—¿Seguir? —preguntó Amy.

—Sí, no sé si quiero conocer lo que me depara el futuro. ¿Alguna vez has deseado saber cuándo o cómo vas a morir?

—¡Por Dios! ¡Claro que no!

—Creo que ya he leído bastante —dijo, cogiendo el libro y lanzándolo al fuego que ardía en la chimenea del salón.

—¿Qué haces? —exclamó Amy, atónita.

—Lo que debí hacer desde el momento en que ese libro llegó a mis manos.

Al día siguiente, cuando Tom se levantó y fue hacia la cocina dispuesto a desayunar, el libro estaba allí, sobre la mesa del salón, abierto por la página exacta en que lo había dejado la tarde anterior.

—¿Cómo…?

Sorprendido, sin poder entenderlo, agarró el tomo y empezó a arrancarle las hojas y a despedazarlas con todas sus fuerzas hasta dejarlo hecho añicos. Luego lo tiró a la basura de la cocina y siguió preparándose para ir a trabajar. Cuando acabó de vestirse volvió a salir al salón, pero esta vez sintió que la sangre se le helaba en las venas al ver de nuevo el libro sobre la mesa, en perfecto estado. Presa del terror, Tom se sintió incapaz de acercársele: sin duda no era cosa de este mundo. Notó que una especie de sudor frío le recorría la espalda, y respiró hondo para recuperar el aliento. Tras el susto inicial, y algo más sereno, Tom decidió que su mejor opción era regresar a la tienda de Ronald en busca de respuestas. Alguien tendría que explicarle qué era aquel objeto, de dónde había salido y cómo podía deshacerse de él.

* * *

—Buenos días, Tom. ¿Cómo tú tan temprano? ¿Es que hoy no trabajas? —preguntó Ronald al ver a Tom entrar de buena mañana.

—Sí, sí que trabajo hoy, pero me urgía hablarte de este ejemplar.

—¿Cuál? —preguntó, mientras Tom ponía el libro maldito entre sus manos.

—El que compré ayer aquí.

—Este libro no es de la tienda, seguro. Conozco cada uno de los ejemplares antiguos que entran.

—Me lo vendió ese hombre canoso que dejaste al cargo.

—¿Quién? Pero… si ayer no abrí, tenía un entierro —contestó Ronald ante la estupefacción de Tom—. Seguramente te confundes de establecimiento.

—Pero si yo, yo juraría, yo… —dijo Tom, tartamudeando.

Si no estuvo allí, ¿dónde pudo estar? ¿Quién era aquel extraño hombre? Y, lo más importante, ¿qué se suponía que era ese diabólico libro? Angustiado y sin rumbo, Tom pasó toda la mañana dando vueltas por la ciudad procurando aclarar sus ideas. Primero intentó tirar el libro al río, luego trató de abandonarlo, pero a los pocos minutos el horrible tomo volvía a aparecer junto a él. Entonces, cuando ya estaba al borde de la desesperación, lo vio. Estaba allí, sentado en un banco del parque, fumando un cigarrillo y mirándole fijamente. Era él, el hombre canoso de aspecto siniestro que le había vendido aquel condenado libro. Sin pensarlo dos veces corrió hasta él y, empuñando el volumen como si de un cuchillo se tratase, lo arrojó sobre sus muslos.

—¿Por qué me dio esa monstruosidad? ¡No la quiero! ¿Me oye? ¡Ya se la puede quedar! —dijo, completamente fuera de sí.

—Lo siento, pero se lo avisé: «Si empieza no podrá parar». ¿Recuerda? —dijo, mientras se levantaba dispuesto a irse.

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