Magnífico y lleno de animales que se cebaban para pasar el invierno; caza fácil y sencillo encontrar refugio. Pero Katsa notaba de manera palpable que los caballos avanzaban tan despacio como ella misma era capaz de pensar.
—Me parece que avanzaríamos más deprisa a pie —comentó.
—Echarás de menos a los caballos cuando tengamos que prescindir de ellos.
—¿Y eso cuándo será?
—Es posible que dentro de unos diez días, según el mapa.
—Preferiría ir a pie.
—Tú no te cansas nunca, ¿verdad?
—Sí, si hace mucho tiempo que no duermo, o si cargo con algo muy pesado. Me cansé cuando subí a tu abuelo por la escalera.
—¿Que cargaste con mi abuelo escaleras arriba?
—Sí, eso he dicho.
Po estalló en carcajadas, pero ella no le veía la gracia.
—No me quedaba más remedio, Po. De no hacerlo, la misión habría fracasado.
—Pesa un cincuenta por ciento más que tú.
—Bueno, y yo estaba cansada cuando llegué arriba. Tú no te habrías cansado tanto.
—Porque soy más robusto que él, Katsa. Y más fuerte. De entrada, ya habría estado cansado si me hubiera pasado la noche a caballo.
—Había que hacerlo, no tenía alternativa.
—Tu gracia es algo más que la lucha —dijo él.
Katsa no respondió a ese comentario y, tras un instante de desconcierto, se olvidó de ello para centrarse de nuevo en el asunto que tenía en mente. Como no podía por menos de hacer teniendo siempre delante a Po.
¿Qué diferencia había entre un marido y un amante?
Si tomaba a Po por esposo, haría promesas sobre un futuro que aún no tenía claro. Porque, una vez que se convirtiera en su esposa, ya lo sería para siempre. Y por mucha libertad que le diera, ella sabría en todo momento que se trataría de un obsequio. Su libertad ya no le pertenecería, sino que sería de Po, para darla o para negarla. Y aunque él no se la negara nunca, no cambiaría nada; si no provenía de ella, no sería realmente suya.
Por otra parte, si Po se convertía en su amante, ¿se sentiría atrapada y acorralada por el consabido «para siempre», o seguiría teniendo la libertad que emanaba de sí misma?
Una noche, tendidos uno a cada lado de un fuego mortecino, se le ocurrió otro motivo de preocupación: ¿Y si, en la relación con Po, ella ganaba más de lo que podía darle?
—¿Po? —lo llamó, y lo oyó darse la vuelta.
—Dime.
—¿Cómo te sentirías si estuviera marchándome siempre, si un día me entregara a ti y al siguiente me fuera, sin promesas de volver?
—Katsa, cualquier hombre que quisiera retenerte en una jaula sería un necio.
—Pero eso no me aclara cómo te sentirías estando siempre sujeto a mi capricho.
—No es capricho. Es tu necesidad connatural. Olvidas que estoy en una posición única para comprenderte, Katsa. En cualquier momento que te alejes de mí sabré que no es por desamor. Y si lo es, también lo sabré, y comprenderé que estás en tu derecho de irte.
—Pero sigues sin responder a mi pregunta. ¿Cómo te sentirás?
—No lo sé —contestó él al fin—. Probablemente sentiré muchas cosas, pero sólo una de ellas será tristeza, y eso es algo a lo que estoy dispuesto a arriesgarme.
—¿Estás seguro? —preguntó Katsa con la mirada prendida en las copas de los árboles.
—Lo estoy —contestó suspirando.
Dispuesto a arriesgarse a caer en la tristeza. Ahí estaba el quid de la cuestión. Katsa ignoraba adonde los conduciría aquella relación, y seguir adelante significaba arriesgarse también a sufrir toda suerte de desdichas.
El fuego agonizó y murió. Estaba asustada. Y lo estaba porque mientras la oscuridad se adueñaba del campamento, ella fue consciente de que su elección era arriesgarse.
Al día siguiente Katsa habría dado cualquier cosa por tener un camino despejado y recto, ya que cabalgar sin freno y la trápala de los cascos habrían ahogado cualquier sentimiento. En cambio, el camino serpenteaba de un lado para otro, subía repechos y bajaba barrancos, de tal modo que la joven no sabía cómo aguantaba sin ponerse a chillar. El anochecer los forzó a detenerse en una hondonada por la que corría un arroyuelo que desembocaba en una charca remansada. El musgo tapizaba los árboles y el suelo, colgaba de las enredaderas y de las ramas, y goteaba en la charca, brillante y verdosa como el mármol del patio del castillo de Randa.
—Estás un poco tensa, Katsa —dijo Po—. ¿Por qué no sales a cazar algo? Yo prepararé la lumbre.
Katsa dejó que se escaparan los primeros animales con los que se topó. Creía que si se internaba más en el bosque y tardaba más de lo previsto en regresar, a lo mejor conseguía disipar en parte aquel estado de nerviosismo. Sin embargo, nada había cambiado cuando volvió al campamento, bastante más tarde, con un zorro en la mano. Po se encontraba sentado junto al fuego, tranquilamente, y Katsa tuvo la impresión de que iba a reventar. Tiró el animal muerto al suelo, junto a las llamas, se sentó en una piedra y hundió la cabeza entre las manos.
Era consciente de lo que la estaba sacando de quicio, lo que le atacaba los nervios: el miedo, ni más ni menos. Entonces le dijo a Po:
—Entiendo que no debamos luchar cuando uno de nosotros está enfadado, pero ¿qué hay de malo en que luchemos si uno de los dos está asustado?
Po contempló las llamas mientras se planteaba la pregunta de la muchacha, sin apremio.
—Creo que depende de lo que esperes sacar de la lucha.
—Pues yo creo que me tranquilizaría, que conseguiría sentirme cómoda con... con la idea de tenerte cerca. —Se frotó la frente y suspiró—. Me haría volver a ser la de siempre.
—Es cierto que parece causar ese efecto en ti.
—¿Querrás luchar conmigo ahora, Po?
Él la observó unos segundos más y después se apartó del fuego y le hizo un gesto para que lo siguiera. Katsa fue tras él, aturdida, zumbándole tan fuerte la cabeza, que la notaba entumecida, y cuando se situaron frente a frente, se dio cuenta de que lo miraba como atontada. Movió con energía la cabeza para despejarse, pero no sirvió de nada.
—Pégame —dijo.
Po se quedó inmóvil un momento, pero enseguida le lanzó un puñetazo a la cara; ella alzó un brazo con un movimiento relampagueante para detener el golpe. El impacto de brazo contra brazo la sacó del estupor. Lucharía contra él y lo derrotaría. Po no había logrado vencerla ni una sola vez y tampoco lo haría esa noche, por muy oscuro que estuviera y a pesar del torbellino que había sido su mente. Porque ahora que se habían puesto a luchar, el remolino había desaparecido y ella estaba muy lúcida.
Golpeó con fuerza y rapidez, con manos, codos, rodillas y pies. Pero Po también golpeaba fuerte, aunque era como si dirigiera cada impacto a la energía interior de la muchacha. Cada encontronazo con un árbol, cada raíz en la que tropezaban, la centraba. Al fin se sumergió en la sensación reconfortante de estar luchando con Po, y la pelea fue feroz.
Cuando le hizo una llave y lo echó al suelo, y Po le apartó la cara, Katsa gritó...
—Un momento. Sangre; saboreo sangre.
—¿Dónde? —Po dejó de forcejear—. ¿En la boca?
—Creo que es en tu mano.
Él se sentó y Katsa se puso en cuclillas a su lado, le asió la mano y le examinó la palma con los ojos entrecerrados.
—¿Te sangra? ¿Lo notas? —preguntó.
—No es nada. Me lo hiciste con el filo de tu bota.
—No deberíamos luchar calzados.
—No podemos practicar descalzos en el bosque, Katsa. No es nada, en serio.
—Así y todo...
—Te he manchado la boca de sangre —comentó él en tono guasón que denotaba lo poco que le preocupaba la mano herida.
Alzó un dedo y casi le tocó el labio, pero lo retiró como sí se hubiera dado cuenta de que iba a hacer algo que no debía. Carraspeó y desvió la vista hacia un lado.
Y entonces Katsa se dio cuenta de lo cerca que lo tenía, notó su mano en la muñeca, caliente al roce de sus dedos. Estaba allí, allí mismo, respirando a un palmo de ella; y ella lo tocaba y percibió el peligro del mismo modo que si le hubieran echado agua fría a la cara. Sabía que había llegado el momento de elegir. Y sabía cuál sería su elección.
Po la miró de nuevo y Katsa le descubrió en las pupilas que se había enterado de lo que ella pensaba. Se echó a sus brazos y se quedaron así, abrazados, mientras ella lloraba tanto de alivio, por estar estrechándolo contra sí, como de miedo por lo que había hecho. Po la meció en su regazo y la abrazó más fuerte y susurró su nombre una y otra y otra vez, hasta que por fin las lágrimas cesaron de manar.
Se limpió la cara en la camisa de él y le echó los brazos al cuello. Se sentía abrigada en sus brazos, y tranquila, y segura, y valiente. Y entonces rompió a reír por lo bien que se sentía, lo bien que encajaba su cuerpo contra el de él. Po le sonrió; fue una sonrisa picara, radiante, que le transmitió calor a todo el cuerpo. Y entonces los labios de Po le rozaron el cuello y se lo llenaron de besos. Ella jadeó. Su boca encontró la de ella, y Katsa estalló en una llamarada.
Poco después, tendida con él en el musgo, aferrada a él, hipnotizada por las caricias que los labios le hacían en la garganta, Katsa recordó la mano herida de Po.
—Después —gruñó él.
Entonces se acordó de la sangre que tenía en la boca, pero eso atrajo de nuevo la boca de Po hacía la suya, saboreando, buscando, mientras las manos de Po tanteaban sus ropas, y las suyas hacían otro tanto con las de él. Y notó la calidez de la piel de Po, mientras se exploraban los cuerpos. Al fin y al cabo, se conocían tan bien como unos amantes, pero el contacto lo hacía todo diferente: la avidez de la proximidad había reemplazado al afán de escabullirse.
—Po... —musitó en determinado momento, en que una idea clarísima se le metió en la mente de golpe.
—Está entre los remedios —susurró él—. Hay hierba doncella en el paquete de medicinas.
Y sus manos y su boca y su cuerpo la hicieron regresar a un estado de confiado abandono. La embriagó; la arrebató, ese hombre. Y cada vez que los ojos le resplandecían al clavarse en los de ella, se quedaba sin respiración.
Cuando llegó el dolor, lo esperaba, pero soltó una exclamación ahogada por la penetrante intensidad; no se parecía a ningún dolor que hubiera experimentado en su vida. Po la besó y se detuvo; y se habría detenido del todo, pero Katsa rió y le dijo que por una vez iba a permitirle que le hiciera daño y la hiciera sangrar con su contacto. Él sonrió, hundiéndole el rostro en el hueco del cuello, y volvió a besarla. Se movió a su compás a pesar del dolor, un dolor que se transformó en un calor que aumentaba más y más y la dejaba sin respiración. Y que provocó que la respiración, el dolor y la mente la abandonaran, de manera que sólo quedaron su cuerpo y el de Po. Y la luz y el fuego que encendieron entre ambos.
Después yacieron junto al fuego, dándose calor el uno al otro. Katsa trazó con el dedo el perfil de la nariz y de la boca de Po. Jugueteó con los aros de las orejas. Po la estrechó contra sí y la besó, y sus ojos se posaron, relucientes, en los de ella.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—No me he perdido —rió Katsa—. ¿Y tú?
—Soy muy feliz —contestó él con una sonrisa.
Asimismo la joven trazó la línea de la mandíbula de Po hasta la oreja y después siguió por el cuello hasta el hombro. Le tocó las señales que le rodeaban los brazos.
—Así que Raffin también pensaba que acabaríamos así —dijo—. Por lo visto, la única que no lo vio venir fui yo.
—Raffin será un gran rey —manifestó Po.
Esas palabras hicieron reír a Katsa, que recostó la cabeza en el doblez del brazo de él.
—Apretemos el paso mañana —propuso ella al pensar en hombres que no eran buenos reyes.
—Sí, de acuerdo. ¿Aún te duele?
—No.
—¿Por qué crees que ocurre de ese modo? ¿Por qué siente ese dolor una mujer?
Katsa no tenía respuesta a eso. Las mujeres lo sentían y no sabía más.
—Deja que te cure la mano —dijo ella.
—Antes te limpiaré.
Katsa se estremeció cuando Po se apartó de ella para acercarse al fuego e ir a buscar agua y paños. Se inclinó sobre la lumbre, y la claridad y las sombras se le desplazaron sobre el cuerpo. Qué apuesto era. Lo admiró, y él le lanzó una sonrisa.
Casi tan apuesto como vanidoso
, pensó, dirigiéndose a él, y Po soltó una sonora carcajada.
Se le ocurrió que aquella situación debería parecerle extraña, por el hecho de estar allí tumbada observándolo, tomándole el pelo. Y haber hecho lo que habían hecho y convertirse en lo que se habían convertido. Pero en cambio le parecía natural y agradable. E inevitable... Y sólo un poquito aterrador.
S
ostenían conversaciones enteras en las que Katsa no pronunciaba ni una palabra, porque Po notaba cuándo quería hablarle, y si ella deseaba comunicarle algo concreto, la gracia del lenita captaba lo que fuera necesario. Parecía una habilidad útil que les venía bien practicar. Katsa descubrió que cuanto más cómoda se sentía abriéndole la mente, más fácil le resultaba cerrársela. Aunque cerrarle la mente nunca resultaba satisfactorio al cien por cien, pues cuando no dejaba traslucir sus sentimientos, también tenía que reprimírselos a sí misma. Pero ya era algo.
Descubrieron que a Po le era más fácil captar los pensamientos de Katsa que a ella formularlos. Al principio la joven los expresaba palabra por palabra, como si las pronunciara, pero sin articularlas:
¿Quieres detenerte para descansar? ¿Cazo algo para la cena? Me he quedado sin agua.
—Por supuesto que te entiendo cuando eres tan precisa —aclaró Po—. Pero no hace falta que te esfuerces tanto. También capto imágenes, sentimientos o pensamientos sin necesidad de componer frases.
Ese sistema también le resultó difícil a Katsa las primeras veces. Tenía miedo de que la malinterpretara y, en consecuencia, emitía las imágenes con tanta precisión como había formulado las palabras:
Un pescado asándose en la lumbre. Un arroyo. La hierba doncella que tenía que tomar con la cena.
—Si me abres un pensamiento, Katsa, lo veré, sin que importe cómo lo pienses. Si tu intención es que lo capte, lo haré.
¿Y qué significaba abrirle un pensamiento? ¿O tener intención de que lo captara? Ella se limitaba a buscar contacto con la mente del hombre cuando quería que supiera algo.
Po
, llamaba, y después dejaba que él recopilara la esencia del pensamiento. Parecía que daba resultado. Katsa practicaba constantemente, tanto para comunicarse con él como para cerrarle el acceso a la mente. Y poco a poco se aflojó la premiosa tensión mental de la joven.