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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

Graceling (29 page)

BOOK: Graceling
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—¿Bayas de invierno? Sí, claro, bayas de invierno. —Cogió una y se la comió. Al morderla, le estalló en la boca con un frío dulzor, se tragó la carne suave e inquirió desconcertada—: ¿Tu gracia te indicó dónde encontrarlas?

—Así es.

—Po, esto es nuevo ¿verdad? Me refiero a percibir una planta con tanta claridad, porque no es lo mismo que si alguna criatura se trasladara de lugar, pensara o estuviera a punto de caérsete encima.

—El mundo se está rellenando a mi alrededor, pedazo a pedazo —dijo Po acuclillándose—. Lo impreciso se está definiendo. Para serte sincero, estoy algo desorientado e incluso un poco mareado.

Katsa lo observó con atención, pero no había respuesta a aquel comentario; la gracia de Po le señalaba unas bayas y él se mareaba un poco. El día de mañana le hablaría de un corrimiento de tierras al otro lado del mundo, y los dos se desmayarían.

Suspiró, y, acariciándole el aro de oro de la oreja, le aconsejó:

—Si metes los pies en el arroyo, el agua de nieve te aliviará los dedos. Cuando hayas acabado, les daré un masaje para que te vuelvan a entrar en calor.

—Y si tengo frío en otras partes de mi cuerpo, ¿me las calentarás también?

La voz rebosaba socarronería, y ella no pudo por menos de echarse a reír. Pero entonces Po le sujetó la barbilla y la miró a los ojos, muy serio.

—Katsa, cuando estemos cerca de Leck, deberás hacer todo cuanto te indique, sea lo que fuere. ¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—Tienes que hacerlo, Katsa. Tienes que jurarlo.

—Po, ya te lo he prometido, pero te lo prometeré otra vez y también te lo juraré. Haré lo que me digas.

Sin dejarla de mirar, él asintió con la cabeza. Luego le echó en la mano las pocas bayas que quedaban y se quitó las botas.

—Tengo los dedos tan maltrechos que no estoy seguro de que sea acertado descalzarme. A lo mejor se rebelan y escapan hacia las montañas, negándose en redondo a regresar.

—Espero ser más que la horma de los zapatos para esos dedos —replicó ella después de comerse otra baya.

Al día siguiente Po no bromeó más sobre sus dedos ni sobre ninguna otra cosa. Apenas hablaba, y cuanto más bajaban por la senda que los llevaba hacia el rey Leck, más preocupado parecía. Y era contagioso, porque Katsa también estaba inquieta.

—¿Harás lo que te diga cuando llegue el momento? —le preguntó por enésima vez Po.

Katsa quiso expresar su irritación por preguntarle lo mismo a lo que ya le había contestado y que ahora debería responder otra vez. Pero al verlo caminar con dificultad sendero abajo, tenso e inquieto, desapareció el mal humor de un plumazo.

—Haré lo que tú digas, Po.

Capítulo 23

-K
atsa.

La voz de Po la despertó. Abrió los ojos y supo que faltaban unas tres horas para que amaneciera.

—¿Qué ocurre?

—No puedo dormir.

—¿Por estar demasiado preocupado? —preguntó mientras se sentaba.

—Sí.

—Bueno, supongo que no me has despertado únicamente para que te haga compañía.

—Tú no necesitas dormir, y si yo voy a seguir despierto, podríamos ponernos en marcha.

En un visto y no visto, ella se había puesto de pie y cargado a la espalda el petate de dormir junto con el arco, la aljaba y las alforjas. Ante ellos discurría un sendero que descendía cuesta abajo entre los árboles, pero la negrura envolvía el bosque. Po tanteaba con una mano los árboles que Katsa no veía, y con tal de aguantar el equilibrio, ya que ella tropezaba con las piedras, la cogió por el brazo con la otra mano y la condujo lo mejor que supo.

Cuando por fin una luz gélida y nebulosa puso rasgos y forma al camino, avanzaron más deprisa, corriendo prácticamente. Entonces empezó a nevar, y el sendero, más liso y más ancho ya, relucía con un tenue matiz azul. Pero no encontrarían la posada, donde les venderían caballos, hasta que salieran del bosque, a horas de camino a pie. Mientras avanzaban con premura, Katsa se sorprendió anhelando el descanso que los caballos les proporcionarían a pies y pulmones. Así pues, abrió la mente para transmitirle el pensamiento a Po.

—Así que, para cansarte, hace falta correr en la oscuridad, sin dormir ni comer, tras varios días de escalar montañas. —No sonrió, sin embargo, y tampoco bromeaba—. Bueno, me alegro, porque sea lo que fuere hacía lo que corremos, lo más probable es que necesitemos tu energía y tu resistencia.

Sus palabras le recordaron algo a Katsa, que rebuscó en una de las bolsas que llevaba a la espalda.

—Toma —dijo—. Los dos tenemos que comer o no serviremos para nada.

Era media mañana y la nieve seguía cayendo cuando se aproximaron a un lugar, en el que la fronda acababa de repente y daba paso a los campos de labranza.

A todo esto, Po se volvió de súbito hacia Katsa, con la alarma plasmada en cada rasgo del rostro, y acto seguido, echó a correr cuesta abajo entre los árboles, hacia las márgenes del bosque.

Y entonces ella oyó voces de hombres que gritaban y el estruendo de cascos de caballos que se aproximaban. Corrió en pos de él y salió del bosque unos cuantos pasos por detrás. En ese momento una mujer, bajita, con los brazos alzados y una mueca de terror que le crispaba el semblante, cruzaba el campo a trompicones y se dirigía hacia ellos. La mujer, de cabello oscuro, vestía de negro y lucía aros de oro en las orejas y anillos en las manos, tendidas hacia Po. La perseguía una tropa de jinetes lanzados a galope, encabezados por un hombre vestido con ropajes que ondeaban al viento; un parche le tapaba un ojo. Ese hombre alzó el arco, y la flecha encajada en la tensa cuerda voló y dio de lleno en la espalda de la mujer, que sufrió una sacudida y trastabilló antes de caer de bruces en el suelo cubierto de la nieve.

Po se detuvo en seco, dio media vuelta y corrió hacia Katsa al tiempo que le gritaba:

—¡Dispárale! ¡Dispárale!

Pero Katsa ya había echado mano al arco y tanteaba buscando una flecha; tensó la cuerda y apuntó. Entonces los caballos se detuvieron y el hombre del parche en el ojo gritó algo. Katsa se quedó paralizada.

—¡Oh, qué desgracia! —se lamentó el hombre.

La voz le sonaba ahogada a causa de un sollozo reprimido, tan rebosante de dolor que Katsa dio un respingo al tiempo que las lágrimas le humedecían los ojos.

—¡Qué accidente tan, tan horrible! —gritó el hombre—. ¡Mi esposa! ¡Mi amada esposa!

Katsa contempló el cuerpo desplomado de la mujer vestida de negro, con los brazos en cruz, mientras la blanca nieve se teñía de rojo. Los sollozos del hombre llegaron hasta la joven a través de los campos. Había sido un accidente, un accidente horroroso, trágico. Katsa bajó el arco.

—¡No, no! ¡Dispárale!

Katsa miró boquiabierta a Po, conmocionada por su orden, dada con una expresión salvaje en los ojos.

—Pero si ha sido un accidente —argumentó.

—Prometiste hacer lo que yo te dijera.

—Sí, pero no voy a disparar a un hombre transido de dolor, cuya esposa ha sufrido un accidente tan horrible...

—Dame el arco —le espetó entre dientes Po, furioso como nunca lo había visto, tan irreconocible y tan violento, tan distinto a como era él.

—No.

—Dámelo.

—¡No! ¡Estás fuera de ti!

Po se pasó los dedos por el cabello y miró a su espalda, con desesperación, al hombre que los observaba con su único ojo, de mirada fría, calculadora. Los dos hombres se observaron con fijeza unos instantes. Un vislumbre de reconocimiento aleteó en la mente de Katsa, pero se desvaneció. Po se volvió hacia ella, sosegado, aunque desesperada y perentoriamente sosegado.

—Entonces, ¿querrás hacer otra cosa, algo mucho menos drástico que no herirá a nadie? —preguntó.

—Sí, si es así.

—¿Querrás, pues, correr conmigo de vuelta al bosque y si él habla te taparás los oídos?

A Katsa le pareció una petición muy rara, pero volvió a notar el vislumbre de reconocimiento y aceptó sin saber por qué.

—Deprisa, Katsa.

Dando media vuelta a toda velocidad, ambos echaron a correr, y cuando Katsa oyó voces, se llevó las manos a las orejas. Pero aun así le llegaban palabras barbotadas aquí y allá que la confundían por completo.

En éstas, oyó la voz de Po que le gritaba que siguiera corriendo y que, le pareció entender, no hiciera caso a las otras voces. Del mismo modo, también le pareció oír, aunque apagada, la trápala de cascos de caballos que se les acercaban por detrás y se convertía poco después en un galope atronador. Asimismo vio las flechas que se clavaban en los árboles alrededor de ellos dos, y se enfureció.

Podríamos matar a esos hombres, a todos ellos.

—Dirigió el pensamiento a Po—.
Deberíamos luchar.
Sin embargo, el lenita siguió gritándole que corriera y la asió con firmeza por el hombro para obligarla a continuar adelante.

De nuevo tuvo la sensación de que todo iba muy mal, de que nada de lo que pasaba era normal pero, en medio de esa locura, debía confiar en Po.

Corrieron entre los árboles ladera arriba, en la dirección que Po eligiera. Las flechas fueron disminuyendo porque, cuanto más se internaban en el bosque, los árboles frenaban a los caballos y despistaban a los hombres. Pero a pesar de todo, siguieron corriendo y llegaron a una zona donde la fronda era tan espesa que la nieve se había quedado suspendida en las copas, sin caer al suelo.

«Las huellas. Po ha venido hacia aquí para que no puedan seguirnos el rastro.»

Se aferró a ese pensamiento porque era lo único que comprendía en aquel absoluto sinsentido. Por fin Po le apartó las manos de las orejas, aunque no dejaron de correr hasta que llegaron a un árbol gigantesco, a cuyo pie el suelo estaba cubierto de agujas marrones y ramas muertas que se habían desgajado del tronco.

—Hay un hueco a cierta altura, una oquedad abierta en el tronco —anunció Po—. ¿Podrás seguirme si voy delante y trepar hasta ahí?

—Pues claro. Sube —contestó Katsa, que enlazó las manos a guisa de estribo.

El apoyó un pie en las palmas de las manos de la joven y se dio impulso, mientras ella lo aupaba lo más arriba posible. Después aprovechó los salientes en la corteza como asideros de pies y manos, y se apresuró a subir detrás de él.

—Evita esa rama —le advirtió Po desde arriba—. Y esta otra, porque se vendrá abajo al más leve soplo de brisa.

Katsa se agarró a las mismas ramas a las que se sujetaba él; Po trepaba y la joven lo seguía. De pronto desapareció, pero al instante tendió los brazos a la muchacha desde un agujero grande que había un poco más arriba. Po tiró de Katsa y la metió en el espacio hueco del tronco que había percibido desde el suelo. Entrelazando las piernas, se sentaron jadeantes en la oscuridad de aquella cueva improvisada.

—De momento estaremos a salvo aquí —comentó Po—. Siempre y cuando no nos persigan con perros.

Pero ¿por qué se escondían? Ahora que se habían sentado, un poco más sosegados, lo extraño que resultaba todo lo ocurrido traspasó la mente de Katsa, como las flechas que los jinetes les habían disparado. ¿Por qué se escondían? ¿Por qué no luchaban? ¿Por qué tenían miedo? Esa mujer, la que tenía aspecto de lenita, también estaba muy asustada. Cinérea. La esposa de Leck era lenita, y se llamaba Cinérea... Sí, tenía sentido, porque ese hombre transido de pena la había llamado «esposa»; ese hombre, del parche en el ojo y el arco en la mano, era Leck. Mas ¿no había sido la flecha de Leck la que había abatido a Cinérea? Katsa no lo recordaba bien; y cuando intentó evocar ese momento, una niebla y una cortina de nieve le enturbió el recuerdo. A lo mejor Po se acordaba. Pero él también había actuado de una forma muy extraña instándola a que disparara a Leck mientras éste lloraba a su esposa. Y, después, diciéndole que se tapara los oídos. ¿Por qué?

Aquello que no acababa de captar le pasó fugaz por la mente otra vez. Intentó aprehenderlo, pero desapareció. Y entonces se enfureció; por su estupidez, por ser tan corta de entendederas. Miró a Po, que estaba recostado en el árbol, con la mirada perdida en el vacío. Verlo así, la disgustó aún más porque daba la impresión de tener la cara demacrada, la boca tensa; estaba cansado, agotado y, probablemente, hambriento. Había dicho algo sobre unos perros, y Katsa conocía los ojos del hombre lo suficiente para identificar la preocupación que los ensombrecía.

Explícame qué pasa, por favor, Po.

—Katsa... —pronunció el nombre en un susurro; se frotó la frente y se le encaró—. ¿Recuerdas nuestra conversación sobre el rey Leck, Katsa? ¿Lo que dijimos de él antes de verlo?

La joven le sostuvo la mirada y recordó que habían hablado algo, pero no recordaba qué.

—Respecto a sus ojos, Katsa; sobre algo que esconde.

—Que es...

—Lo recordó de repente—. ¡Que es un graceling!

—En efecto, ¿y te acuerdas de cuál es su gracia?

Empezó a acordarse poco a poco, fragmento a fragmento, como si le llegara desde un rincón de la mente, al que hacía un momento no tenía acceso. Volvió a verlo todo con claridad: Cinérea aterrorizada, huyendo de su esposo y de su ejército; Leck disparando a su mujer por la espalda; Leck gimiendo con fingida pesadumbre, y cuyas palabras le obnubilaban la mente y transformaban el asesinato que había presenciado en un trágico accidente que no recordaba; Po ordenándole que disparara al rey, y ella misma negándose a obedecer. Avergonzada, Katsa bajó la vista, incapaz de seguir mirando a Po.

—No es culpa tuya —la consoló él.

—Te juré que haría lo que dijeras. Lo juré, Po.

—Katsa, nadie habría podido mantener esa promesa. Si hubiera sabido lo poderoso que es Leck, si hubiera tenido la más ligera idea... Jamás debí traerte aquí.

—No me has traído. Hemos venido juntos.

—Sí, y ahora los dos corremos un gran peligro.

—Se puso tenso—. Un momento —susurró. Parecía que escuchaba algo, pero Katsa no oía nada—. Están rastreando el bosque —dijo poco después—. Ése se ha dado la vuelta; no creo que lleven perros.

—Pero ¿por qué nos escondemos de ellos? —Katsa...

—¿Por qué dices que corremos un gran peligro? ¿Por qué no nos enfrentamos a esos matarifes? ¿Por qué no...? —Escondió la cara entre las manos—. Me siento tan confusa... Soy tan rematadamente estúpida...

—No eres estúpida. Lo que ocurre es que el don de Leck te arrebata la capacidad de pensar por ti misma, y por otra parte, mi gracia capta mucho más de lo que cualquier persona puede ver. Estás desconcertada porque ese hombre te confunde a propósito con sus palabras y porque aún no te he dicho lo que sé.

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