De esta suerte discurro yo por momentos, pero no tardo en burlarme de mi discurso y en imaginarle nacido de mi cobardía: del mísero egoísmo, del ruin apego a todo mi ser material, que me hace preferir su pausada decadencia en medio del desdén y del olvido de mis semejantes a su desaparición rápida y completa, que me lance de súbito en otro mundo mejor y perdurable y más amplia vida.
***
Tiempo ha que adquirí, a costa de mucho oro, la poción libertadora. Contenida está en este lindísimo pomo que pongo sobre mi bufete. El sabio que me la vendió aseguraba que, sin dolor ninguno, en medio de un sueño delicioso, para con suavidad el movimiento del corazón y en las arterias y en las venas cuaja la sangre. La poción está compuesta de láudano y del jugo calmante de varias flores y plantas. Tal vez hay en la poción el refinado zumo de aquella hierba que gustó Glauco y le convirtió en Dios.
Aún estoy vacilante, pero por momentos creo oír lejana música y voces suaves que desde una región desconocida y llena de misterios me llaman, me atraen y promueven en mí embriaguez y furor y apetito de ir a unirme con ellas.
Adiós. Me pesan los párpados y van a cerrarse mis ojos. Aún persisto en la indecisión; no sé si beberé del pomo y mis ojos quedarán cerrados para siempre.
De todos modos, hoy, antes de las diez, recibirás y leerás este libro.
Conclusión
El Vizconde de Goivoformoso le leyó en efecto, sintiendo sucesivamente dudas, sorpresa, susto e indecible angustia. Tenía por Rafaela cuanta estimación, cuanta amistad y cuanto cariño puede tener un gentil caballero por una mujer fácil y alegre, aunque por otra parte de corazón noble y leal y de muy buena pasta. Esperaba terminar una aventura amorosa, gratísima, bastante sentimental para que no fuese grosera, y lo menos trágica y lúgubre de cuantas aventuras puede haber en el mundo. Así es que el Vizconde pensó, primero, que Rafaela quería embromarle con todo aquello, aunque la broma era harto pesada. Imaginó luego que Rafaela se había vuelto loca: que los desdenes místicos de su hija habían perturbado su razón. Tal vez pensó también que la asidua lectura de libros malos e impíos había arrancado del alma de Rafaela las creencias cristianas que fueron su consuelo y la había inducido a tan horrendas abominaciones. En extremo le pasmó el deseo concebido y formulado por Rafaela de poner término y corona a la larga serie de sus livianos amores con un amor puro, fiel y constante. No quiso el Vizconde perder la esperanza. Aun aceptando como sinceramente sentido todo lo escrito por Rafaela, notó su indecisión hasta lo último, y se complació en suponer que el amor de la vida y del mundo había triunfado al fin, y que Rafaela le aguardaba, viva, lozana y amorosa. Dada esta suposición, él se prometía quitarle de la cabeza los romanticismos funestos y los ideales absurdos.
—Dicen —exclamaba atribulado el Vizconde— que nuestro siglo carece de ideal. Las personas que presumen de poéticas y delicadas deploran mucho esta carencia. ¿Puede imaginarse mayor majadería? Al contrario: en nuestro siglo hay plaga de ideales. Son una epidemia, casi estoy por llamarlos una epizootia, causa de mil infortunios, guerras, revoluciones y muertes.
Todo esto y mucho más lo discurría el Vizconde, sin sosiego, casi temblando de emoción, tomando a escape el sombrero, bajando precipitadamente las escaleras y entrando en el primer
fiacre
que vio pasar para que le llevase a todo correr, y mucho antes de la hora convenida, en casa de la Sra. de Figueredo.
Todavía en el camino, aunque le hizo el caballo a todo correr, pugnó el Vizconde por fortalecer su espíritu y por creer que lo que había leído no podía tener mal resultado y era sólo conjunto de burlas o de declamaciones, inventado por Rafaela para lucirse y hacer gala de las muchísimas cosas que había aprendido durante su larga estancia en París y de lo acicalado y agudo que había llegado a ponerse su ingenio.
—Me va a recibir con risa. Va a soltar una sonora carcajada al ver mi inquietud. Es evidente… ella me ha enviado el libro para que yo acuda a la cita algunas horas antes… impaciente de verme… deseosa de que pasemos todo el día en amor y compaña.
Fueron, no obstante, inútiles todos estos discursos del Vizconde. No consiguió tranquilizarse. Subió de dos en dos los escalones de la casa de Rafaela, y brincándole aceleradamente el corazón en el pecho, llamó a la puerta.
El Barón de Castell-Bourdac, que acababa de llegar, fue quien le abrió. El espanto y el dolor estaban pintados en su cara.
—Rafaela ha muerto, dijo, y lloró como un niño.
Grande fue también la pena y el horror del Vizconde.
Madame Duval y la
mucamba
estaban en la alcoba de la muerta, y ésta yacía tendida en la cama, pálida, inmóvil y hermosa. La última sonrisa plegaba aún suavemente sus labios. Sus ojos estaban cerrados, como si los tuviese así para ver interiormente con el espíritu prodigios y visiones de más altas esferas.
***
Aquella extraña mujer había premeditado el suicidio desde mucho tiempo antes. Todo lo había dejado bien dispuesto, sin olvidar pormenores. Lucía quedaba por principal heredera, pero había cuantiosos legados para varios establecimientos de beneficencia en Andalucía, para madame Duval, la
mucamba
y los demás criados.
Al Barón, para no ofenderle y segura de que daría a los pobres lo que ella le dejase y no querría conservándolo pasar por interesado, nada le dejó sino la autorización de tomar de sus prendas y joyas todo cuanto quisiese como recuerdo. El Barón se limitó a tomar la sutil cadenita de oro y la medalla de la Virgen de Araceli, patrona de la ciudad de Lucena, que en su imaginación creadora le había pertenecido cincuenta años antes, cuando la hermosa Rafaela fue concebida.
No acierto a ponderar el profundísimo dolor, la tristeza y el asombro que este trágico suceso produjo en el ánimo de mi buen amigo el Vizconde de Goivoformoso, que, más bien que como hombre maduro, como apasionado y vehemente mancebo había esperado y soñado en los regocijos y deleites de aquel día.
Rafaela, además del testamento, había dejado instrucciones hasta sobre su entierro y sepultura, que el Barón y el Vizconde religiosamente cumplieron.
El entierro fue modesto, como la señora de Figueredo lo había determinado. La enterraron en el cementerio del Père Lachaise. Sobre la losa se grabó este epitafio que ella misma había escrito:
Aquí yace Rafaela la generosa, a quien Dios perdone por lo mucho que ha amado
.
FIN
Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra, Córdoba, 18 de octubre de 1824 - Madrid, 18 de abril de 1905) fue un diplomático, político y escritor español.
Hijo de José Valera y Viaña y de Dolores Alcalá-Galiano, marquesa de la Paniega. Estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada en 1841. Luego inició estudios de Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada. Empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador y poeta Ángel de Saavedra, Duque de Rivas; allí estuvo dos años y medio aprendiendo griego y entablando una amistad profunda con Lucía Paladí, marquesa de Bedmar, «La Dama Griega» o «La Muerta», como gustaba de llamarla, a quien quiso mucho y que le marcó enormemente. Después, distintos destinos lo llevaron a viajar por buena parte de Europa y América: Dresde, San Petersburgo, Lisboa, Río de Janeiro, Nápoles, Washington, París, Bruselas y Viena. De todos estos viajes dejó constancia en un entretenido epistolario excepcionalmente bien escrito e inmediatamente publicado sin su conocimiento en España, lo que le molestó bastante, pues no ahorraba datos sobre sus múltiples aventuras amorosas. Fue especialmente importante su enamoramiento de la actriz Magdalena Brohan.
En 1858 se jubiló y decidió establecerse en Madrid, donde inició una desganada carrera política: fue diputado por Archidona, oficial de la secretaría de estado, subsecretario y ministro de Instrucción Pública con Amadeo de Saboya. En 1860 explicó en el Ateneo de Madrid la Historia crítica de nuestra poesía con un éxito inmenso. En 1861 se casó en París con Dolores Delavat. Le eligieron miembro de la Real Academia Española en 1862. Fue embajador en Lisboa, Bruselas, Viena y Washington; en esta última ciudad mantuvo una relación amorosa con la hija del secretario de estado estadounidense, Katherine C. Bayard, que acabó suicidándose. Durante sus últimos años, aquejado de ceguera, mantuvo una famosa tertulia nocturna en su casa de Madrid a la que acudían entre otros Marcelino Menéndez Pelayo y Ramón Pérez de Ayala.
Colaboró en diversas revistas desde que como estudiante lo hiciera en La Alhambra. Fue director de una serie de periódicos y revistas, fundó El Cócora y El Contemporáneo y escribió en Revista de Ambos Mundos, Revista Peninsular, El Estado, La América, El Mundo Pintoresco, La Malva, La Esperanza, El Pensamiento Español y otras muchas revistas. Fue diputado a Cortes, secretario del Congreso y se dedicó al mismo tiempo a la literatura y a la crítica literaria. Perteneció a la época del Romanticismo, pero nunca fue un hombre ni un escritor romántico, sino un epicúreo andaluz, culto, irónico y amante del sexo.
Amplió largamente su cultura mediante los viajes y un estudio constante. El hispanista y literato Gerald Brenan asegura que fue el mejor crítico literario del siglo XIX después de Menéndez Pelayo; actuó siempre por encima y al margen de las modas literarias de su tiempo, rigiéndose por unos principios estéticos generales de sesgo idealista. Fue uno de los españoles más cultos de su época, propietario de una portentosa memoria y con un gran conocimiento de los clásicos grecolatinos; además, hablaba, leía y escribía el francés, el italiano, el inglés y el alemán. Tuvo fama de epicúreo, elegante y de buen gusto en su vida y en sus obras, y fue un literato muy admirado como ameno estilista y por su talento para delinear la psicología de sus personajes, en especial los femeninos; cultivó en ensayo, la crítica literaria, el relato corto, la novela, la historia (el volumen VI de la Historia general de España de Modesto Lafuente y algunos artículos) y la poesía; le declararon su admiración escritores como José Martínez Ruiz, Eugenio D'Ors y los modernistas (una crítica suya presentó a los españoles la verdadera dimensión y méritos de la obra de Rubén Darío).
Ideológicamente, era un liberal moderado, tolerante y elegantemente escéptico en cuanto a lo religioso, lo que explicaría el enfoque de algunas de sus novelas, la más famosa de las cuales continúa siendo Pepita Jiménez (1874), publicada inicialmente por entregas en la «Revista de España», traducida a diez lenguas en su época y que vendió más de 100.000 ejemplares; el gran compositor Isaac Albéniz hizo una ópera del mismo título.
Fue tío del escultor Lorenzo Coullaut Valera, que precisamente sería el encargado de realizar el monumento que se le dedicó en el Paseo de Recoletos de Madrid.
Cultivó diferentes géneros. Como novelista, fueron dos sus ideas fundamentales:
* La novela debe reflejar la vida, pero de una manera idealizada y embellecida. Es realista porque rechaza los excesos de fantasía y sentimentalismo y porque escoge ambientes precisos, pero a la vez procura eliminar los aspectos penosos y crudos de la realidad. La diferencia con Galdós es evidente, ya que éste considera que la novela tiene que ser fiel reflejo de la realidad.
* La novela es arte, su fin es la creación de la belleza. De ahí que cuide tanto el estilo. Éste se caracteriza por su corrección, precisión, sencillez y armonía.
Se pueden reducir a dos los temas fundamentales de sus obras: los conflictos amorosos y los religiosos.
Cultivó todos los géneros literario: epistolar, periodístico, crítica literaria, poesía, teatro, cuento y novela. Sus obras completas alcanzan los 46 volúmenes.
[1]
«cocullos» en el original. (N. del E.)
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[2]
«convenientes» en el original. (N. del E.)
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[3]
«é» en el original. (N. del E.)
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[4]
«insiciones» en el original. (N. del E.)
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[5]
«ómnibns» en el original. (N. del E.)
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[6]
«Lemaitre» en el original. (N. del E.)
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[7]
«Lemaitre» en el original. (N. del E.)
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[8]
«e» en el original. (N. del E.)
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[9]
«deque» en el original. (N. del E.)
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[10]
«contricción» en el original. (N. del E.)
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