Lleno el Vizconde de curiosa ansiedad, después de leer esta advertencia, abrió el libro, le leyó y vio que decía de esta suerte:
Confidencias
Mucho de lo que voy a escribir ha de parecerte singular y raro, pero apenas hay en ello otra rareza que la sinceridad con que yo lo digo. Como poseedora de un maravilloso instrumento óptico, escudriñaré cuanto se oculta en los más hondos senos de mi alma y te lo contaré todo. Lo contaré en resumen para no cansarte ni cansarme.
No quiero ponderar aquí la devoción, la dulzura y el incesante desvelo con que cuidé de mi D. Joaquín durante su larga enfermedad hasta el día de su muerte. Piadosamente cerré sus ojos, y no por carencia de dolor, sino por vigor y constancia de ánimo, quise y pude amortajarle.
Te aseguro que lamenté y lloré mi viudez con no menor abundancia de lágrimas que las que vertería la más fiel y enamorada de las esposas a quien se le muriese, en la flor de la juventud, su idolatrado y gentil marido. No se afligió más que yo Artemisa con la muerte de Mausolo, ni Victoria Colonna con la del Marqués de Pescara, ni la propia Venus con la de Adonis. Y esto se explica muy bien. Las mencionadas señoras perdían algo de muy querido, perdían su encanto, sus delicias, pero, al cabo, no perdían nada que fuese como el propio ser de ellas mismas. Yo sí que le perdía, porque mi D. Joaquín, tal como le había yo transformado y mejorado, era primorosa producción y criatura de mi ingenio. Para afligirse como yo hubiera sido menester que, con los respectivos amados, perdiesen la Colonna sus canciones y sonetos, Artemisa su famoso y monumental sepulcro, y Venus el cinto donde están en germen sus virtudes y milagros.
El espíritu no es extenso, y por consiguiente no tiene lados, pero yo me le represento con lados para comprenderle mejor. Así es, que, cuando miraba yo mi espíritu por el lado de mi profundo dolor de viuda, veía lúgubre y tristísima noche; pero, al mismo tiempo, por el lado contrario, empezaba a clarear, como cuando por el Oriente nace el alba, y hasta pensaba oír yo el leve susurro del viento matutino y allá más lejos el melodioso canto de los pájaros. Será contradictorio, pero nada más natural que las contradicciones. Había dado yo cima al cumplimiento de un penoso deber y podía reposarme: había acabado la obligación que contraje y había acabado también, aunque dorada y fácil, la servidumbre en que yo había vivido. Me sentía de nuevo en plena libertad y esto me alegraba. El susurro del viento, el canto melodioso de los pájaros y la luz de la aurora, eran la vida del porvenir que venía a consolarme, a desvanecer mi tristeza y a convidarme a nuevos goces.
Yo me hallaba, además, satisfecha y hasta engreída de mi conducta, lo cual basta y sobra para aliviar y calmar todo dolor por grande que sea. Pude lícita y honradamente ser millonaria y no quise. Con pasmosa generosidad repartí entre parientes, amigos y paisanos los cuantiosos bienes de mi marido. Sólo guardé para mí, relativamente, una pequeñísima parte: menos, mucho menos de lo ganado durante la sociedad conyugal: mucho menos de lo que por derecho me pertenecía. Mi estupenda generosidad tenía pasmados a todos los brasileños. No había quien no me celebrase y aplaudiese. Buena ocasión me pareció esta para responder al aplauso con un finísimo saludo de despedida y buscar otros horizontes, otras escenas y otras gentes, según correspondía a la vida nueva que iba a empezar para mí.
En efecto, no bien embarqué en Río, levó anclas el barco de vapor y empezó a andar, dejando un surco de espuma, si por una parte la vista de la ciudad y de la fértil y risueña costa que iba desvaneciéndose, y el recuerdo de las personas queridas, hicieron brotar de mis ojos algunas lágrimas, por otra parte sentí que se me ensanchaba el pecho, que surgía para mí como una nueva juventud, y hasta imaginé que el fresco vientecillo que corría, húmedo y salado, agitaba mis recuerdos tristes, como si fuesen las hojas secas de un árbol, y los arrojaba en el surco que la nave iba formando, a fin de que en el árbol, libre de aquel peso enojoso, brotasen con premura nuevas hojas y nuevas flores.
En resolución (¿y para qué te lo he de negar?), antes de salir de la bahía de Río de Janeiro me sentí y me reconocí yo, en el centro de mi ser, como la viuda más sentimental y llorosa, y más regocijada y alegre al mismo tiempo, que sin dificultad puede concebirse, pero que con gran dificultad suele confesarse.
La navegación, que duró dieciocho días, no pudo ser más próspera. Nos detuvimos y desembarcamos en Bahía de Todos los Santos, antigua capital del Imperio, y en la hermosa ciudad de Pernambuco. Al abandonar luego las costas de América, tal vez para siempre, sentí nueva aunque dulce melancolía. Era al ponerse el sol entre nubes de carmín y de oro. El cielo despejado parecía sobre nuestras cabezas y todo alrededor bóveda de zafiro limpio y claro. Y la risueña costa iba alejándose, esfumándose en el aire, y, por último, sepultando sus cocoteros, sus palmas y toda la pomposa lozanía de sus ricos campos y de su perenne verdura en áureo piélago de líquidos rubíes, que tal era el aspecto del mar al sepultarse también el sol en el ocaso.
Durante ocho días no vimos después sino mar y cielo. En mal sitio aportamos al antiguo mundo. Aportamos a la fea y desolada isla de San Vicente de Cabo Verde. Fuimos luego a Tenerife y, como quien saluda a su patria después de larga ausencia, saludé desde lejos el majestuoso pico de Teide. En Tenerife no pudimos desembarcar por precaución sanitaria. Ni desembarcamos tampoco, aunque nos detuvimos en Funchal un día entero. Cuando de allí nos alejamos, toda la hermosa isla de Madera, con su montaña cubierta hasta la cima de pomposos árboles, me parecía rico y gracioso canastillo de flores, que los Genios del mar sacaban al aire claro, al más diáfano ambiente, desde el fresco seno de las azules ondas.
En fin, para que no te rías y para que no pienses que pretendo lucir mi estilo poético, te diré que llegué a Lisboa.
Durante la navegación, sin embargo, tuve una aventura harto notable. Y como este escrito tiene trazas de confesión general, no me parece bien que se quede en el tintero, y voy a contártelo aquí aunque me exponga a tu reprobación y a tu censura.
Venían muchos pasajeros a bordo, pero tan vulgares todos que no merecen que yo te los describa aquí, ni aunque quisiera podría describirlos porque los he olvidado por completo. Sólo había uno que excitó mi curiosidad y me inspiró interés y simpatía. Extraño personaje de los que no se usan ni se ven con frecuencia en el mundo. Aunque iba aseado y vestido a la europea, yo me lo representé, no bien supe su nombre y su origen, como si fuera el propio Adán que acababa de ser echado por segunda vez del Paraíso. Y no era quien le echaba un querubín con espada de fuego, sino su tío el doctor López.
Para no tenerte más largo tiempo suspenso te diré sin más preámbulos que el tal personaje se llamaba Pepito Domínguez, joven paraguayo, que acababa de cumplir dieciocho abriles, y a quien el mencionado doctor, Presidente de la República, enviaba de Secretario de la Legación ubicua que ya tenía en todas las capitales de Europa y de la que su hijo, el segundo doctor López, era jefe.
Sabido es que, imitando a su antecesor el doctor Francia, como éste había imitado a su vez a los padres jesuitas, el doctor López había tenido a toda la población del Paraguay separada del mundo y apartada del trato humano a fin de que conservase su dichosa y primitiva inocencia. Y llegó a tal punto el aislamiento, que se cuenta que un sabio francés, llamado Bonpland, que entró por allí a herborizar, fue detenido por fuerza y tuvo que residir en el Paraguay muchos años. En virtud de este modo de gobierno, dicen que los paraguayos fueron felices, y como su tierra es hermosa y fértil, imaginaron vivir en el paraíso, con celestial candor y envidiable ignorancia de las cosas terrenales. Poco a poco se fue relajando aquella clausura en que vivía toda la nación. El doctor López consintió en que fuesen a su capital varios Cónsules extranjeros. Y el más ladino de todos, que era el
yankee
, hizo allí papel semejante al de la serpiente en el primitivo Paraíso, induciendo a la mujer del doctor López, y por medio de ella al mismo doctor, a quebrantar la clausura y a ponerse al habla y en relación con el resto del humano linaje. Así lo decretó el doctor López, y de resultas y como corolario de su decreto, envió a su hijo con cartas credenciales para todos los Soberanos de Europa, proponiéndose celebrar con ellos sendos tratados de paz, alianza, navegación y comercio. Y no contento el doctor López con esta novedad, resolvió a los seis meses enviar cerca de su hijo, para secretario de la Legación, a su ya nombrado sobrino Pepito Domínguez.
Acertado fue el nombramiento. Ni los más maldicientes hubieran podido calificarle de acto de nepotismo. El flamante secretario podría muy bien figurar en Europa como exquisita muestra de lo mejor que produce el cruzamiento de las razas. La sangre guaraní corría por sus venas mezclada con la sangre española. Y esta mezcla o combinación había tenido un resultado excelente. El mozo era por su traza un andalucito muy agraciado, si bien con un no sé qué de peregrino, que borraba de su fisonomía, de su ademán y de sus movimientos toda huella de vulgaridad, dándole distinción y atrayendo hacia él las miradas curiosas de cuantos sujetos gustan de lo que no se tiene a todo pasto ni se encuentra al revolver de una esquina.
Pepito Domínguez parecía, además, naturalmente listo: dotado de rápida y clara comprensión y muy expedito para todo. Las esperanzas del doctor López no eran infundadas. El Cónsul
yankee
le había hecho comprender o creer que, por culpa de aquella clausura y de aquella incomunicación en que los paraguayos habían vivido, todos ellos se habían quedado, salvo la moral y el dogma de Cristo, que conocían aunque de un modo burdo, en inmenso atraso con relación a lo restante de la humanidad; y que todo cuanto esta había descubierto, inventado, experimentado, fabricado y averiguado durante ocho mil o nueve mil años, era para los paraguayos asunto desconocido, arcano tenebroso, libro de siete sellos. Menester es ilustrarse, pensaba ya el doctor López: menester es alcanzar con rapidez la civilización de Europa; dar un brinco audaz y saltar de este solo brinco los nueve mil años que de la civilización nos separan. Y nadie más a propósito que Pepito Domínguez para tan arriesgada empresa. El muchacho es tan ágil que, en un santiamén, en menos que se persigna un cura loco, va a enterarse de cuanto ocurre por esos mundos, y va a aprender a escape y sin la menor fatiga todo lo substancial de lo que a fuerza de seculares cavilaciones han llegado nuestros prójimos a poner en claro.
Esto o algo por el estilo había pensado el doctor López, y con esta misión, a más de la misión diplomática, enviaba a Europa a Pepito Domínguez. Su inteligencia era, sin duda, tabla rasa, pero tabla bruñida, tersa y maravillosamente adecuada para que los conceptos se grabasen en ella con prontitud, se ordenasen allí sin confusión y distintamente y persistiesen luego como indelebles signos, sin borrarse ni alterarse nunca. La vanidad y el afecto de tío movían al doctor López a pensar así de su sobrino D. Pepito. Y lo que es él no tenía menos favorable opinión de sí propio; pero el candor y la ignorancia hacían amable y chistoso su presumido atrevimiento. La petulancia infantil de D. Pepito era encantadora.
Yo, que hablé con él desde el primer día que ambos estuvimos juntos y nos vimos a bordo, hallaba en la susodicha petulancia irresistible hechizo.
De sobra conoces tú, mi querido Vizconde, la propensión didáctica que he tenido siempre. Aquel chico que tan confiada y valerosamente se proponía aprender y saber como por ensalmo, que aspiraba a poner la atrevida mano en el árbol de la ciencia, coger su fruto, que había tardado noventa siglos en madurar, estrujarle en la pujante prensa de su entendimiento, alambicar el zumo y bebérsele luego de un trago sin temor de embriaguez ni de trastorno, te confieso que me divirtió mucho y que despertó y estimuló en mí la antigua manía didáctica que siempre he tenido. ¿Porqué, me decía yo, no he de hacer con este muchacho el papel de Minerva o de Sabiduría personificada? ¿No podía yo darle a beber en mágico cáliz la sublimada quinta esencia de todo lo sabido hasta ahora?
Difícil de vencer era mi tentación. El mal disimulado asombro con que D. Pepito me miraba hacía mi tentación más fuerte. D. Pepito veía en mí el sobrenatural y más complicado producto de esa civilización de noventa siglos de que él quería apoderarse. Yo era para él como resumen y compendio de todas las ciencias, artes e industrias. Algo como enciclopedia viva. Entendió D. Pepito que si llegaba a entenderme y a saberme a mí, todo lo entendería y lo sabría. Y persuadido de esto, él me lo explicaba a su manera, y yo me sentía muy lisonjeada cuando él me lo explicaba. Sus explicaciones eran por lo común en castellano, pero de vez en cuando se empeñaba él en dármelas en guaraní. Yo no comprendía palabra, y él, entonces, quería enseñarme su lengua, asegurándome que para tratar de no pocos asuntos y sobre todo para el amor era mil veces más expresiva y eficaz que el habla de Castilla. Para complacerle le solía yo pedir que me dijese algo en guaraní y hasta que me enseñase a contestarle. Él entonces me decía:
—
Nde cuñá porá. Che-r-ayhub-i
, esto es: tú eres mujer bonita. Ámame.
Adiestrada luego por él en la pronunciación, casi me obligaba a decir y yo decía riendo:
—
Nde-hayhú
, o sea: te amo.
Él en seguida se ponía contentísimo, me miraba con unos ojos muy dulces y con un mirar muy intenso y fijo, y aseguraba que toda su ventura se cifraba en ser mi
o-hayhú-bae
, o, como si dijéramos, mi amante. Con esto me reía yo mucho más: me reía como una loca: y, para excitarle más por la contradicción, añadía:
—Hijo mío, todo eso está muy bien: tus vocablos guaraníes son musicales y sonoros, pero yo no veo por dónde han de ser más expresivos ni más eficaces que los correspondientes vocablos castellanos.
D. Pepito entonces procuraba realzar y fortificar la eficacia de sus vocablos; y en su entusiasmo filológico, sin maliciosa premeditación, apelaba a la mímica.
—Modérese usted, tenía yo que decirle, y advierta que con ese auxilio no hay idioma que no sea tan eficaz y expresivo como el guaraní. Con ese auxilio hasta sin hablar se expresa cualquiera con primor, claridad y eficacia. Lo malo está en que yo no acepto ese lenguaje auxiliar, y menos aún en esta ocasión y en este sitio.