Trevize había levantado la mirada y dicho con bastante brusquedad:
—¡Un buen grupo familiar!,
Pero sólo había sido fruto de su propio malestar.
Pasó las instrucciones al ordenador para que diese el Salto de manera que volviese a entrar en el espacio a la mayor distancia posible de la estrella en cuestión. Se dijo a sí mismo que eso se debía a que estaba aprendiendo a ser precavido como resultado de lo ocurrido en los dos primeros mundos Espaciales, pero, en realidad, no lo creía. En el fondo, sabía que esperaba llegar al espacio a una distancia de la estrella lo bastante grande para no estar seguro de sí tenía o no un planeta habitable en su sistema. Eso le daría unos días más de viaje en el espacio antes de poder averiguarlo, y (tal vez) tener que soportar la derrota más amarga.
Y así, observado por el «grupo familiar», respiró hondo, contuvo el aliento y lo exhaló en un silbido, mientras daba la instrucción final. El campo de estrellas cambió silenciosamente y la pantalla pareció vaciarse, porque habían pasado a una región en que los astros estaban algo más desperdigados. Y allí, casi en el centro, estaba la estrella más resplandeciente.
Trevize esbozó una amplia sonrisa, pues aquello era, sin duda, una victoria. A fin de cuentas, la tercera serie de coordenadas podía contener algún error y no haber aparecido la correspondiente estrella de tipo G. Miró a los otros tres.
—Allí está —dijo—. La estrella número tres.
—¿Estás seguro? —preguntó Bliss a media voz.
—¡Observad! —exclamó Trevize—. Proyectaré la vista equicentrada sobre el mapa galáctico del ordenador y, si aquella estrella brillante desaparece, si no figura en el mapa, será la que buscamos.
El ordenador respondió a su mandato y la estrella se apagó sin haber menguado previamente de intensidad. Fue como si nunca hubiese existido, mientras que el resto del campo estrellado permanecía inmutable con sublime indiferencia.
—La tenemos —dijo Trevize.
Sin embargo, hizo que la
Far Star
avanzase a poco más de la mitad de la velocidad que hubiese podido alcanzar con facilidad. Subsistía la cuestión de la presencia, o la ausencia, de un planeta habitable, y no tenía prisa en solventarla. Incluso después de tres días de aproximación, nada podía decirse acerca de aquello, en cualquier sentido.
O tal vez sí. Girando alrededor de la estrella había un gran gigante gaseoso. Estaba muy lejos de aquélla y brillaba con un palidísimo fulgor amarillo en el lado iluminado, el cual podía ver, desde su posición, como una gruesa media luna.
A Trevize no le gustó su aspecto, pero trató de disimularlo.
—Allí hay un gigante gaseoso —dijo, en el tono práctico de un guía—. Es bastante espectacular. Tiene un par de finos anillos y dos satélites de buen tamaño que pueden distinguirse de momento.
—La mayoría de los sistemas tienen gigantes gaseosos, ¿no es cierto?
—Sí, pero ése es bastante grande. A juzgar por la distancia de sus satélites y por sus períodos de revolución, el gigante gaseoso tiene casi dos mil veces la masa de un planeta habitable.
—;Qué importa eso? —dijo Bliss—. Los gigantes gaseosos son gigantes gaseosos, y no importa el tamaño que tengan, ¿verdad? Siempre están presentes a grandes distancias de la estrella alrededor de la cual giran, y ninguno de ellos es habitable, gracias a su tamaño y su distancia. Tenemos que mirar más cerca de la estrella si queremos encontrar un planeta habitable.
Trevize vaciló; después, decidió poner las cartas sobre la mesa.
—La cuestión es que los gigantes gaseosos tienden a barrer un volumen de espacio planetario —dijo—. El material que no absorben en sus propias estructuras se junta en cuerpos bastante grandes que constituyen su sistema de satélites. Éstos evitan otras concentraciones incluso a distancias considerables, de manera que cuanto más grande sea el gigante gaseoso, mayor es la probabilidad de que sea el único planeta importante de una estrella particular. Entonces, sólo quedan el gigante gaseoso y los asteroides.
—¿Quieres decir que ahí no hay ningún planeta habitable?
—Cuanto más grande es el gigante gaseoso, menor es la probabilidad de que exista un planeta habitable, y ese gigante es tan enorme que casi parece una estrella enana.
—¿Podemos verlo? —dijo Pelorat.
Los tres contemplaron ahora la pantalla (Fallom se encontraba en la habitación de Bliss con los libros).
La panorámica fue ampliada hasta que la media luna llenó la pantalla. Cruzando aquella media luna, a cierta distancia sobre el centro, podía observarse una fina raya oscura, la sombra del sistema de anillos que se veía, a poca distancia más allá de la superficie planetaria, como una curva brillante que se extendía un poco en el lado oscuro antes de sumergirse en la sombra.
—El eje de rotación del planeta —dijo Trevize —está inclinado unos treinta y cinco grados con respecto a su plano de revolución, y su anillo se encuentra, naturalmente, en el plano ecuatorial planetario, de manera que la luz de la estrella llega desde abajo en este punto de su órbita y proyecta la sombra del anillo muy por encima del ecuador.
Pelorat observaba absorto.
—Son unos anillos muy finos.
—En realidad, de un tamaño superior al normal —dijo Trevize.
—Según la leyenda, los anillos que circundan un gigante gaseoso en el sistema planetario de la Tierra son mucho más anchos, más brillantes y más complicados que éste. Los anillos hacen, en comparación con aquéllos, que el gigante gaseoso parezca más pequeño.
—No me sorprende —dijo Trevize—. Cuándo un cuento se transmite de una persona a otra durante miles de años, ¿supones que se reduce?
—Es un bello espectáculo —murmuró Bliss—. Si observáis la media luna, parece que oscile y se retuerza ante los ojos.
—Tormentas atmosféricas —dijo Trevize—. Generalmente, se ven con más claridad si se elige una longitud de onda de luz adecuada. Dejad que haga la prueba.
Puso las manos sobre el tablero y mandó al ordenador que recorriese el espectro y se detuviese en la longitud de onda apropiada.
La débilmente iluminada media luna pasó por un torbellino de colores que, al cambiar con tanta rapidez, casi deslumbraba a quienes trataban de seguirlo. Por último, se estabilizó en un rojo anaranjado y, dentro de la media luna, aparecieron unas claras espirales que se enroscaban y desenroscaban al moverse.
—Increíble —murmuró Pelorat.
—Estupendo —dijo Bliss.
Completamente creíble, pensó Trevize con amargura, y nada estupendo. Ni Pelorat ni Bliss, atónitos por tanta belleza, pensaron que el planeta que tanto admiraban reducía las probabilidades de resolver el misterio que él trataba de aclarar. Pero, ¿por qué habían de preocuparse? Ambos estaban convencidos de que la decisión de Trevize había sido la correcta y lo acompañaban en su búsqueda de la certidumbre sin que interviniese ningún factor emocional. No podía culparles por ello:
—El lado en sombra parece oscuro —dijo—, pero si nuestros ojos fuesen sensibles un poco más allá del límite acostumbrado de la onda larga, lo veríamos de un rojo mate y fuerte. El planeta emite radiación infrarroja al espacio en grandes cantidades, porque tiene la masa suficiente para estar casi en un color al rojo. Es más que un gigante gaseoso; es una subestrella. —Hizo una larga pausa y prosiguió—: Y ahora, apartemos ese objeto de nuestra mente y busquemos el planeta habitable que pueda existir.
—Tal vez existe —dijo, sonriendo, Pelorat—. No te rindas, viejo amigo.
—No lo he hecho —repuso él, aunque sin demasiada convicción—. La formación de los planetas es demasiado complicada para someterla a reglas exactas. Sólo hablamos de probabilidades. Con ese monstruo en el espacio, las probabilidades descienden, pero no hasta cero.
—¿Por qué no lo miras de otra manera? —dijo Bliss—. Si las dos primeras series de coordenadas te dieron, cada una de ellas, un planeta Espacial habitable, la tercera serie, que te ha dado ya una estrella adecuada, también debería darte un planeta habitable. ¿Por qué hablar de probabilidades?
—Espero que tengas razón —respondió Trevize, sin sentirse en modo alguno consolado—. Ahora, saldremos del plano planetario y nos dirigiremos hacia la estrella.
El ordenador inició la maniobra casi en cuanto Trevize hubo anunciado su intención. Éste se retrepó en la silla del piloto y pensó, una vez más, que el único inconveniente de pilotar una nave gravítica con un ordenador tan perfeccionado era que nunca, nunca, seria capaz de pilotar cualquier otro tipo de nave.
¿Acaso podría volver a hacer él mismo los cálculos? ¿Acaso podría prestar atención a la aceleración y limitarla a un nivel razonable? Lo más probable sería que soltase toda la energía y que todos los que estuviesen a bordo se estrellasen contra alguna pared interior.
Entonces, seguiría pilotando esa nave siempre, u otra exactamente igual, si podía soportar el cambio.
Y como no quería pensar en la cuestión del planeta habitable, de si existiría o no, reflexionó sobre el hecho de que había ordenado a la nave que se moviese por encima del plano, en vez de por debajo. Si no existía alguna razón concreta que aconsejase ir por debajo de un plano, los pilotos preferían siempre hacerlo por arriba. ¿Por qué?
Y a propósito, ¿por qué tanto empeño en considerar que una dirección era por arriba y la otra por abajo? En la simetría del espacio, tal aspecto era puro convencionalismo.
De todos modos, siempre estaba seguro, al observar un planeta, de la dirección en que giraba sobre su eje y de aquella en la que se trasladaba alrededor de su estrella. Cuando ambas eran las de las agujas del reloj, los brazos levantados señalaban hacia el Norte, y los pies, hacia el Sur. Y en toda la Galaxia, se consideraba que el Norte estaba arriba y el Sur abajo.
Era un puro convencionalismo que se remontaba a los oscuros tiempos primitivos, pero que todos seguían rajatabla. Si uno miraba un mapa conocido en el que el Sur estuviese arriba, no lo reconocía. Tenía que volverlo del revés para que tuviese sentido. Y como siempre ocurría igual, cuando uno se dirigía al Norte, iba hacia «arriba».
Trevize pensó en una batalla entablada por Bel Riose, el general imperial que, tres siglos atrás, había dirigido su escuadra por debajo del plano planetario en un momento crucial y sorprendido a la escuadra enemiga, que no esperaba aquel ataque. Hubo quejas en el sentido de que había sido una maniobra min…, quejas —de los vencidos, desde luego.
Un convencionalismo tan observado y tan antiguo tuvo que tener su origen en la Tierra…, y esa idea hizo que la mente de Trevize volvióse de repente a la cuestión del planeta habitable.
Pelorat y Bliss seguían observando el gigante gaseoso que giraba despacio en la pantalla, como en un lento salto mortal hacia atrás. La porción iluminada por el sol fue aumentando y, como Trevize mantenía el espectro fijo en la longitud de onda roja anaranjada, la tormenta de la superficie se hizo todavía más violenta y más hipnótica.
Entonces, Fallom entró tambaleándose y Bliss decidió que le convenía dormir un poco, lo mismo que a ella.
Pelorat se quedó.
—Tengo que prescindir del gigante gaseoso, Janov —dijo Trevize—. Quiero que el ordenador se concentre en la búsqueda de un objeto gravitatorio de las dimensiones adecuadas.
—Desde luego, viejo amigo.
Pero la cosa era más complicada. El ordenador no sólo tenía que buscar un objeto de las dimensiones adecuadas, sino que se hallase también a la distancia adecuada. Tenían que pasar varios días aún antes de que pudiese estar seguro.
Trevize entró en su habitación, grave y solemne, mejor diríamos sombrío, y se sobresaltó de modo perceptible.
Bliss le estaba esperando y Fallom se encontraba junto a ella, vestido con su taparrabos y su bata oliendo inconfundiblemente a lavado y a planchado. La criatura tenía mucho mejor aspecto que con las acortadas camisas de dormir de Bliss.
—No quise molestarte mientras trabajabas con el ordenador, pero ahora escucha —dijo Bliss—. Adelante, Fallom.
Fallom dijo, con su voz aguda y musical:
—Te saludo, protector Trevize. Me satisface mucho acompañarte en este viaje a través del espacio. También agradezco la amabilidad de mis amigos, Bliss y Pel.
Fallom terminó y esbozó una agradable sonrisa, y, una vez más, Trevize pensó: «¿Creo que es un chico o una chica, o ambas cosas a la vez, o ninguna de ellas?» Después, asintió con la cabeza.
—Lo has aprendido muy bien. Y lo has pronunciado casi a la perfección.
—No lo ha aprendido —dijo Bliss con entusiasmo—. Fallom compuso estas frases a solas y me preguntó si podría recitártelas. Yo no sabía siquiera lo que diría hasta que lo oí de sus labios.
Trevize sonrió forzadamente.
—Si es así, está mucho mejor.
Advirtió que Bliss evitaba los pronombres siempre que podía. Ella se volvió a Fallom.
—Ya te dije que a Trevize le gustaría. Ahora, ve con Pel y podréis leer un poco más, si os apetece.
Fallom salió corriendo.
—Es realmente asombrosa la rapidez con que Fallom aprende el galáctico —dijo ella—. Los solarianos tienen una facilidad especial para los idiomas. Recuerda cómo hablaba Bander el galáctico, sólo por haberlo oído en las comunicaciones hiperespaciales. Sus cerebros deben ser notables por algo más que la transducción de energía.
Trevize gruñó.
—¡No me digas que todavía no te gusta Fallom! —le espetó Bliss.
—Ni me gusta ni me disgusta. Esa criatura me pone nervioso, eso es todo. En primer lugar, me produce muy mala impresión tratar con un hermafrodita.
—Vamos, Trevize, eso es ridículo —dijo Bliss—. Fallom es una criatura perfectamente aceptable. Piensa en lo desagradables que resultaríamos tú y yo, o cualquier hombre o mujer en general, en una sociedad de hermafroditas. Cada persona es la mitad de un conjunto y, en orden a la reproducción, tiene que haber una unión grosera y temporal.
—¿Pones reparos a esto, Bliss?
—No finjas interpretarlo mal. Estoy tratando de mirarnos desde el punto de vista de los hermafroditas. A ellos debe parecerles sumamente repelente, cuando para nosotros es algo natural. De la misma manera, Fallom te parece repelente, pero ésta es una reacción miope y provinciana.
—Francamente —dijo Trevize—, es una lata no saber qué pronombre hay que emplear con esa criatura. Esto hace que vaciles siempre al pensar o al conversar con ella.