—¿Qué fue lo que falló, Bliss? —preguntó Pelorat con cariño.
—Nunca me había encontrado con algo parecido a esos lóbulos transductores y no tenía tiempo le estudiarlo. Me limité a realizar la maniobra de bloqueo, y por lo visto la cosa no funcionó como debía. No bloquee la entrada de energía en sus lóbulos, sino la salida. La energía pasa siempre a raudales en sus lóbulos, pero, por lo general, el cerebro se protege expulsando esa energía con la misma rapidez. En cambio, cuando yo hube bloqueado la salida, la energía se acumuló enseguida dentro de los lóbulos y, en una pequeña fracción de segundo, la temperatura se elevo hasta el punto en que las proteínas del cerebro se desactivaron fatalmente y murió. Las luces se apagaron y yo anule mi bloqueo inmediatamente, pero, desde luego, ya era demasiado tarde.
—No veo que hubieses podido hacer nada diferente de lo que hiciste, querida —dijo Pelorat.
—Eso no me sirve de consuelo, considerando que he matado.
—Bander estaba a punto de matarnos a nosotros —dijo Trevize.
—Ese era un motivo para impedírselo, no para matarlo.
Trevize vacilo. No quería mostrar la impaciencia que sentía, pues, no deseaba ofender ni trastornar mas a Bliss, la cual, a final de cuentas, era la única defensa de que disponía contra un mundo terriblemente hostil.
—Bliss —dijo —es hora de que pensemos en cosas distintas de la Bander, como ha muerto, toda la energía de la finca se habrá extinguido. Esto será advertido, más pronto o más tarde, probablemente pronto por otros solarianos, los cuales se verán obligados a investigar. No creo que tu fueses capaz de rechazar el ataque combinado de varios de ellos. Y, como tu misma has confesado, no podrías emplear la limitada energía de que dispones ahora por mucho tiempo. Por consiguiente, es necesario que volvamos a la superficie, y a nuestra nave lo antes posible.
—Pero Golan —dijo Pelorat—, ¿cómo lo haremos? Hemos recorrido muchos kilómetros por un camino ondulado. Me imagino que debe ser un laberinto, y, por lo que a mi atañe, no tengo la menor idea de por donde debemos ir para alcanzar la superficie. Mi sentido de la orientación ha sido malo siempre.
Trevize miró a su alrededor y, vio que Pelorat tenía razón.
—Supongo —dijo —que hay muchas salidas a la superficie y no hace falta que encontremos la misma por la que entramos.
—Pero no sabemos dónde se encuentra ninguna de ellas. ¿Cómo vamos a encontrarlas?
Trevize se volvió hacia Bliss de nuevo.
—¿Puedes detectar mentalmente algo que nos ayude a salir?
—Todos los robots de esta finca están inactivos —dijo Bliss—. Detecto un débil murmullo de vida subinteligente por encima de nosotros, pero lo único que esto me dice es que la superficie se encuentra allá arriba, algo que ya sabemos.
—Entonces —dijo Trevize—, sólo nos queda buscar alguna abertura.
—¡Un juego del escondite! —exclamó, horrorizado, Pelorat—. Jamás lo conseguiremos.
—Tal vez sí, Janov —le tranquilizó Trevize—. Si buscamos, tendremos una posibilidad, por pequeña que sea. La única alternativa que nos queda es permanecer aquí, y si lo hacemos, nunca lograremos nuestro objetivo. Vamos, una mínima posibilidad es mejor que ninguna.
—Esperad —dijo Bliss—. Percibo algo.
—¿Qué? —dijo Trevize.
—Una mente.
—¿Una inteligencia?
—Sí, pero limitada, según creo. Sin embargo, lo que percibo con más claridad es otra cosa.
—¿Qué? —preguntó Trevize, luchando con su impaciencia una vez más.
—¡Miedo! ¡Un miedo terrible! —dijo Bliss, en voz baja.
Trevize miró a su alrededor con tristeza. Sabía por dónde habían entrado, pero no se hacía ilusiones sobre su capacidad de regresar por el mismo camino. A fin de cuentas, había prestado poca atención a sus vueltas y revueltas. ¿Quién hubiese pensado que se verían obligados a volver solos, sin ninguna ayuda, y con sólo una débil y vacilante luz para guiarles?
—¿Podrás activar el vehículo, Bliss? —preguntó.
—Estoy segura de que sí, Trevize —respondió Bliss—, lo cual no significa que sepa conducirlo.
—Creo que Bander lo hacía mentalmente —dijo Pelorat—. No vi que tocase nada cuando estaba en marcha.
—Así era, Pel —asintió Bliss—, pero, ¿cómo? Podrías decir que lo hizo usando los controles. Cierto, pero, si yo no conozco los detalles del manejo de los controles, eso no nos sirve de gran cosa, ¿verdad?
—Podrías intentarlo —dijo Trevize.
—Lo haré. Tendré que concentrar toda mi mente en ello aunque, si lo hago, dudo de que pueda mantener las luces encendidas. El vehículo nos servirá de poco en la oscuridad, a pesar de que consiga conducirlo.
—Entonces, supongo que tendremos que ir a pie.
—Temo que sí.
Trevize atisbó la espesa y amenazadora oscuridad que se extendía más allá del lugar débilmente iluminado en que se hallaban.
—Bliss, ¿sientes todavía esa mente asustada? —preguntó.
—Sí.
—¿Sabes dónde se halla? ¿Puedes guiarnos hasta ella?
—El sentido mental forma una línea recta. No es refractado por la materia ordinaria; por consiguiente, puedo decir que viene de aquella dirección —dijo, señalando un punto en la pared oscura—. Pero no podemos atravesar la pared para llegar hasta ella. Lo que haremos será seguir los pasillos y tratar de orientamos en la dirección en que la sensación se haga más fuerte. En una palabra, tendremos que jugar a frío y caliente.
—Entonces, empecemos enseguida.
Pelorat se echó atrás.
—Espera, Golan. ¿Seguro que deseamos encontrar esa cosa, sea lo que fuere? Si está asustada, puede que nosotros tengamos motivos para asustarnos también.
Trevize sacudió la cabeza con impaciencia.
—No hay otra alternativa, Janov. Es una mente, asustada o no, y puede que esté dispuesta, o que la obliguemos a estarlo, a guiarnos a la superficie.
—¿Y dejaremos a Bander tirado aquí? —preguntó Pelorat, con inquietud.
Trevize le agarró de un codo.
—Vamos, Janov. Tampoco en esto podemos elegir. Seguro que algún solariano reactivará el lugar y que un robot encontrará a Bander. Espero que eso no ocurra antes de que estemos a salvo lejos de aquí.
Dejó que Bliss marchase en cabeza. La luz era siempre más fuerte cerca de ella, y Bliss se detenía ante cada puerta y en cada encrucijada, tratando de captar la dirección de la que procedía aquel miedo. A veces, cruzaba una puerta o doblaba un recodo, y volvía atrás para seguir otro pasillo, mientras Trevize la observaba desesperadamente.
Cada vez que Bliss tomaba una decisión y avanzaba con resolución en una dirección determinada, se encendía la luz delante de ella. Trevize advirtió que ésta era un poco más brillante ahora, fuese porque sus ojos se iban adaptando a la oscuridad o porque Bliss aprendía a manejar la transducción con más eficacia. En una ocasión, al pasar cerca de una de las varas metálicas insertas en el suelo, Bliss apoyó una mano en ella y la luz aumentó de forma considerable, y ella asintió con la cabeza, como satisfecha de sí misma.
Nada les resultaba conocido; parecía seguro que andaban por lugares de la mansión subterránea por los que no habían pasado al entrar.
Trevize observaba sin descanso los pasillos que ascendían bruscamente y estudiaba los techos por si, en ellos, había señal de alguna trampilla. Pero no encontraba nada de eso, y aquella mente asustada seguía siendo su única oportunidad de salir de aquel lugar.
Siguieron avanzando en silencio, turbado, únicamente, por sus propios pasos; en medio de una oscuridad que sólo interrumpía aquella luz débil a su alrededor; a través de un mundo muerto, salvo por sus propias vidas. De vez en cuando, distinguían el bulto oscuro de un robot, sentado o de pie, en la penumbra, inmóvil por completo. En una ocasión, vieron a uno de ellos tumbado de costado, con las piernas y los brazos en extraña posición, como petrificado. Trevize pensó que la interrupción de la energía le habría pillado desequilibrado, y se había caído. Bander, vivo o muerto, no podía contrarrestar la fuerza de la gravedad.
Tal vez en toda su vasta hacienda, había robots en pie o yaciendo inactivos, y esa situación sería advertida rápidamente en los linderos.
O tal vez no, pensó de pronto. Los solarianos debían saber cuándo uno de ellos se estaba muriendo de viejo o de decadencia física. Y todo el mundo estaría alerta para cuando el óbito se produjese. Pero Bander había muerto de repente, en la flor de su existencia, sin que nadie hubiese podido preverlo. ¿Quién iba a saberlo? ¿Quién esperaría algo así? ¿Quién estaría observando, por si la desactivación se producía?
Pero no (y Trevize rechazó su optimismo como un señuelo peligroso que podía conducirles a un exceso de confianza), los solarianos observarían el cese de toda actividad en la finca de Bander y actuarían de inmediato. Todos tenían demasiado interés en las herencias para olvidarse de la muerte.
—La ventilación ha dejado de funcionar —murmuró Pelorat desalentado—. Un lugar como éste, bajo tierra, tiene que estar ventilado, y Bander suministraba la energía. Ahora no hay ventilación.
—No importa, Janov —dijo Trevize—. Tenemos suficiente aire en este lugar subterráneo vacío para que podamos respirar durante años.
—Es igual. Su efecto psicológico es muy malo.
—Por favor, Janov, domina tu claustrofobia. ¿Nos hemos acercado, Bliss?
—Mucho, Trevize —respondió ella—. La sensación ha aumentado y ahora percibo su dirección con más claridad.
Andaba segura, vacilando menos cuando tenía que elegir un camino.
—¡Allí! ¡Allí! —exclamó—. Puedo percibirlo intensamente.
—Ahora, incluso yo puedo oírlo —dijo Trevize secamente.
Los tres se pararon y contuvieron el aliento. Percibieron un débil gimoteo, entrecortado de sollozos.
Entraron en una amplia habitación y, al encenderse las luces, vieron que, a diferencia de las que había visto hasta entonces, estaba rica y alegremente amueblada.
En el centro de la estancia se hallaba un robot, algo inclinado, con los brazos extendidos en una actitud casi afectuosa, y desde luego, completamente inmóvil.
Unas ropas se agitaron detrás del robot. Un ojo redondo y asustado asomó junto a un lado de aquél, y siguieron oyéndose aquellos sollozos de desconsuelo.
Trevize pasó al lado del robot y, entonces, una pequeña criatura salió corriendo y chillando. Tropezó, cayó al suelo y se quedó tumbada allí, tapándose los ojos, pataleando en todas direcciones, como defendiéndose sin saber de dónde vendría la amenaza, y chillando sin parar…
—¡Es un niño! —exclamó Bliss innecesariamente.
Trevize dio un paso atrás, asombrado. ¿Qué hacia un niño allí? Bander se había jactado de su absoluta soledad, insistiendo en ello incluso.
Pelorat, menos apto para seguir un razonamiento sólido ante un suceso oscuro, encontró al punto la solución.
—Supongo que estamos ante el sucesor —dijo.
—El retoño de Bander —convino Bliss—, pero creo que es demasiado pequeño para sucederlo. Los solarianos tendrán que buscarlo en otra parte.
Estaba contemplando al niño, no con la mirada fija, sino de una manera suave e hipnotizadora, y, poco a poco, el ruido que aquél estaba haciendo menguó. Después, el pequeño abrió los ojos y miró a Bliss a su vez. El llanto se redujo a algún gemido ocasional.
También Bliss emitió algunos sonidos, apaciguadores, palabras inconexas que no significaban gran cosa, pero que tenían por objeto aumentar el efecto calmante de sus pensamientos. Era como si tratase de escudriñar la mente desconocida del niño y de tranquilizar sus excitadas emociones.
Muy despacio, sin apartar nunca la mirada de Bliss, el chiquillo se puso en pie, se tambaleó un momento y corrió hacia el silencioso e inmóvil robot, abrazándose a la gruesa pierna robótica, como buscando ávidamente la seguridad de su contacto.
—Supongo —dijo Trevize —que este robot es su ama…, o su niñera. Creo que un solariano no puede cuidar de otro solariano, ni tratándose de padre e hijo.
—Y yo supongo que el niño es hermafrodita —dijo Pelorat.
—Tendría que serlo —convino Trevize.
Bliss, todavía preocupada por aquella criatura, se acercó a ella lentamente, levantando un poco las manos pero con las palmas vueltas hacia dentro, como para demostrarle que no tenía intención de sujetarle. Ahora, el chiquillo se había callado, viéndole acercarse y agarrándose al robot con más fuerza.
—Aquí, pequeño… —dijo Bliss—, calor, pequeño…, blando, caliente, cómodo, seguro, pequeño…, seguro, seguro. —Se interrumpió y, sin volver la cabeza, dijo en voz baja—: Háblale en su lenguaje, Pel. Dile que somos robots que hemos venido para cuidar de él, ya que ha fallado la energía.
—¡Robots! —exclamó, escandalizado, Pelorat.
—Debemos presentarnos a él como robots. No les tiene miedo. Y nunca ha visto un ser humano; tal vez no puede siquiera imaginárselos.
—No sé si podré dar con la expresión adecuada —dijo Pelorat—. No conozco ninguna palabra arcaica que designe un robot.
—Di «robot», Pel. Si no lo entiende, di «cosa de hierro». Di lo que te parezca mejor.
Poco a poco, deletreando las palabras, Pelorat habló en lengua arcaica. El chiquillo le miró, frunciendo intensamente el ceño, como tratando de comprender.
—Sería mejor que le preguntases cómo salir de aquí, ya que estás en ello —le aconsejó Trevize.
—No —dijo Bliss—. Todavía no. Primero, la confianza. Después, la información.
La criatura, mirando ahora a Pelorat, soltó despacio al robot y habló, con voz aguda y musical.
—Habla demasiado aprisa para mí —dijo ansiosamente Pelorat.
—Pídele que lo repita más despacio. Yo hago todo lo posible por calmarlo y quitarle el miedo.
Pelorat escuchó al niño de nuevo.
—Creo que pregunta por qué se ha parado Jemby. Jemby debe de ser el robot.
—Asegúrate de ello, Pel.
Pelorat habló, escuchó y dijo:
—Sí, Jemby es el robot. El niño se llama Fallom.
—¡Bravo! —exclamó Bliss. Después, miró al pequeño y, con una sonrisa feliz y luminosa, lo señaló con un dedo—. Fallom. Fallom bueno.
Fallom valiente. —Luego se puso una mano sobre el pecho y añadió—: Bliss.
El chiquillo sonrió. Parecía muy atractivo al sonreír.
—Bliss —murmuró, pronunciando mal la «ese».
—Bliss —dijo Trevize—, si puedes activar el robot Jemby, quizás éste nos indicase lo que queremos saber. Pelorat podría hablarle tan fácilmente como al niño.