—Me alegro de que por fin hayas subido a bordo —dijo Bliss—. Me preguntaba cuánto tiempo permanecerías ahí fuera con la ministra.
—Ha sido poco —repuso Trevize—. Hacia frío.
—Me pareció —dijo Bliss —que estabas considerando la posibilidad de quedarte con ella y demorar tu búsqueda de la Tierra. No me gusta sondear tu menté, ni siquiera por encima, pero me sentía preocupada por ti y por tu lucha contra la tentación.
—Tienes razón —admitió Trevize—. Al menos momentáneamente, me sentí tentado. La ministra es una mujer extraordinaria y nunca había conocido a nadie así. ¿Fortaleciste tú mi resistencia, Bliss?
—Ya te he dicho muchas veces que no forzaré tu mente en modo alguno, Trevize —repuso ella—. Supongo que venciste la tentación gracias a tu firme sentido del deber.
—No, creo que no —dijo él con una irónica sonrisa—. No ocurrió nada tan dramático y tan noble. Mi resistencia fue fortalecida, en primer lugar, por el hecho de que hacía fijo, y, además, por la espantosa idea de que unas pocas sesiones con ella bastarían para matarme. No hubiese podido aguantar su ritmo.
—Bueno —dijo Pelorat—, lo importante es que estás a salvo a bordo. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—En un futuro inmediato, viajaremos rápidamente a través del sistema planetario hacia el exterior, hasta que estemos lo bastante lejos del sol de Comporellon para dar el salto.
—¿Crees que nos detendrán o nos seguirán?
—No; con sinceridad, pienso que la ministra está ansiosa de que nos alejemos lo más rápidamente posible y no volvamos, a fin de que la venganza de «El Que Castiga» no la reciba su planeta. En realidad…
—¿Qué?
—Ella cree que la venganza caerá sobre nosotros. Está firmemente convencida de que nunca volveremos. Esto, me apresuro a añadir, no responde a un cálculo suyo de mi probable grado de infidelidad. Ella quiso significar que la Tierra es una portadora de desdichas tan terrible que cualquiera que la busque tiene que morir en la empresa.
—¿Cuántos salieron de Comporellon en busca de la Tierra, para que pueda hacer esa afirmación? —preguntó Bliss.
—Dudo de que algún comporelliano haya intentado jamás esta búsqueda. Yo le dije que sus temores eran pura superstición.
—¿Seguro que tu lo crees? ¿No te has dejado sugestionar por ella?
—Sé que sus temores son mera superstición, en la forma como ella los expresa; pero, por otra parte, pueden tener un cierto fundamento.
—¿Quieres decir que la radiactividad nos matará, si tratamos de aterrizar en la Tierra?
—No creo que el planeta sea radiactivo. Más bien imagino que se protege. Recordad que toda referencia a ella fue eliminada de la Biblioteca de Trantor; y que la maravillosa memoria de Gaia, en la que participa todo el planeta, incluidos los estratos rocosos de la superficie y el núcleo de metal fundido, no ha podido remontarse lo bastante en el pasado para decimos algo con referencia a la Tierra.
»Está claro que, si es lo bastante poderosa para hacer todo esto, también puede ser capaz de influir en las mentes para que creamos en su radiactividad, evitando de este modo que la busquemos. Y tal vez porque Comporellon se encuentra tan cerca que representa un peligro particular para la Tierra, se ha intensificado en él la forzada ignorancia. Deniador, que es un escéptico y un científico, está completamente convencido de que es inútil buscar la Tierra. Dice que no puede ser encontrarla. Y es en este sentido que puede estar bien fundada la superstición de la ministra. Si la Tierra está tan resuelta a ocultarse, ¿no podría matarnos o desviarnos, antes que permitirnos encontrarla?
Bliss frunció el entrecejo y dijo:
—Gaia.
—No digas que Gaia nos protegerá —la interrumpió Trevize—. Si la Tierra fue capaz de conseguir borrar los antiguos recuerdos de Gaia, está claro que también conseguiría vencer en un conflicto entre ambas.
—¿Cómo sabes que los recuerdos fueron borrados? —preguntó Bliss fríamente—. Es posible que Gaia necesitase tiempo para desarrollar una memoria planetaria y que ahora sólo pueda recordar hasta la época en que aquel desarrollo terminó. Y si el recuerdo fue borrado, ¿cómo puedes estar seguro de que lo hiciese la propia Tierra?
—No lo sé —dijo Trevize—. Sólo expongo mis especulaciones.
Pelorat terció, con cierta timidez:
—Si la Tierra es tan poderosa y está tan resuelta a preservar, por decirlo así, su intimidad, ¿de qué servirá nuestra búsqueda? Pareces pensar que la Tierra no permitirá que triunfemos y nos matará, si es necesario, para impedir nuestro triunfo. En este caso, ¿no sería mejor que abandonásemos la empresa?
—Confieso que puede parecer así, pero tengo la firme convicción de que la Tierra existe y quiero y debo encontrarla. Además, Gaia me dice que cuando tengo convicciones firmes, como esta nunca me equivoco.
—Bien, ¿cómo podremos sobrevivir al descubrimiento, viejo?
—Es posible —dijo Trevize esforzándose por dar un tono ligero a sus palabras —que la Tierra también reconozca mi extraordinario acierto y me deje campar por mis respectos. Pero, y a esto es a lo que yo iba, no puedo estar seguro de que ustedes dos sobreviváis, y me preocupa mucho. Siempre ha sido así, pero ahora mas que nunca, y me parece que debería llevarlos a los dos de vuelta a Gaia y continuar después yo solo. Fue de mi, no de vosotros de quien partió la idea de buscar la Tierra. Soy yo, no vosotros, quien ve valor en ello, soy yo, no vosotros quien esta empeñado en esto, por consiguiente, dejad que sea yo, y no vosotros quien corra el riesgo. Dejadme que vaya solo ¿Janov?
La cara larga de Pelorat pareció alargarse mas al apoyar la barbilla en el pecho.
—No te negare que me siento nervioso Golan, pero me avergonzar a si te abandonase, renegaría de mi mismo si lo hiciese.
—¿Bliss?
—Gaia no te abandonara, Trevize hagas lo que hagas, si la Tierra resulta peligrosa Gaia te protegerá en la medida de sus fuerzas. Y en todo caso en mi papel de Bliss, no abandonare a Pel, y si él se aferra a ti, yo me aferrare a él.
—Esta bien —dijo Trevize gravemente —Os he dado una oportunidad, seguiremos juntos.
—Juntos —dijo Bliss.
Pelorat sonrió levemente y apoyo una mano en el hombro de Trevize.
—Juntos siempre.
—Mira aquello —dijo Bliss.
Había estado usando el telescopio de la nave, casi como distracción, para cambiar de ocupación, después de haber estar enfrascada en los libros de Pelorat sobre las leyendas de la Tierra.
Pelorat se acercó, le rodeo los hombros con un brazo y miro la pantalla. Veíase en ella uno de los gigantes gaseosos del sistema planetario comporelliano, ampliado hasta dar una impresión real de su tamaño.
Era de color anaranjado claro, con franjas mas pálidas todavía. Visto desde el plano planetario, y hallándose mas alejado del sol que la propia nave, aparecía como un círculo de luz casi perfecto.
—Hermoso —dijo Pelorat.
—La franja central se extiende más allá del planeta, Pel.
—Creo que tienes razón, Bliss —dijo Pelorat, frunciendo el ceño.
—¿Piensas que puede ser una ilusión óptica? —preguntó ella.
—No estoy seguro, Bliss. Soy tan novato como tú en esto del espacio. ¡Golan!
Trevize respondió a la llamada con un «¿Qué?» bastante débil y entró en la cabina-piloto. Llevaba el traje muy arrugado, como si hubiese estado dormitando vestido sobre la cama, que era exactamente lo que había hecho.
—¡Por favor! —pidió en tono malhumorado—. No toquéis los instrumentos.
—Sólo es el telescopio —dijo Pelorat—. Mira eso.
Trevize miró.
—Es un gigante gaseoso, al que llaman Gallia, según las informaciones que me dieron.
—¿Cómo puedes saber que es éste, con sólo mirarlo?
—En primer lugar —respondió Trevize—, porque a la distancia que nos hallamos del sol, y debido a las dimensiones planetarias y a las posiciones orbitales que estuve estudiando al fijar nuestra ruta, es el único que podremos ampliar hasta tal punto en este momento. En segundo lugar, ahí está el anillo.
—¿El anillo? —dijo Bliss, sin comprender.
—Lo único que podéis ver es una fina línea pálida, porque lo observamos casi desde un plano horizontal. Podemos elevarnos y lo veréis mejor. ¿Os gustaría?
—No quiero que tengas que volver a calcular las posiciones y la ruta —dijo Pelorat.
—Bueno, el ordenador se encargará de eso con poco trabajo por mi parte.
Se sentó ante el ordenador mientras hablaba y colocó las manos sobre las marcas del tablero. El ordenador, perfectamente adaptado a su mente, hizo lo demás.
La
Far Star
, libre de problemas de carburante y de los efectos de la inercia, aceleró rápidamente, y, una vez más, Trevize sintió amor por el ordenador y la nave que respondían de tal manera a sus mandatos. Era como si su pensamiento les diese fuerza y los dirigiese, como si ambos fuesen una poderosa y obediente prolongación de su voluntad.
No resultaba extraño que la Fundación quisiera recuperar aquella nave; ni que Comporellon hubiese intentado adueñarse de ella. Lo único sorprendente era que la fuerza de la superstición fuese tan grande como para obligar a Comporellon a renunciar a ella.
Debidamente armada, podría dejar atrás o fuera de combate a cualquier nave o flota de la Galaxia, con tal de que no tropezase con otra de iguales características que ella.
Desde luego, no iba debidamente armada. La alcaldesa Branno, al confiarle la nave, había tenido la precaución de entregársela desarmada.
Pelorat y Bliss observaron con atención cómo el planeta Gallia se acercaba lentamente, muy lentamente, a ellos. El polo superior (fuese cual fuere) Se hizo visible con una turbulencia en una gran región circular a su alrededor, mientras que el polo inferior quedó oculto tras el bulto de la esfera.
En la Parte de arriba, el lado oscuro del planeta invadió la esfera de luz anaranjada› Y el bello círculo apareció cada vez más inclinado. Lo más interesante fue que la pálida franja central ya no se veía Recta, sino curva, lo mismo que las otras franjas al Norte y al Sur, pero de un modo más visible.
Ahora, la franja central se iba extendiendo claramente más allá de los bordes del Planeta. Y lo hacía describiendo una estrecha curva a cada lado. Ya no podía hablarse de ilusión; su naturaleza resultaba evidente. Era un anillo de materia que circundaba el planeta y estaba oculto en el otro lado.
—Creo que esto es bastante para daros una idea —dijo Trevize—. Si pasásemos por encima del planeta, veríais el anillo en su forma circular, rodeando el planeta y sin tocarlo en parte alguna. Probablemente observaríais que no se trata de un anillo, sino de varios anillos concéntricos.
—Nunca lo hubiese creído posible —dijo Pelorat asombrado—. ¿Qué lo mantiene en el espacio?
—Lo mismo que sostiene a un satélite —respondió Trevize—. Los anillos se componen de pequeñas partículas, cada una de las cuales gira en órbita alrededor del planeta. Los anillos están tan cerca del planeta que el influjo de éste evita que se fundan en un solo cuerpo.
—Me espanto cuando pienso en esto, viejo —dijo Pelorat moviendo la cabeza—. ¿Cómo es posible que me haya pasado la vida estudiando y desconozca casi todo lo referente a la astronomía?
—Y yo no sé nada sobre los mitos de la Humanidad. Nadie puede abarcar todos los conocimientos. Lo cierto es que esos anillos planetarios no son raros. Casi todos los gigantes gaseosos los poseen, aunque, a veces, no son más que una fina circunferencia de polvo. Pero el sol de Términus no tiene ningún verdadero gigante gaseoso en su familia planetaria, y así no resulta extraño que un terminiano no sepa nada de los anillos planetarios, a menos que haya viajado por el espacio o seguido cursos universitarios de Astronomía. Lo raro es que un anillo tenga la suficiente anchura para brillar y ser visible con facilidad, como ése. Es muy hermoso. Debe tener doscientos kilómetros de anchura por lo menos.
En ese momento, Pelorat chascó los dedos.
—Esto es lo que queda decir.
—¿A qué te refieres, Pel? —preguntó Bliss intrigada.
—Una vez —dijo Pelorat—, leí unos versos muy antiguos, en una versión de galáctico arcaica difícil de descifrar pero que demostraba su enorme antigüedad. Aunque yo no debería quejarme de ello. Mi trabajo ha hecho que sea experto en diversas formas de galáctico antiguo, lo cual resulta muy satisfactorio en lo personal aunque me sirva de poco fuera de mi especialidad. Pero… ¿de qué estaba hablando?
—De unos viejos versos, querido Pel —dijo Bliss.
—Gracias, Bliss. —Y dirigiéndose a Trevize—: Ella sigue siempre lo que digo para encarrilarme de nuevo cuando pierdo el hilo del discurso, que es lo que me ocurre casi siempre.
—Eso forma parte de tu encanto, Pel —dijo Bliss sonriendo.
—Bueno, aquel trozo de poema pretendía describir el sistema planetario del que la Tierra formaba parte. No sé por qué fue hecho, pues no se conservó en su totalidad; al menos, yo fui incapaz de encontrarlo. Sólo sobrevivió aquel fragmento, tal vez debido a su contenido astronómico. En todo caso, hablaba del triple anillo brillante del sexto planeta, tan amplio y grande que el mundo parecía pequeño en comparación con él. Como veis, aún lo recuerdo. Entonces, no comprendí lo que podía ser el anillo de un planeta. Recuerdo que pensé en tres círculos en hilera a uno de los lados del planeta. Me pareció tan absurdo que no quise incluirlo en mi biblioteca. Ahora, lamento no haberme informado mejor. —Sacudió la cabeza—. La mitología en la Galaxia de hoy en día es una labor tan exclusiva que uno se olvida de preguntar.
—Probablemente hiciste bien en no preocuparte por ello, Janov —dijo Trevize, para consolarle—. Es un error tomar el lenguaje poético al pie de la letra.
—Pero esto es lo que significaba —exclamó Pelorat, señalando la pantalla—. El poema hablaba de esto. Tres anillos anchos y concéntricos, más anchos que el propio planeta.
—Nunca había oído hablar de una cosa así —dijo Trevize—. No creo que los anillos puedan ser tan anchos. Comparados con el planeta que circundan, son muy estrechos.
—Tampoco habíamos oído hablar de un planeta habitable con un satélite gigante. O de uno que tuviese la corteza radiactiva. Ésta es la singularidad número tres. Si encontramos un planeta radiactivo que de no ocurrirle eso seria habitable, que además tenga un satélite gigante, y en cuyo sistema hay otro planeta con un gran anillo, podremos estar seguros de que hemos encontrado la Tierra.