—Y aunque fuesen capaces de persuadirme sin destruir mi mente y yo abriese la nave, la desarmase y se la entregara, tampoco les serviría de nada. El ordenador que lleva es más avanzado aún que la propia nave y no sé cómo está concebido que sólo funciona bien conmigo. Es lo que podríamos llamar un ordenador para una sola persona.
—Entonces, supongamos que usted conservase su nave y siguiese pilotándola. ¿Querría hacerlo para nosotros, como digno ciudadano comporealliano? El salario sería muy elevado. Podría vivir lujosamente. Y también sus amigos.
—No.
—¿Y qué sugiere? ¿Que dejemos, por las buenas, que usted y sus amigos embarquen en su nave y se adentren con ella en la Galaxia?
Le advierto que antes de permitirle hacer eso, informaríamos a la Fundación de que usted se encuentra aquí con su nave, y dejaríamos el asunto en sus manos..
—¿Y perderían la nave?
—Si ha de ocurrir así, quizá prefiriésemos entregarla a la Fundación antes que a un descarado forastero.
—Entonces, permita que le proponga un acuerdo.
—¿Un acuerdo? Bueno, le escucho. Prosiga.
—Estoy desempeñando una misión importante —dijo Trevize, midiendo sus palabras—. Ésta empezó con el apoyo de la Fundación. Al parecer, ese apoyo ha sido suspendido, pero la misión sigue teniendo gran importancia. Que sea Comporellon quien me apoye ahora y, si termino la misión con éxito, Comporellon saldrá beneficiada.
Lizalor lo miró, con expresión de duda.
—¿Y no devolverá la nave a la Fundación?
—Nunca planeé hacerlo. La Fundación no buscaría la nave tan desesperadamente si creyese que yo tenía intención de devolvérsela.
—Eso no significa que nos la entregará a nosotros.
—En cuanto yo haya terminado la misión, la nave puede dejar de serme útil. En ese caso, no tendría inconveniente en que pasase a poder de Comporellon.
Los dos se miraron en silencio durante unos momentos.
—Emplea usted el condicional —dijo Lizalor—. La nave «puede dejar…». Eso carece de valor para nosotros.
—Podría hacer promesas formidables, pero, ¿qué valor tendrían para ustedes? El hecho de que mis promesas sean prudentes y limitadas debería demostrarle que al menos son sinceras.
—Inteligente —dijo Lizalor, asintiendo con la cabeza—. Me gusta. Bueno, ¿cuál es su misión y cómo puede beneficiar a Comporellon?
—No, no —dijo Trevize—, ahora le toca a usted responder. ¿Me apoyará si le demuestro que la misión es importante para Comporellon?
La ministra Lizalor se levantó del sofá, alta e imponente.
—Tengo hambre, consejero Trevize, y no hablaré más con el estómago vacío. Le ofreceré algo de comer y de beber…, con moderación. Después, terminaremos la conversación.
Y a Trevize le dio la sensación de que la expresión de la mujer en aquel momento era bastante parecida a la de un animal carnívoro, lo cual le hizo apretar los labios con cierta inquietud.
Quizá la comida fuese nutritiva, pero no resultaba muy agradable al paladar. El plato fuerte consistía en carne de buey servida en una salsa de mostaza, con una guarnición de una verdura que Trevize no reconoció, ni le gustó, pues tenía un desagradable sabor amargo y salado. Más tarde se enteró de que era una clase de alga.
Después, comieron un pedazo de fruta que sabía a manzana aunque también un poco a melocotón (en realidad, no era mala) y tomaron un brebaje caliente y oscuro, lo bastante amargo para que Trevize dejase la mitad y se preguntara si podía beber un poco de agua fresca. Las raciones eran muy pequeñas, pero, dadas las circunstancias, a Trevize no le importó.
La comida se desarrolló en privado, sin ningún criado a la vista. La ministra, personalmente, calentó y sirvió los alimentos y, después, se llevó los platos y los cubiertos.
—Espero que le haya gustado la comida —dijo ella, mientras salían del comedor.
—Mucho —respondió Trevize, sin entusiasmo.
—Volvamos —dijo Lizalor, sentándose de nuevo en el sofá —a lo que estábamos discutiendo. Dijo usted que Comporellon podía estar resentido por el liderazgo tecnológico de la Fundación y su dominio sobre la Galaxia. En cierto modo, no está equivocado, pero ese aspecto de la situación sólo interesaría a los que se encuentran metidos en política interestelar, que son relativamente pocos. Mucho más importante resulta el hecho de que el comporelliano medio está horrorizado ante la inmoralidad que impera en la Fundación. Esta inmoralidad reina en la mayoría de los mundos, pero parece más exagerada en Términus. Yo diría que el sentimiento que existe en este mundo contra Términus se debe más a ese asunto que a cuestiones abstractas.
—¿Inmoralidad? —preguntó Trevize, confuso—. Sean cuales fueren los defectos de la Fundación, tiene usted que reconocer que gobierna esta parte de la galaxia con eficacia y honradez fiscal. Los derechos civiles son respetados y…
—Consejero Trevize, me refiero a la moralidad sexual.
—En tal caso, de verdad que no la comprendo. Somos una sociedad moral por completo, sexualmente hablando. Las mujeres se hallan bien representadas en cada faceta de la vida social. Nuestro alcalde es una mujer y casi la mitad del Consejo está compuesta por…
La ministra se permitió una expresión de impaciencia.
—¿Se burla usted de mí, consejero? Sin duda conoce el significado de moralidad sexual. ¿Es o no es el matrimonio un sacramento en Términus?
—¿Qué quiere decir con lo de sacramento?
—¿Hay alguna ceremonia formal para unir a una pareja en matrimonio?
—Sí, para los que lo desean. Esa ceremonia simplifica los problemas fiscales y de herencia.
—Pero se pueden celebrar divorcios.
—Desde luego. Sería sexualmente inmoral mantener unidas a dos personas así…
—¿No existen las restricciones religiosas?.
—¿Religiosas? Hay personas que hacen filosofía partiendo de antiguos cultos; pero, ¿qué tiene esto que ver con el matrimonio?
—En Comporellon, consejero, cada aspecto del sexo está muy controlado. El acto sexual no se realiza fuera del matrimonio. E incluso dentro de éste, hay limitaciones. Nos producen una triste impresión esos mundos, y Términus en particular, donde el sexo parece considerarse un mero placer social, sin que importe gran cosa el cómo, cuándo y con quién ni los valores de la religión.
Trevize se encogió de hombros.
—Lo siento, pero yo no puedo encargarme de reformar la Galaxia ni siquiera Términus…, ¿y qué tiene eso que ver con el asunto de mi nave?
—Estoy hablando de la opinión pública en el asunto de su nave y de cómo limita aquélla mi capacidad de llegar a un compromiso. El pueblo de Comporellon se horrorizaría si descubriese que ha llevado una mujer joven y atractiva a bordo, para satisfacer su lúdico afán y el de su compañero. Si le aconsejé que aceptase una rendición pacífica en vez de un juicio público, fue en consideración a la seguridad de ustedes tres.
—Veo —dijo Trevize —que ha aprovechado usted la comida para pensar un nuevo tipo de persuasión por la amenaza. ¿Debo temer ahora un linchamiento?
—Sólo le advierto del peligro. ¿Puede usted negar que la mujer que iba con ustedes a bordo de la nave es algo más que una conveniencia sexual?
—Claro que puedo negarlo. Bliss es la compañera de mi amigo el doctor Pelorat, la única que tiene. Tal vez usted no defina su relación como matrimonial, pero creo que en la mente de Pelorat, y también en la de la mujer, existe un matrimonio entre ellos.
—¿Me está diciendo que usted no se encuentra involucrado a nivel personal?
—Claro que no —respondió Trevize—. ¿Por quién me ha tomado?
—No puedo decirlo. Desconozco su concepto de la moralidad.
—Entonces, permítame que le explique que ese concepto me impide jugar con los bienes…, o las compañías, de mi amigo.
—¿No se siente siquiera tentado?
—No puedo controlar el hecho de la tentación, pero nunca caeré en ella.
—¿Nunca? Tal vez las mujeres no le interesan.
—No piense tal cosa. Me interesan.
—¿Cuánto tiempo hace que no ha tenido relación sexual con una mujer?
—Meses. Ninguna en absoluto desde que salí de Términus.
—No debe resultarle agradable.
—Cierto que no —dijo Trevize, con sinceridad—, pero la situación es tal que no tengo elección.
—Supongo que su amigo, Pelorat, al advertir su sufrimiento, estaría dispuesto a compartir su mujer con usted.
—Yo no doy señales de sufrir, pero aun en el caso de que la diese, él no estaría dispuesto a compartir Bliss. Y creo que tampoco ella lo consentiría. No se siente atraída por mí.
—¿Lo dice porque ya ha tanteado el terreno?
—Nada de eso. He sacado esta conclusión, sin pensar que fuese necesario comprobarla. En todo caso, no le tengo mucha simpatía.
—¡Asombroso! Cualquier hombre la consideraría atractiva.
—Físicamente, es atractiva. Sin embargo, a mí no me interesa. Entre otras cosas, porque es demasiado joven, demasiado infantil en algunos aspectos.
—Entonces, ¿prefiere usted las mujeres maduras?
Trevize no contestó enseguida. ¿Sería una trampa?
—Soy lo bastante viejo para que me gusten algunas mujeres maduras —dijo después, precavidamente—. Pero, ¿qué tiene que ver esto con mi nave?
—De momento, olvídese de ella —contestó Lizalor—. Yo tengo cuarenta y seis años y soy soltera. He estado demasiado ocupada con mi trabajo para casarme.
—En tal caso, según las normas de su sociedad, usted tiene que haber observado continencia durante toda su vida. ¿Ha sido por eso que me ha preguntado cuánto tiempo hace que no he tenido relaciones sexuales? ¿Acaso pide mi consejo sobre esta cuestión? Le diré que esto no es como la comida y la bebida. La continencia resulta incómoda, pero no imposible.
La ministra sonrió y aquella expresión carnívora apareció de nuevo en sus ojos.
—No me interprete mal, Trevize. El rango tiene sus privilegios y permite la discreción. Mi continencia no es total. Sin embargo, encuentro a los hombres de Comporellon poco satisfactorios. Yo reconozco que la moralidad es un bien absoluto, pero tiende a infundir un sentimiento de culpabilidad a los varones de este mundo, de manera que se vuelven recatados, tímidos, lentos en empezar, rápidos en terminar y, en general, torpes.
—Tampoco puedo hacer nada a este respecto —adujo Trevize con prudencia.
—¿Quiere usted decir que la culpa puede ser mía? ¿Que no soy incitante?
Trevize levantó una mano.
—No he dicho eso, en absoluto.
—En tal caso, ¿cómo reaccionaría usted, si se presentase la ocasión? Usted, un hombre de un mundo inmoral, que debe de haber tenido muchas y variadas experiencias sexuales, que se halla bajo la presión de varios meses de abstinencia forzosa y con la presencia constante de una mujer joven y atractiva. ¿Cómo reaccionaría usted en presencia de alguien como yo, del tipo maduro que declara que le gusta?
—Me comportaría con el respeto y la corrección debidos a su rango y a su importancia.
—¡No sea tonto! —dijo la ministra.
Se llevó la mano al lado derecho de su cintura. La tira blanca que la ceñía se aflojó, soltándose del pecho y del cuello. El cuerpo del vestido negro quedó más holgado a simple vista.
Trevize permaneció como petrificado. ¿Era eso lo que había pretendido ella desde…, desde cuándo? ¿O se trataba de un soborno para conseguir lo que no había logrado con sus amenazas?
El cuerpo del vestido se deslizó hacia abajo y, con él, lo que sujetaba firmemente los senos. Ella siguió sentada allí, con una expresión de orgulloso desdén en su semblante, desnuda de cintura para arriba. Sus pechos eran una versión reducida de su femineidad: macizos, firmes, imponentes.
—¿Y bien? —dijo.
—¡Magnífico! —exclamó Trevize con sinceridad.
—¿Y qué piensa usted hacer?
—¿Qué ordena la moral en Comporellon, señora Lizalor?
—¿Qué le importa eso a un hombre de Términus? ¿Qué ordena su moral? Vamos, empiece. Mi pecho está frío y necesita calor.
Trevize se levantó y empezó a desnudarse.
Trevize se sentía casi como drogado, y se preguntaba cuánto tiempo había transcurrido.
Junto a él, Mitza Lizalor, ministra de Transportes, yacía tumbada de bruces, vuelta la cabeza a un lado, abierta la boca y roncando a pierna suelta. Trevize se alegró de ello. Confió en que, cuando se despertase, observara que había estado durmiendo.
Él se moría de ganas de descansar, pero sabía que era importante no hacerlo. Ella no debía despertarse y verle dormido. Tenía que darse cuenta de que, mientras había estado sumida en la inconsciencia, él había aguantado. Ella esperaría esa resistencia de un hombre inmoral, criado en la Fundación y, en aquel momento, era mejor no defraudarla.
En cierto modo, se encontraba satisfecho de su actuación. Había previsto, correctamente, que Lizalor, dados su vigor y su corpulencia, su poder político, su desdén por los comporellianos con quienes se había acostado, su mezcla de horror y fascinación por las historias (¿qué historias habría oído?, se preguntó Trevize) sobré las hazañas sexuales de los decadentes de Términus, querría que alguien la dominase. Y tal vez había esperado incluso que él lo hiciera, sin ser capaz de expresar su deseos y sin esperanzas.
Él había actuado en esta creencia y, por fortuna, no se había equivocado. Trevize, el hombre que estaba siempre en lo cierto, rió para sus adentros) Había complacido a la mujer, y dirigiendo, al mismo tiempo las acciones de manera que tendiesen a agotarla a ella, dejándole a él relativamente descansado.
No había sido fácil. Mitza tenía un cuerpo maravilloso (cuarenta y seis años según ella, pero una atleta de veinticinco no se habría avergonzado de tener un cuerpo como el suyo) y una energía enorme, superada solo por el imprudente brío con que la había derrochado.
Ciertamente, si fuese capaz de amansarla y enseñarle moderación; si la práctica (¿sobreviviría él mismo a esa práctica?) mejorase el sentido de la mujer de sus propias capacidades y, sobre todo, de las de él, podría ser agradable que…
Los ronquidos cesaron de pronto y ella se movió. Trevize apoyó una mano sobre el hombro femenino que tenía más cerca y le dio unas ligeras palmaditas. Ella abrió los ojos. Trevize estaba apoyado sobre un codo y se esforzó en parecer descansado y lleno de vida.
—Me alegro de que hayas descansado —dijo—. Lo necesitabas.