—Entonces, ¿por qué estás con nosotros?
—Porque puede llegar un momento en que tu vida corra peligro, y yo debo protegerla a toda costa, incluso a costa de la de Pel o de la mía. Tu vida no estuvo en peligro en la estación de entrada. Tampoco ahora. Tú debes resolver esta situación, al menos hasta que Gaia calcule las consecuencias de alguna clase de acción y decida tomarla.
—Si es así —dijo Trevize después de un momento de reflexión—, tendré que intentar algo. Y puede que no funcione.
La puerta se abrió tan silenciosamente como se había cerrado.
—Salgan —dijo el guardia.
—¿Qué vas a hacer, Golan? —murmuró Pelorat mientras salían.
Trevize sacudió la cabeza.
—No lo sé. Tendré que improvisar.
La ministra Lizalor seguía ante su mesa cuando ellos volvieron al despacho. Al verles entrar, una fría sonrisa se pintó en su semblante.
—Espero, consejero Trevize, que haya vuelto para comunicarme que entregará esa nave de la Fundación.
—He vuelto, ministra —respondió Trevize serenamente —para discutir las condiciones.
—No hay condiciones a discutir, consejero. Si usted insiste en un juicio, éste puede prepararse rápidamente y celebrarse con más rapidez aún. Aunque se trate de un juicio justo, puedo asegurarle que serán condenados, ya que el delito de introducir aquí una persona indocumentada es evidente e indiscutible. Después, tendremos perfecto derecho a secuestrar la nave y ustedes tres deberán cumplir graves penas. No nos obligue a infligírselas, sólo por demorar nuestra acción un día.
—Sin embargo, hay términos que discutir, porque, por muy rápido que se nos juzgue y condene, ministra, ustedes no podrán apoderarse de la nave sin mi consentimiento. Cualquier intento que hagan para entrar en ella por la fuerza, significará su destrucción, así como la del puerto espacial y la de todas las personas que se encuentren en él. Lo cual enfurecería a la Fundación, por lo que usted no se atreverá a hacerlo. Amenazarnos o maltratarnos para obligarme a abrir la nave es, sin duda alguna, contrario a su ley, y si quebrantan ésta y nos someten a torturas, o incluso a un período de cruel y desacostumbrado encarcelamiento, la Fundación se enterará de ello y se enfurecerá todavía más, Por mucho que ellos quieran tener la nave, no tolerarán que se siente un precedente que permitiría maltratar a cualquier ciudadano de la Fundación. ¿Hablamos de condiciones?
—Todo eso son tonterías —repuso, burlona, la ministra—. Si es necesario, llamaremos a la Fundación. Ellos sabrán cómo se abre su propia nave o le obligarán a usted a abrirla.
—No me ha dado mi tratamiento, ministra —dijo Trevize—, pero sufre un trastorno emocional y puedo perdonárselo. Sabe que lo último que usted haría sería llamar a la Fundación, ya que no tiene intención de entregarles la nave.
La sonrisa se desvaneció del semblante de la ministra.
—¿Qué insensatez está diciendo, consejero?
—Una insensatez, ministra, que tal vez sería mejor que otros no oyesen. Deje que mi amigo y la joven vayan a una cómoda habitación de hotel y tengan el descanso que tanto necesitan, y diga también a sus guardias que salgan. Pueden esperar detrás de la puerta y dejarle una de sus armas. Usted es toda una mujer y, con un arma en la mano, nada tiene que temer de mí. Yo no llevo ninguna.
La ministra se inclinó sobre la mesa.
—Nada tengo que temer de usted, en ningún caso.
Sin mirar atrás, hizo una seña a uno de los guardias, el cual se acercó al momento y se detuvo a su lado, haciendo entrechocar los tacones.
—Guardia, lleve a ese y a esa a la Suite 5. Tienen que permanecer allí, cómodamente y bien vigilados. Le hago responsable de cualquier mal trato que reciban, así como de cualquier fallo en las medidas de seguridad.
Se puso en pie y, a pesar de su determinación de no dejarse intimidar, Trevize vaciló un poco. Era alta, al menos tan alta como él mismo, con un metro ochenta y cinco, y quizás uno o dos centímetros más. Tenía estrecha la cintura, y los galones blancos que cruzaban su pecho continuaban alrededor del talle, haciendo que éste pareciese más estrecho aún. Había una gracia imponente en toda ella, y Trevize pensó con tristeza que su declaración de que nada tenía que temer de él era muy correcta. En un combate de lucha libre, pensó, le costaría poco ponerle de espaldas sobre la lona.
—Venga conmigo, consejero —pidió ella—. Si va a decir tonterías, cuantos menos las oigan, será mejor para su seguridad.
Echó a andar a paso vivo y Trevize la siguió, sintiéndose como sumido en su gran sombra, sensación que nunca había experimentado con ninguna otra mujer.
Entraron en un ascensor y mientras la puerta se cerraba tras ellos, la ministra dijo:
—Ahora estamos solos, consejero, y si se ha hecho la ilusión de que puede obligarme por la fuerza a realizar algo que lleva entre ceja y ceja, por favor, olvídelo. —El sonsonete de su voz se hizo más pronunciado al añadir, en tono claramente divertido—: Parece usted un ejemplar bastante vigoroso, pero le aseguro que nada me costaría romperle un brazo…, o la espalda, si fuese preciso. Llevo un arma, pero no tendría necesidad de utilizarla.
Trevize se rascó una mejilla y resiguió con la mirada el cuerpo de la mujer, de abajo a arriba.
—Ministra, puedo luchar con cualquier hombre de mi peso, pero ya he decidido eludir todo combate contra usted. Cuando alguien me supera, sé reconocerlo.
—Bien —dijo ella, y pareció complacida.
—¿Adónde vamos, ministra? —preguntó Trevize.
—¡Abajo! Muy abajo. Pero no se alarme. Supongo que en los hiperdramas esto sería un acto preliminar de su encierro en una mazmorra; pero en Comporellon no tenemos mazmorras, sólo prisiones normales. Vamos a mi apartamento particular; no es tan romántico como una mazmorra de los malos y viejos tiempos del Imperio, pero sí mucho más cómodo.
Cuando el ascensor se detuvo y salieron de él, Trevize calculó que debían encontrarse a cincuenta metros al menos por debajo de la superficie del planeta.
Trevize contempló el apartamento con visible sorpresa.
—¿Le desagrada mi vivienda, consejero? —preguntó la ministra fríamente.
—No, no hay motivo para ello, ministra. Sólo estoy sorprendido. Resulta algo inesperado para mí. La impresión que tenía de su mundo, por lo poco que había visto desde mi llegada, era de severidad, evitando todo lujo superfluo.
—Y está en lo cierto, consejero. Nuestros recursos son limitados y nuestra vida tiene que ser tan dura como nuestro clima.
—Pero esto, ministra —y Trevize extendió ambas manos como para abarcar la habitación donde, por primera vez en aquel mundo, veía color; los divanes tenían almohadones; la luz de las paredes iluminadas era suave, y el suelo aparecía alfombrado de manera que no se oían las pisadas—, esto es, sin duda alguna, lujoso.
—Como usted ha dicho, consejero, nosotros rechazamos el lujo inútil, ostentoso, excesivamente costoso. Éste, sin embargo, es un lujo peculiar, que resulta útil. Yo trabajo de firme y tengo muchas responsabilidades. Necesito un lugar donde pueda olvidar, de manera temporal, las dificultades de mi cargo.
—¿Y todos los comporellianos viven así cuando los otros no los ven, ministra?
—Depende del grado de trabajo y de responsabilidad. Son pocos los que pueden permitírselo, o se lo merecen, o lo desean, al aplicarse nuestro código moral.
—Usted, ministra, puede permitírselo…, se lo merece…, y…, ¿lo desea?
—El rango comporta privilegios, además de deberes —dijo la ministra—. Y ahora, siéntese, consejero, y hábleme de sus locuras.
Se arrellanó en el diván, que cedió bajo su peso, e indicó a Trevize un sillón, igualmente blando, delante de ella y a poca distancia.
Trevize se sentó.
—¿Locuras, ministra?
Ella se relajó visiblemente, apoyando el codo derecho sobre un cojín.
—En una conversación privada no hace falta observar las normas estrictas de la cortesía. Puede usted llamarme Lizalor. Yo le llamaré Trevize. Dígame lo que piensa, Trevize, y lo estudiaremos.
Él cruzó las piernas y se retrepó en su sillón.
—Usted, Lizalor, me dio a elegir entre entregarle voluntariamente la nave o someterme a un juicio formal. En ambos casos, usted terminaría haciéndose con la nave. Sin embargo, se ha desviado de su camino para persuadirme de que elija la primera alternativa. Está dispuesta a proporcionarme otra nave en sustitución de la mía, para que mis amigos y yo podamos ir adonde queramos. Incluso podríamos quedarnos en Comporellon y solicitar la ciudadanía, si lo prefiriésemos. Además, y aunque esto es de menor importancia, me concedió quince minutos para consultar con mis amigos, y me ha traído a su apartamento privado, mientras ellos disfrutan, según presumo, de cómodas habitaciones. En una palabra, usted está intentando sobornarme, Lizalor, para que le entregue la nave sin necesidad de celebrar un juicio.
—Vamos, Trevize, ¿me cree incapaz de tener impulsos humanos?
—Si.
—¿O de pensar que una entrega voluntaria sería más rápida y conveniente que un juicio?
—¡Si! Supongo que se trata de otra cosa.
—¿Y es?
—El juicio tiene un grave inconveniente: es público. Usted se ha referido varias veces al riguroso sistema legal de este planeta, y sospecho que seria difícil celebrar un inicio sin la debida constancia. Si es así, la Fundación se enteraría de ello y usted tendría que entregar la nave en cuanto terminasen de juzgarnos.
—Desde luego —admitió Lizalor, con semblante inexpresivo—, la Fundación es dueña de la nave.
—En cambio —dijo Trevize—, un acuerdo privado conmigo no necesitaría constar de manera oficial. Usted tendría la nave y, dado que la Fundación no se enteraría, pues ni siquiera sabe que nosotros nos encontramos aquí, Comporellon podría quedársela. Estoy seguro de que eso es lo que usted pretende.
—¿Por qué habríamos de hacerlo? —preguntó mientras su rostro permanecía inexpresivo—. ¿Acaso no formamos parte de la Confederación de la Fundación?
—No del todo. Su condición es la de Potencia Asociada. En todos los mapas galácticos en que los mundos que son miembros de la Federación aparecen en rojo, Comporellon y sus mundos dependientes están representados en rosa pálido.
—Aun así, como Potencia Asociada, es indudable que cooperaríamos con la Fundación.
—¿Lo harían? ¿No estará soñando Comporellon en la independencia total o incluso en el liderazgo? Ustedes son un mundo viejo. Casi todos los mundos pretenden tener más años de los verdaderos, pero Comporellon los tiene realmente.
La ministra Lizalor se permitió ahora esbozar una fría sonrisa.
—Es el más viejo de todos, si hemos de creer a algunos de nuestros entusiastas.
—¿No pudo haber un tiempo en que Comporellon fue ciertamente el líder de un pequeño grupo de mundos? ¿Y no podría ocurrir que soñase con recuperar la perdida posición de poder?
—¿Cree usted que nuestros sueños los llena un objetivo tan imposible? Antes de conocer sus pensamientos, dije que eran una locura, y, ahora que los conozco, veo que no me equivocaba.
—Puede haber sueños imposibles y, sin embargo, seguir soñando con ellos. Términus, que está situado en el borde de la Galaxia y cuya Historia de cinco siglos es más corta que la de cualquier otro mundo, gobierna virtualmente toda la Galaxia. ¿Por qué no habría de hacerlo Comporellon? —dijo Trevize, sonriendo.
Lizalor permaneció grave.
—Según tenemos entendido, Términus alcanzó aquella posición gracias al «Plan» de Hari Seldon.
—Esa es la palanca psicológica de su superioridad, y tal vez se mantenga sólo mientras la gente lo crea. Es posible que el Gobierno comporelliano no sea lo mismo. Aun así, Términus goza también de una fuerza tecnológica. La hegemonía de Términus sobre la Galaxia se apoya en su avanzada tecnología, de la cual es ejemplo la nave gravítica que ustedes están tan ansiosos de poseer. Ningún mundo, salvo Términus, dispone de naves gravíticas. Si Comporellon pudiese tener una y aprender su funcionamiento con detalle, daría un gigantesco paso tecnológico hacia delante. Yo no creo que eso bastase para quitarle el liderazgo a Términus; pero es posible que su gobierno si lo crea.
—¿No puede usted hablar en serio? —preguntó Lizalor—. Cualquier gobierno que retuviese la nave contra la voluntad de la Fundación se expondría sin duda, a las iras de ésta, y la Historia demuestra que la cólera de la Fundación puede ser terrible.
—Pero la Fundación —dijo Trevize —sólo se encolerizaría si hubiese algo capaz de despertar su ira.
—En ese caso, Trevize, suponiendo que su análisis de la situación no fuese una locura, ¿no le convendría entregarnos la nave y hacer un buen negocio? Le pagaríamos bien si pudiésemos conseguirla reservadamente, siempre que su argumentación se ajustase a la verdad.
—¿Confiarían ustedes en que no informaría a la Fundación?
—Desde luego. Ya que debería informar de su participación en el negocio también.
—Podría alegar que había actuado bajo coacción.
—Sí. A menos que su sentido común le dijese que su alcaldesa nunca lo creería. Vamos, hagamos un trato.
Trevize sacudió la cabeza.
—No lo haré, Mrs. Lizalor. La nave es mía y debe seguir siéndolo. Como ya le he dicho, estallará con extraordinaria potencia si intentan forzar la entrada. Le aseguro que le digo la verdad. No piense que se trata de un farol.
—Usted podría abrirla y dar nuevas instrucciones al ordenador.
—Sin duda alguna, pero no lo haré.
Lizalor lanzó un profundo suspiro.
—Sabe que podríamos obligarle a cambiar de idea, no por lo que le hiciésemos a usted, sino a su amigo, el doctor Pelorat o a aquella joven.
—¿Torturas, ministra? ¿Es ésta su ley?
—No, consejero. No tendríamos que recurrir a semejante brutalidad. Siempre existe la Sonda Psíquica.
Por primera vez desde que había entrado en el apartamento de la ministra, Trevize sintió un escalofrío.
—Tampoco pueden hacer eso. El empleo de la Sonda Psíquica está prohibido, salvo para fines médicos, en toda la Galaxia.
—Pero es un caso desesperado…
—Estoy dispuesto a arriesgarme a ello —respondió serenamente Trevize—, porque no les serviría de nada. Mi resolución de retener mi nave es tan profunda que la Sonda Psíquica destruiría mi mente antes de que yo se la entregase.
«Esto sí que es un farol», pensó, y el escalofrío se hizo más fuerte.