—Está bien, pero me es imposible permanecer mucho más tiempo a bordo, o me interrogarían al respecto.
—Seremos breves.
En la cabina-piloto, Trevize cerró la puerta herméticamente.
—He estado en muchos lugares, Mr. Kendray —explicó en voz baja—, pero en ninguno de ellos he visto que las normas de inmigración fuesen aplicadas con tanto rigor, en particular tratándose de personas y de funcionarios de la Fundación.
—Pero la joven no es de la Fundación.
—Aun así.
—Estas situaciones se presentan a veces. Hemos tenido algunos escándalos y ahora, precisamente, somos mucho más rigurosos. Si hubiesen venido ustedes el año próximo, no habrían tenido ninguna dificultad para entrar; sin embargo, en este momento, nada puedo hacer.
—Escuche, Mr. Kendray —dijo Trevize, suavizando el tono de su voz—. Voy a ponerme en sus manos y a serle franco, hablándole de hombre a hombre. Pelorat y yo estamos juntos en esta misión desde hace tiempo. Él y yo. Sólo él y yo. Somos muy buenos amigos, pero nos sentimos solos, usted ya me entiende. Hace poco tiempo, Pelorat conoció a esa damita. No tengo que decirle lo que ocurrió, pero decidimos traerla con nosotros. Hacer uso de ella de vez en cuando es bueno para nuestra salud.
»Pero el caso es que Pelorat está comprometido en Términus. Yo no tengo problemas, compréndalo, pero él es un hombre mayor y ha llegado a esa edad en que… uno empieza a desesperarse. Necesita recobrar la juventud…, o algo que se le parezca. Se siente incapaz de abandonar a esa joven. Pero si esto llegase a saberse de manera oficial, el viejo Pelorat se vería en un mar de tribulaciones cuando volviese a Términus.
»No hay nada malo en esto, compréndalo. Miss Bliss, como se hace llamar (y es un buen nombre habida cuenta de su profesión) (Bliss = deleite, felicidad. [N, del T.]), no goza de gran inteligencia, ésa es la verdad, y nosotros no la queremos para eso precisamente. ¿Por qué hay que mencionarla? ¿No puede usted consignar mi nombre y el de Pelorat como únicos viajeros en la nave? Cuando salimos de Términus, sólo figuramos los dos en la lista. No hace falta que aparezca oficialmente el de la mujer. A fin de cuentas, está muy sana. Usted mismo acaba de comprobarlo.
Kendray hizo una mueca.
—De verdad que quisiera complacerle, señor. Me hago cargo de su situación y simpatizo con ustedes. Escuche, si se imagina que hacer un turno de varios meses seguidos en esta estación es divertido, desengáñese. Ni siquiera resulta instructivo; no en Comporellon. —Sacudió la cabeza—. También yo tengo una esposa, y por eso comprendo su caso. Pero, mire usted, aunque yo les dejase pasar, en cuanto se descubriese que la…, esa señora no tiene documentación, la encerrarían en la cárcel usted y Mr. Pelorat se verían comprometidos en un escándalo que acabaría sabiéndose en Términus, y yo perdería mi empleo, con toda seguridad.
—Mr. Kendray —dijo Trevize—, puede confiar en mi. En cuanto esté en Comporellon, me hallaré completamente a salvo. Hablaré de mi misión a las personas adecuadas y los problemas se habrán acabado. Asumiré toda la responsabilidad de lo sucedido aquí, si es que llega a saberse…, lo cual me parece muy improbable. Más aún, le recomendaré a usted para un ascenso, y lo obtendrá, porque yo cuidaré de que Términus influya sobre aquellos que vacilen. Y podremos dar una oportunidad a Pelorat.
—Está bien —repuso Kendray tras algo de vacilación—. Les dejaré pasar, pero le advierto una cosa. Desde este momento buscaré la manera de salvarme de la quema si el asunto es descubierto. No haré nada para salvarles a ustedes. Yo sé cómo funciona todo en Comporellon, y ustedes lo desconocen, y Comporellon no es un mundo fácil para aquellos que se pasan de la raya.
—Gracias, Mr. Kendray —dijo Trevize—. No habrá ningún contratiempo. Se lo aseguro.
Habían pasado. La estación de entrada se había reducido a una estrella que menguaba rápidamente detrás, y al cabo de un par de horas se encontrarían cruzando la capa de nubes.
Una nave gravítica no tenía que frenar para descender en espiral, pero tampoco podía hacerlo con demasiada rapidez. El hecho de no hallarse sujeta a la gravedad no la libraba de la resistencia del aire.
Podía realizar el descenso en línea recta, aunque con precaución; no debía bajar demasiado aprisa.
—¿Adónde vamos? —preguntó Pelorat, con aire confuso—. No puedo distinguir nada entre esas nubes, viejo amigo.
—Tampoco yo —dijo Trevize—, pero tenemos un mapa hológrafo oficial de Comporellon, que reproduce la forma de las masas de tierra y un relieve exagerado, tanto para las alturas como para las profundidades oceánicas…, y también las subdivisiones políticas. El mapa está en el ordenador y éste hará el trabajo. Igualará el dibujo tierra-mar con el mapa y, de ese modo, orientará la nave como es debido, y ésta nos llevará a la capital por una ruta cicloidal.
—Si vamos a la capital —dijo Pelorat—, nos sumiremos inmediatamente en el vórtice político. Y si ese mundo es contrario a la Fundación, como ese tipo de la estación de entrada dio a entender, nos veremos en apuros.
—Pero, por otra parte, tiene que ser el centro intelectual del planeta, y es precisamente allí donde encontraremos la información que buscamos. En cuanto a ser contrarios a la Fundación, dudo que puedan manifestarlo abiertamente. Quizá la alcaldesa no simpatice conmigo, pero tampoco puede permitir que se maltrate a un consejero. No querrá establecer tal precedente.
Bliss había salido del lavabo, las manos húmedas todavía después de haberse lavado la ropa, y ajustándose las prendas interiores sin el menor signo de preocupación.
—A propósito, supongo que los excrementos serán debidamente reciclados.
—A la fuerza —dijo Trevize—. ¿Cuánto tiempo piensas que duraría nuestra provisión de agua si no se reciclasen los excrementos? ¿Con qué crees que se elaboran esos sabrosos pastelitos esponjosos que comemos para alegrar nuestros alimentos congelados? Espero que esto no te quite el apetito, mi eficiente Bliss.
—¿Por qué habría de hacerlo? ¿De dónde crees que proceden la comida y el agua en Gaia, o en este planeta, o en Términus?
—En Gaia —dijo Trevize—, los excrementos son, por supuesto, tan vivos como tú.
—Vivos, no. Conscientes. Ahí estriba la diferencia. Desde luego, su nivel de conciencia es muy bajo.
Trevize resopló con aire desdeñoso, pero se abstuvo de replicar.
—Iré a la cabina-piloto —dijo —para hacerle compañía al ordenador. Y no es que me necesite.
—¿Podemos entrar y ayudarte a hacerle compañía? —pidió Pelorat—. No puedo acostumbrarme al hecho de que pueda bajarnos por sí solo; o de que perciba otras naves, o tormentas o… lo que sea.
Trevize sonrió ampliamente.
—Pues vete acostumbrando, por favor. La nave está mucho más segura bajo el control del ordenador que lo estaría bajo el mío. Pero entrad. Os gustará ver lo que ocurre.
Ahora se encontraban sobre la mitad soleada del planeta, pues, según Trevize explicó, el mapa del ordenador podía adaptarse mejor a la realidad con luz de sol que en la oscuridad.
—Esto resulta evidente —dijo Pelorat.
—Pues no lo es tanto. El ordenador puede juzgar con la misma rapidez con la luz infrarroja que irradia la superficie incluso en la oscuridad. Sin embargo, las ondas infrarrojas, que son más largas, no permiten que el ordenador actúe con la misma resolución que lo haría con la luz visible. Dicho de otra manera, el ordenador no ve con tanta claridad y exactitud con los rayos infrarrojos, y yo, siempre que la necesidad no me lo impide, prefiero facilitarle las cosas al máximo.
—¿Y si la capital se encuentra en el lado oscuro?
—Hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que sea así —dijo Trevize—, pero si está en ese lado, una vez haya sido comprobado el mapa a la luz del día, podremos bajar a la capital con la misma seguridad, aunque allí sea de noche. Y mucho antes de que nos acerquemos a ella, interceptaremos rayos de microondas y recibiremos mensajes que nos dirigirán al puerto espacial más conveniente. No existe ningún motivo de preocupación.
—¿Estás seguro? —preguntó Bliss—. Me estás llevando allá abajo indocumentada, sin que nadie de aquí conozca mi mundo natal, y, en cualquier caso, no puedo ni quiero mencionarles Gaia. ¿Qué haremos, si me piden la documentación cuando estemos en la superficie?
—No es probable que esto ocurra —dijo Trevize—. Todos presumirán que se han cuidado de eso en la estación de entrada.
—Pero, ¿y si me la piden?
—Entonces, cuando llegue el momento, trataremos de solventar el problema. Mientras tanto, no creemos problemas en el aire.
—Pero si surge alguno, quizá sea demasiado tarde para resolverlo.
—Confiaré en mi ingenio para hacer que eso no ocurra.
—A propósito de ingenio, ¿cómo te las arreglaste para que nos dejasen pasar en la estación de entrada?
Trevize miró a Bliss y sus labios se dilataron en una sonrisa que le dio todo el aspecto de un pícaro adolescente.
—Sólo ejercitando el cerebro un poco.
—¿Qué hiciste, viejo? —se interesó Pelorat.
—Apelar a él de la manera más correcta —dijo Trevize—. Había probado la amenaza y el soborno sutil. Había apelado a su lógica y a su fidelidad a la Fundación. Nada de esto me dio resultado, y eché mano del último recurso. Le dije que estabas engañando a tu esposa, Pelorat.
—¿A mi esposa? Pero, querido amigo, yo no tengo esposa en este momento.
—Eso lo sé yo, pero él no.
—Supongo —dijo Bliss —que por «esposa» entendéis una mujer que es compañera regular de un hombre en particular.
—Un poco más que esto, Bliss —dijo Trevize—. Nos referimos a una compañera legal, que tiene ciertos derechos como consecuencia de esa relación.
—Bliss, yo no tengo esposa —intervino Pelorat nervioso—. Tuve una, en el pasado, pero hace mucho tiempo que no tengo ninguna. Si quieres someterte al ritual legal.
—¡oh, Pel! —dijo Bliss, haciendo un ademán de rechazo con la mano derecha—, ¿qué me importa eso a mí? Tengo numerosos compañeros cuya relación conmigo es comparable a la de uno de tus brazos con el otro. Sólo los Aislados se sienten tan alienados que deben valerse de convencionalismos artificiales para conseguir algo que logre sustituir, en parte, al verdadero compañerismo.
—Es que yo soy un Aislado, querida Bliss.
—Lo serás menos con el tiempo, Pel. Tal vez nunca seas Gaia realmente, pero sí menos aislado y tendrás muchas compañeras.
—Sólo te quiero a ti —dijo Pel.
—Porque no sabes nada de este asunto. Ya aprenderás.
Mientras duraba la conversación, Trevize observaba atentamente la pantalla y una expresión de forzada tolerancia aparecía en su semblante. La capa de nubes se había acercado y, durante un momento, todo fue una niebla gris.
«Necesito la visión de microondas», pensó. El ordenador pasó, de pronto, a la detección de ecos de radar. Las nubes desaparecieron y apareció la superficie de Comporellon en colores falsos, un poco borrosos y oscilantes los límites entre sectores de diferente composición.
—¿Parecerá siempre así de ahora en adelante? —preguntó Bliss, un poco asombrada.
—Sólo hasta que pasemos debajo de las nubes. Entonces, volveremos a ver la luz del sol.
Casi no había acabado de decirlo, cuando la visibilidad volvió a la normalidad.
—Comprendo —dijo Bliss. Después, volviéndose hacia él, prosiguió—: Lo que no entiendo es por qué le importaba tanto al oficial de la estación de entrada que Pel engañase o dejase de engañar a su esposa.
—Le dije que si te retenía, la noticia podía llegar a Términus y, por consiguiente, a oídos de la esposa de Pelorat, y que entonces, éste se hallaría en dificultades. No concreté qué clase de dificultades, pero procuré dar la impresión de que serían graves. Entre los varones existe una especie de masonería —aclaró Trevize, sonriendo—, y un hombre no traiciona nunca a otro; incluso le ayuda en caso necesario. Supongo que todo obedece a que los papeles pueden invertirse en otra ocasión. Presumo —añadió, más seriamente —que existe una masonería parecida entre las mujeres, aunque, como no soy mujer, nunca he tenido ocasión de observarlo de cerca.
—¿Hablas en broma? —preguntó Bliss, nublándose de —pronto su semblante.
—No, lo digo en serio —respondió Trevize—. Con ello no quiero decir que el tal Kendray nos haya dejado pasar sólo para ayudar a Janov a no indisponernos con su esposa. Puede que la masonería masculina haya servido para reforzar mis otros argumentos.
—Pero eso es horrible. Son las normas las que mantienen unida una sociedad en un todo. ¿Se pueden violar sin más, por razones triviales?
—Bueno —dijo Trevize, pasando a la defensiva—, algunas normas son triviales en sí mismas. Pocos mundos se muestran muy rigurosos en lo tocante a los viajeros que entran y salen de su espacio en tiempo de paz y de prosperidad comercial, como el que tenemos ahora gracias a la Fundación. Pero, por alguna razón, no ocurre así en Comporellon; tal vez debido a alguna cuestión oscura de política interior. ¿Por qué tendríamos que sufrir nosotros las consecuencias?
—Eso no viene al caso. Si sólo cumplimos las reglas que suponemos justas y razonables, ninguna de ellas podrá sostenerse, pues siempre habrá alguien que la considerará injusta e ilógica. Y si queremos favorecer nuestros intereses individuales, tal como los vemos, encontraremos alguna razón para creer que la norma que nos molesta no es justa ni razonable. Así, lo que empieza como una jugarreta astuta conduce a la anarquía y al caos, incluso para el autor de aquélla, ya que tampoco él podrá sobrevivir al derrumbamiento de la sociedad.
—Eso no ocurrirá tan fácilmente —dijo Trevize—. Tú hablas como Gaia, y Gaia no puede comprender la asociación de individuos libres. Las normas, establecidas con razón y con justicia, pueden dejar de ser útiles al cambiar las circunstancias, pero al permitir que continúen vigentes por la fuerza de la inercia, entonces, no sólo es justo, sino también útil, quebrantar aquellas que nos anuncian el hecho de que son inútiles, o incluso realmente perjudiciales.
—En ese caso, cualquier ladrón o asesino podría afirmar que está sirviendo a la Humanidad.
—Exageras. En el superorganismo de Gaia, existe un consenso automático sobre las normas de la sociedad, y a nadie se le ocurre quebrantarlas. En este sentido, podríamos decir que Gaia vegeta y se fosiliza.