Authors: Ed Greenwood
A su orden, una bola de cristal se hizo visible en las escaleras, danzó lateralmente en el aire como un murciélago a la caza y avanzó a toda velocidad hasta quedar rotando en el aire ante él. Manshoon lo cogió y escrutó en sus profundidades, donde una luz se encendía y crecía.
Permaneció en silencio por unos instantes, y su bien parecido rostro se volvió tan frío y duro como el acero mientras veía algo que los demás nobles sólo podían imaginar. Luego soltó la bola, que comenzó a girar muy despacio, dijo en voz baja
«Alvathair»
y la observó desaparecer por donde había venido. Su boca estaba fuertemente apretada.
Entonces se volvió hacia todos ellos.
—Señores —dijo secamente—, esta reunión ha terminado. Por vuestra seguridad, salid de inmediato.
Torció un dedo y una banda de gárgolas con horribles sonrisas, que hasta entonces habían descansado inmóviles sobre contrafuertes de piedra por encima de sus cabezas, flexionaron sus alas de color gris pizarra. Los altos cargos del castillo de Zhentil se pusieron en pie al instante, cogieron sus capas, espadas y sombreros emplumados y se apresuraron hacia la salida con cómica precipitación. Un paciente golem cerró la puerta que ellos habían dejado abierta.
Manshoon entonces habló a las gárgolas en una áspera y graznante lengua, y ellas comenzaron a planear alrededor de la torre con sus correosas alas, vigilando en un silencio aterrador la llegada de posibles intrusos. Su señor permaneció de pie en medio del oscuro salón. Las velas se consumieron y apagaron. Apenas se habían convertido éstas en humo acre cuando él habló de nuevo y, a sus palabras, un golem de piedra tan alto como seis hombres caminó a pesadas zancadas hacia él desde una esquina del salón. Esperó allí en la oscuridad para recibir a cualquier visitante lo bastante desaprensivo para entrar en su ausencia sin ser anunciado. Manshoon miró a su alrededor y después echó a correr escaleras arriba en la oscuridad. Su desgarrado grito de rabia y desconsuelo por la pérdida resonó escaleras abajo detrás de él:
—¡Shadowsil!
Cuando salió al aire helado de la cima de la Torre Alta, pronunció cierta palabra. De pronto, hubo un temblor y parte de la torre se movió debajo de él. Un gran saliente de piedra se desplazó y se encorvó. Inmensas alas se abrieron sobre el patio de la torre y los minaretes de las murallas. Un gran cuello se arqueó desde éstas y unos ojos trémulos miraron a Manshoon con ansia y apremiante interés, y con miedo.
La enorme masa ascendió la pared de la torre cogiéndose con sus garras. Una piedra se desprendió en alguna parte y cayó con estruendo hasta perderse de vista. Entonces las alas batieron con un ritmo perezoso que resonó contra los tejados de la ciudad. Asustados rostros aparecieron en las ventanas de los pináculos de los templos y de las torres de los nobles, y volvieron a desaparecer a toda prisa. Manshoon sonreía sin alegría a la vista de aquello mientras miraba con rostro inexpresivo al enorme dragón negro que había liberado, que le devolvió la mirada con ojos fríos.
Pocos hombres, de hecho, pueden mantener su cordura y su voluntad frente a la terrible mirada de un dragón. El monstruo lo miraba como alguien de inmensa edad, conocimiento y humor. Manshoon simplemente sonrió y sostuvo su mirada. El miedo aumentó en los ojos del dragón. Entonces, Manshoon susurró en la lengua de los dragones negros:
—Arriba, Orlgaun. Te necesito.
El gran cuello se arqueó por encima del parapeto para que él pudiera montarlo. Con un gran salto y agitación de alas, el dragón negro se elevó por las alturas alejándose de la ciudad de fría piedra y espadas alertas. Manshoon iba a destruir con su fuego y su furia al que había matado a su amada. Muchos lo han hecho antes, y en otros mundos distintos de Faerun, y lo seguirán haciendo en días venideros.
El mayor problema con la mayoría de los magos es que piensan que pueden cambiar el mundo. El mayor error que cometen los dioses es dejar a muchos de ellos salirse con la suya.
Nelve Harssad de Tsurlagol
Mis Viajes por el Mar de las Estrellas Caídas
Año de la Espada y las Estrellas
—Me pregunto —dijo pausadamente Torm mientras las monedas de oro y plata tintineaban a través de sus dedos— cuánto tiempo habrá estado este dragón de hueso amasando toda esta fortuna —y echó una mirada por encima de aquel resplandeciente mar de metal precioso.
—Pregunta a Elminster —dijo Rathan—. Es probable que él recuerde el día en que llegó Rauglothgor, qué —o a quiénes— comía y todo lo que quieras saber.
El clérigo estaba examinando metódicamente puñados de monedas, seleccionando sólo las piezas de platino y añadiéndolas a una ya bien abultada bolsa. Cerca de ellos, Merith removía con cuidado las monedas con su pie, en busca de algún tesoro más inusitado que anduviera perdido entre el dinero.
—¿Para esto hemos de pasar por tanta sangre y tantas batallas? —dijo Jhessail acercándose hasta él con sus manos repletas de gemas chispeantes.
—Sí. Deprimente, ¿no? —respondió Lanseril desde donde se arrodillaba junto a Shandril en compañía de Narm. La que un día fuera ladrona de la Compañía de la Lanza Luminosa yacía blanca e inmóvil, tal como si estuviese muerta. Elminster chupó su pipa pensativamente mientras la miraba, de pie al otro lado de ella, pero no dijo nada.
Lanseril dio un pequeño empujón a Narm:
—Ya basta de darle vueltas a la cabeza, mago. Levántate y coge algunas gemas y monedas de platino, o algo así, mientras aún están ahí para cogerlas. —Y, ante la oscura mirada de Narm, añadió con un tono más suave—: Vamos, nosotros la vigilaremos, no tengas miedo. Necesitarás el oro, ¿sabes?, si planeas aprender el suficiente arte para que los dos podáis libraros de tantos enemigos como os habéis hecho en estos días pasados.
Narm lo miró con una expresión de duda y los ojos de ambos se encontraron por unos instantes. El joven asintió con un lento movimiento de cabeza:
—Puede que tengas razón. Pero... Shandril... —y miró con desconsuelo a su compañera.
El druida le puso una mano cálida en el brazo.
—Sé que es duro. Sin embargo, lo mejor que puedes hacer por ella, y por ti mismo, es levantarte y proseguir tus tareas. Los designios de los dioses y de los hombres se realizan incluso mientras uno duerme, como dice el proverbio. Nada puedes hacer por Shandril ahí sentado. Ve, muchacho, y juega entre las monedas. No creas que vas a volver a ver tantas como aquí antes de que mueras. —Lanseril lo empujó una vez más—. Yo calentaré tu sitio, aquí junto a su hombro. Prometo llamarte si se despierta y quiere besar a alguien, o algo parecido —y sonrió ante la expresión de Narm—. Vamos.
Narm enderezó penosamente sus entumecidas piernas y miró una última vez a Shandril. Después intercambió rápidas miradas con Lanseril y Elminster, asintió en silencio con la cabeza y se apresuró a seguir el consejo.
Lanseril suspiró:
—Estos mozalbetes..., su amor es tan ardiente... —y miró bruscamente hacia arriba en cuanto se dio cuenta de que Elminster lo estaba mirando con una amplia sonrisa.
—Sí, desde luego, viejo —respondió con aire grave el mago apoyándose en su cayado.
Los dos amigos se miraron el uno al otro durante un momento de silencio y enseguida comenzaron a hablar al unísono, el druida que aún no había visto treinta inviernos y el mago que había visto pasar unos quinientos.
—Bien, cuando llegues a tener mi edad... —empezaron a coro citando el viejo dicho, y estallaron en carcajadas.
En torno a ellos, los caballeros iban de aquí para allá con pequeños hatos tintineantes, recogiendo el tesoro de Rauglothgor con gran premura, mientras Narm examinaba con curiosidad un rubí que tenía en la palma de la mano. Un puñado de monedas de oro estaba comenzando a deslizarse entre los dedos de su otra mano.
—No hay mucha magia..., condenada sea esa balhiir —dijo Torm malhumorado a Jhessail, y una docena de anillos de latón cayeron de su mano mientras él los ponía al alcance de un conjuro ejecutado por ella para detectar magia. No brillaban con ese resplandor que presagia lo mágico.
Jhessail extendió sus manos.
—Así son las balhiirs —se limitó a decir. Después sonrió con un centelleo en sus ojos—. Pobre Torm —dijo con un tono burlón de pena y conmiseración—, tendrás que conformarte con el oro, las gemas y el platino... ¡y tan poco, además! —y señaló con un gesto las riquezas esparcidas que yacían por todas partes en torno a los caballeros.
Torm sonrió.
—Exigua compensación, buena señora —dijo con un tono cortés—, por todas las fatigas y peligros presentes estos días casi en todo momento. ¿De qué le sirven las monedas a un hombre muerto?
—ése es precisamente el pensamiento que impide a la mayoría de los seres cuerdos dedicarse a la rapiña —respondió con suavidad Jhessail. Torm soltó una risotada y se inclinó ante ella en reconocimiento de su acertado comentario.
Lanseril miraba, más allá de ellos, hacia el quebrado risco rocoso que marcaba el borde de la devastación que el fuego mágico de Shandril había ocasionado. Florin estaba allí de pie, vigilante, llevando un escudo especial que Elminster había traído con las pócimas curativas, y la espada desenvainada. Permanecía silencioso y alerta, recorriendo con la mirada las frías y grises cimas que se elevaban por encima de la tierra cubierta de árboles que se extendía por debajo.
También Elminster permanecía atento y silencioso, pero sus ojos estaban posados en Shandril. Justo cuando Lanseril bajó la mirada hacia ella, ésta se movió ligeramente y frunció el entrecejo murmurando algo con voz tan baja que no pudieron oírlo. Lanseril se inclinó hacia adelante para tender un brazo hacia ella, pero el largo y nudoso cayado de Elminster se interpuso ante él preventivamente. El druida alzó los ojos hasta el rostro del anciano y le preguntó:
—¿Se lo decimos a Narm?
Elminster sonrió:
—No es necesario.
Un creciente estrépito de pisadas metálicas anunciaba el avance de Narm hacia ellos a través de las monedas.
—¡Shandril! —gritó éste, y luego miró con ansiedad a los otros que guardaban silencio—. ¿Está...?
—Se mueve, eso es todo —dijo el mago—. Si vas a zarandearla, hazlo con suavidad y sólo una o dos veces.
Narm le lanzó una mirada asustada y, después, se arrodilló junto a la quieta figura de su amada desperdigando monedas en todas las direcciones.
—¡Shandril! —exclamó suplicante en su oído colocando una tímida mano en su hombro—. ¡Shandril! ¿Me oyes? —y la zarandeó con suavidad. Bajo su mano, la muchacha gimió y movió una mano—. ¡Shandril! —repitió él con súbita urgencia, y volvió a zarandearla—. Sh... —se detuvo cuando el cayado de Elminster le dio un firme golpecito en el hombro.
—¿Y cómo va a recuperar sus sentidos si la despiertas a base de zarandeos y demás violencias? —le preguntó con dulzura el mago—. Déjala en paz un rato, y observa cómo reacciona por sí sola.
Lanseril hizo un gesto de asentimiento, pero era en el rostro de Elminster donde Narm, con un nudo en la garganta y los ojos mojados, tenía clavada la mirada cuando Florin lanzó un grito. Elminster giró la cabeza bruscamente, con sus ojos brillando como lámparas mientras miraba al lugar donde la espada del explorador apuntaba.
—¡Atención, todos! —llegó la voz de Florin, y todos los caballeros desenvainaron las espadas y miraron.
A lo lejos, en el cielo, en dirección norte, se acercaba una oscura figura alada, inmensa y serpentina.
—¡Un dragón! —dijeron Florin y Elminster a la par, y los caballeros comenzaron a tomar posiciones.
—Por la risa de los dioses —murmuró Torm mientras pasaba a toda prisa por delante de ellos en medio de un gran tintineo y abultado por todas partes con el botín—. ¿Es que esto no va a terminar nunca?
Los aventureros se dispersaron, buscando el abrigo de las rocas más grandes. Merith y Florin corrieron a donde estaban Narm y Lanseril sentados al lado de Shandril. Elminster estaba de pie junto a ellos, con aspecto despreocupado pero mirando al cielo. Entonces, se colocó el cayado en el ángulo del brazo y comenzó a elaborar un conjuro.
Narm dirigió su mirada hacia él en busca de guía, pero fue Florin quien le habló.
—Debemos llevar a Shandril a otro lado —dijo, y señaló con la cabeza hacia un espolón de roca que había algo más a la derecha—. Allí; creo que ése es el lugar más protegido. Quédate allí con ella, a menos que tengas conjuros que nosotros no conozcamos escondidos en las mangas o en las botas. —Su tono, pese a toda su jocosidad, era de mandato y Narm no protestó mientras levantaban con sumo cuidado a Shandril entre los dos y la llevaban hasta el refugio.
Jhessail y Elminster se hallaban ya lanzando conjuros, y Rathan sorbía apresuradamente de un pellejo que sostenía Torm. El clérigo llevaba su maza preparada en la mano.
—éste no es un buen momento para enfrentarnos a un dragón —dijo Narm con desolada frustración mientras depositaban a Shandril al abrigo de las rocas.
—Muchacho —dijo Florin con un humor poco frecuente—, nunca es un buen momento para luchar con un dragón.
Los caballeros se alejaron deprisa del joven aprendiz. Lanseril le dio un apretón de mano en el hombro y ambos corrieron a través de aquel cráter lleno de escombros desenfundando sus relucientes espadas sobre la marcha. Un eructo contenido resonó detrás de ellos. Torm se volvió un instante para sonreír y saludar con la mano mientras el dragón se cernía sobre ellos con un feroz rugido.
Orlgaun descendió desde las heladas alturas en un largo planeo, con sus grandes alas negras rígidamente extendidas. Sobre su espalda, lord Manshoon movía sinuosamente sus manos y pronunciaba siniestras palabras mágicas. Ocho bolas de fuego brotaron de las puntas de sus dedos, pasando de largo el negro cuello de Orlgaun como flechas recién disparadas y arrastrando una estela de llamas. Con gran fragor descendieron hacia ellos. Orlgaun arqueó sus gigantescas alas como si fuesen velas para amortiguar su caída.
Hubo un tremendo fulgor y un estruendo de temblor de tierra cuando las bolas encendidas explotaron y unas lenguas de fuego se elevaron hacia el cielo. En medio de aquel infierno, Manshoon vio unas tambaleantes figuras, aunque en guardia contra él. Entonces, sacó una varita de su cinturón en el mismo momento en que Orlgaun lanzaba su cuello hacia abajo y escupía un ácido verde-azulado. El líquido crepitó al entrar en contacto con las menguantes llamas y las rocas todavía calientes. Orlgaun siseó triunfante cuando uno de sus enemigos cayó. El dragón dio un giro y efectuó un empinado ascenso al mismo tiempo que el frío costado gris de uno de los picos de las Montañas del Trueno se precipitaba a su encuentro.