-¿Kevin? -trató de preguntar.
Pero no pudo pronunciar el nombre. La boca se le llenó de sangre. Se dio la vuelta para escupirla y se desmayó, lejos ya del dolor.
No se había tratado de valentía, ni de loca temeridad tampoco; no había tenido tiempo para reacciones tan complejas. Estaba de espaldas y había oído un gruñido y ruido de pisadas; se había vuelto antes incluso de que el perro ladrara y la tierra empezara a temblar bajo la acometida del jabalí blanco.
Por un segundo, Kevin había pensado que la bestia se dirigía contra Diarmuid y gritó para llamar su atención. Pero no hacía falta, pues el jabalí iba en su búsqueda.
Tuvo la extraña impresión de que el tiempo se detenía, cuando en realidad todo ocurrió en segundos. «Por fin alguien me quiere», fue el primer hilarante pensamiento que se le ocurrió. Fue rápido, siempre lo había sido, aunque no sabía cómo utilizar la espada. No tenía sitio por dónde huir ni manera de matar a aquel monstruo. Así, mientras el jabalí se le acercaba como un rayo, gruñendo enloquecido y alzando los colmillos con la fría determinación de arrancarle las entrañas, Kevin, calculando con sangre fría, dio un salto hacia delante para apoyar sus manos sobre la blanca y hedionda piel del lomo del enorme jabalí y así saltar por encima, como los danzarines de los toros de Minos, para aterrizar luego en la blanda nieve.
En teoría, claro.
Teoría y práctica comenzaron a divergir en forma radical en el momento en que la volante figura de Dave Martyniuk se estrelló contra el jabalí.
Se desvió quizás unos cinco centímetros, según dijeron todos. Fue suficiente para que su brazo derecho herido fallara mientras él intentaba encontrar un punto de apoyo que le permitiera saltar por encima del jabalí. Nunca lo consiguió. Se encontró tumbado sobre el animal, exhalando la última molécula de aire que quedaba en sus pulmones; pero un postrer mecanismo de supervivencia le gritó ¡rueda!, y su cuerpo obedeció.
Fue suficiente para que el colmillo del animal, con perverso y cortante movimiento, desgarrara de un modo superficial la carne de su ingle en vez de atravesarla mortalmente. Logró dar un salto mortal y cayó, como Dave, sobre la nieve.
Sintió un tremendo dolor y la nieve se llenó de gotas de sangre como si de rojas flores se tratase.
Brock logró alejar de él al jabalí y Diarmuid fue el primero en clavarle la espada. Vio que otros muchos desenvainaban las espadas, pero fue imposible decir quién remató al animal.
Todos fueron muy amables con él cuando llegó el momento de trasladarlo; hubiera sido casi de mala educación por su parte gritar, de modo que se agarró con fuerza a las ramas de la improvisada camilla hasta que le pareció que desgarraba la madera y no gritó.
Trató de bromear cuando el rostro de Diarmuid, inusitadamente blanco, se asomó a mirarlo.
-Si hay que escoger entre el niño y yo -murmuró-, salvad al niño.
Diar no se rió, y Kevin se preguntó si habría entendido el chiste; se preguntó también dónde estaba Paul, que si lo habría entendido.
Pero no gritó; no lo hizo hasta que uno de los hombres que llevaban la camilla tropezó con una rama mientras abandonaban el bosque.
Cuando Kevin volvió en sí vio que Martymiuk, con un vendaje ensangrentado en la cabeza, lo estaba mirando desde la cama vecina. No lo distinguía demasiado bien.
-Estás muy bien -le dijo Dave-. Sano y salvo.
Intentó bromear, pero no pudo, tanta era la sensación de alivio que sentía. Cerró los ojos y respiró profundamente: apenas sentía dolor. Cuando volvió a abrir los ojos vio que había más gente en la habitación: Diar, Kell y Levon. También estaban Torc y Erron. Amigos. El y Dave estaban en la habitación principal de los cuarteles del príncipe, y habían acercado sus camas a la chimenea.
-Me encuentro muy bien -aseguró-. ¿Y tú?
-Muy bien, aunque no entiendo cómo es posible.
-Los magos estuvieron aquí -dijo Diarmuid-. Los dos. Ellos os curaron, aunque costó un poco.
Kevin recordó algo.
-Espera un momento. ¿Cómo lo hicieron? Creía…
-…que las fuentes estaban agotadas -acabó de decir Diarmuid con ojos serios-. Lo estaban, pero tuvimos suerte. Ahora están descansando los dos, Matt y Barak, en el templo. Pero no podrán gozar del Maidaladan. Vosotros tendréis que hacerlo por ellos. De algún modo.
Todos rieron. Kevin se dio cuenta de que Dave estaba mirándolo.
-Dime una cosa -le dijo el hombretón despacio- ¿salvé tu vida o casi te maté?
-Quedémonos con lo primero -le contestó Kevin-. Pero es una suerte que no me quieras mucho pues, si hubiera sido así, habrías bloqueado a aquel animal en lugar de fingirlo. Y en ese caso…
-¡Hey! -exclamó Dave-, ¡hey! Eso no es… eso no es…
Se detuvo porque todos se habían echado a reír. Bueno, ya encontraría más tarde algo que decir. Kevin siempre lo dejaba con la palabra en la boca.
-Hablando de cerdos -dijo Levon, ayudando a Dave a encontrar una salida-: estamos asando al jabalí para la cena de esta noche. Supongo que oléis su aroma.
Kevin olisqueó y, en efecto, percibió el aroma.
-Era un enorme animal -dijo desde el fondo del alma.
Diarmuid estaba riéndose.
-Si quieres nos las arreglaremos para reservarte el mejor bocado.
-¡No! -gruñó Kevin imaginando lo que se avecinaba.
-Pues sí, creo que debes saborear la parte que casi te arranca el jabalí.
Reinaba un generaf optimismo y una gran alegría, alimentados por la excitación de cada uno de ellos y también por algo más. Kevin cayó en la cuenta de que era el Maidaladan, el solsticio de verano; se evidenciaba en cada uno de los hombres que estaban en la habitación. Se levantó consciente del milagro que suponía poder hacerlo. Estaba vendado, pero podía moverse, y también Dave. En el hombretón, Kevin adivinaba la misma excitación apenas controlada que invadía a los demás. A todos excepto a él. Pero ahora parecía que de lo más profundo de su ser surgía algo persistente, algo que parecía ser importante. No un recuerdo, algo mas…
La alegría y el bullicio iban en aumento. Se dejó llevar, disfrutando del ambiente de camaradería. Cuando entraron en la casa de reuniones de Morvran, convertida aquella noche en comedor, un espontáneo aplauso estalló entre los hombres de Brennin y de Cathal, y cayó en la cuenta de que los estaban aplaudiendo a él y a Dave.
Se sentaron con los hombres de Diarmuid y con los dos dalreis. Antes de empezar a cenar, Diarmuid, fiel a su palabra, se levantó de su asiento, cogió ceremoniosamente una fuente que había frente a él y se dirigió hacia Kevín.
En medio de la hilaridad general y al ritmo de los puños de quinientos hombres hambrientos que golpeaban sobre las largas mesas de madera, Kevin se dijo a sí mismo que tales demostraciones debían tomarse como una delicadeza. Con un vaso lleno de vino en la mano, se levantó, se inclinó ante Diarmuid y se comió los testículos del jabalí que casi lo había matado a él.
A decir verdad, estaban bastante buenos.
-¿No hay más? -preguntó en voz alta, y todos estallaron en carcajadas. Incluso Dave, que disfrutaba de la general animación.
Aileron pronunció un pequeño discurso, y también Shalhassan; los dos eran demasiado prudentes para tratar de hablar demasiado, dado el humor que reinaba en la sala. Además, pensó Kevin, los reyes también debían de estar sintiendo aquello. Las camareras -hijas de los aldeanos, según colegía- estaban risueñas y a la vez esquivas. Sin embargo, no parecían preocuparse. Se preguntó qué efectos producía el Maidaladan en las mujeres: en Jaelle, en Sharra, en aquel acorazado que parecía Audiart en la cabecera de la mesa. La cosa se animaría cuando las sacerdotisas salieran del templo.
Había altas ventanas en las cuatro paredes de la habitación. En medio de aquel pandemónium, Kevin vio que fuera había oscurecido. El ruido y la animación eran demasiado febriles para que alguien advirtiera su insólita calma.
Fue el único en la sala que se fijó en la luna cuando ésta apareció por las ventanas que daban al este. Era llena; había llegado el solsticio de verano y en el fondo de su conciencia algo, cada vez más intenso, estaba esforzándose por tomar forma. Se levantó en silencio y salió; no era el primero en hacerlo. A pesar del frío reinante, varias parejas se abrazaban estrechamente ajenas al bullicio de la sala del banquete.
Pasó de largo junto a ellas; la herida le dolía un poco. Se detuvo en medio de la calle helada mirando la luna. Y en ese preciso momento un pensamiento consciente se estremeció en su interior y tomó, al fin, forma. No se trataba de un deseo, pues, fuera lo que fuese, venía de más allá del propio deseo.
-No es una noche apropiada para estar solo –dijo una voz a sus espaldas.
Se dio la vuelta y vio a Liane. En sus ojos había timidez.
-¡Hola! -le dijo-. No te he visto en el banquete.
-Es que no he ido. Estaba con Gereint.
-¿Cómo se encuentra?
Echó a andar y ella acompasó su paso al de él por la ancha avenida. Otras parejas se les adelantaron riendo y corriendo para entrar en calor. Todo parecía brillar sobre la nieve a la luz de la luna.
-Bastante bien. Aunque no se siente feliz, por lo menos de la manera en que los demás se sienten.
Él la miró y luego, puesto que parecía lo más adecuado, la cogió de la mano. No llevaba guantes y tenía los dedos helados.
-¿Por que no se siente feliz?
En una casa vecina resonó una carcajada y brilló en la ventana el resplandor de una vela.
-No está seguro de que podamos conseguirlo.
-¿El qué?
-Detener el invierno. Parece ser que han averiguado que Metran está fabricándolo, no sé cómo, en aquel lugar en espiral, Cader Sedat, en el mar.
La calle estaba ahora muy tranquila. En lo más profundo de su ser, Kevin sintió una tranquila intuición y un repentino terror.
-No pueden llegar hasta allí -dijo en voz muy baja.
Los ojos de ella estaban sombríos.
-No mientras dure el invierno. No pueden hacerse a la mar. No pueden acabar con el invierno mientras dure el invierno.
Entonces a Kevin le pareció que veía todo su pasado, un sueño constante y esquivo que tanto despierto como dormido había tenido todas las noches de su vida. Las piezas iban encajando cada una en su sitio, y sentía en su alma una profunda paz.
-Cuando estuvimos juntos -le dijo- me dijiste que yo llevaba en mi interior Dun Maura.
Ella se detuvo con brusquedad en medio de la calle y lo miro.
-Lo recuerdo -dijo.
-Bien -dijo él-, está sucediendo algo extraño: no siento nada de lo que esta noche está sacudiendo a los demás. Siento algo diferente.
Bajo la luz de la luna los ojos de ella se abrieron desmesuradamente.
-El jabalí -susurró-, has sido marcado por el jabalí.
Además aquello. Kevin asintió con la cabeza. Todo había llegado a la vez. El jabalí, la luna, el solsticio de verano, el invierno que ellos no podían detener. Todo había llegado a la vez. Y, con aquella profunda paz interior, Kevin por fin comprendió.
-Es mejor que te vayas -le dijo con toda la suavidad que pudo.
Tardó un momento en darse cuenta de que ella estaba llorando. No se había esperado tal cosa.
-¿Liadon? -le preguntó ella.
Aquél era precisamente el nombre.
-Si -contestó él-, así parece. Es mejor que te vayas.
Ella era tan joven que Kevin pensó que quizá se negaría a marcharse. Pero la subestimaba. Se enjugó las lágrimas con las manos. Luego se puso de puntillas, lo besó en los labios y se alejó por donde había venido, hacia el resplandor de las luces.
La miró mientras se alejaba. Luego se dio la vuelta y siguió caminando hacia el lugar donde estaban los establos. Buscó su caballo. Mientras lo ensillaba, oyó las campanillas del templo y se detuvo un momento. Las sacerdotisas de Dana debían de estar saliendo.
Acabó de ensillar el caballo y montó. Condujo con sigilo el caballo por la avenida y se detuvo en las sombras, en el lugar donde desembocaba la calle que llevaba de Morvran al templo. Al mirar hacia el norte vio que, en efecto, las sacerdotisas estaban saliendo del templo. Algunas corrían, otras caminaban. Todas llevaban mantos grises para protegerse del frío y los cabellos sueltos sobre la espalda; todas parecían brillar a la luz de la luna. Pasaron de largo y, al volver la cabeza hacia la izquierda, vio que desde la ciudad los hombres salían a su encuentro; la luna resplandecía sobre la nieve, sobre el hielo y sobre los hombres y mujeres que se entremezclaban en la calle.
Poco después la calle quedó desierta y las campanillas enmudecieron. No muy lejos se oían gritos y risas, pero él sólo sentía una inmensa paz interior; enfiló su caballo hacia el este y comenzó a cabalgar.
Kim se despertó muy entrada la tarde. Estaba en la habitación que le habían asignado y sentada junto a su lecho estaba Jaelle.
Kim se incorporó y estiró los brazos.
-¿He dormido todo el día? -preguntó.
Jaelle le sonrió, lo cual era algo inusitado.
-Estabas en tu derecho.
-¿Cuanto tiempo llevas ahí mirándome?
-No demasiado. Todos te hemos estado velando por turnos.
-¿Todos? ¿Quién más?
-Gereint. Y las dos fuentes.
Kim se sentó en la cama.
-¿Todos os encontráis bien?
Jaelle asintió.
-Ninguno de nosotros llegó tan lejos como tú. Las fuentes estuvieron recuperando sus fuerzas para volver a emplearlas de nuevo.
Kim la interrogó con la mirada y la pelirroja sacerdotisa le contó lo relativo a la cacería y al jabalí.
-Nadie resultó herido de gravedad -concluyó-, aunque Kevin estuvo muy cerca.
Kim sacudió la cabeza.
-Me alegro de no haberlo visto -dijo dando un suspiro de alivio-. Aileron me dijo que pude transmitiros algo. ¿Qué fue, Jaelle?
-La Caldera -contestó la otra mujer. Luego, mientras Kim aguardaba expectante, siguió diciendo-: El mago llamado Metran está fabricando el invierno con la Caldera, en Cader Sedat, allá lejos en el mar.
Se hizo el silencio mientras Kim se esforzaba por entender. Cuando por fin lo logró, se sintió invadida por la desesperacion.
-Entonces todo ha sido inútil. No podemos hacer nada. ¡No podemos llegar hasta allí mientras dure el invierno!
-Excelentemente planeado ¿verdad? –murmuró Jaelle con una sangre fría que no podía ocultar el temor.