Pero lo inaudito entre nosotros, de lo que no hay ningún ejemplo, es que una mujer enamorada se entregue a su amante antes de que éste haya, bajo su inspiración, producido una obra maestra, juzgada y proclamada como tal por sus rivales. Puesto que ésta es la condición indispensable a la que se halla subordinada la unión legítima. El derecho a engendrar es monopolio del genio y su suprema recompensa, causa poderosa, por lo demás, de la elevación y sublimación de la raza. Y pese a esto, nunca puede ejercer tal derecho más que un número de veces igual al de sus obras magistrales. Aunque a este respecto hay cierta indulgencia. Incluso llega el caso en que, compasiva ante una gran pasión servida por un talento mediocre, la admiración simulada del público convierte en un éxito de simpatía y de semisonrisa a una serie de obras sin valor. Tal vez suceda lo mismo (sin la menor duda) en el uso común de otras clases de generoso consuelo.
La antigua sociedad se apoyaba en el temor al castigo, en un sistema de penalidad que ya finalizó; la nuestra, como vemos, se apoya en la esperanza de la felicidad. Lo que tal perspectiva suscita de entusiasmo y de fuego creador, lo demuestran nuestras exposiciones, la exuberancia anual de nuestras ricas floraciones artísticas también dan fe de ello. Cuando se piensa en los efectos, exactamente contrarios, del matrimonio antiguo, esa institución de nuestros abuelos, más ridícula aún que sus paraguas, es posible calcular la distancia de ese
debitum conjúgale
abusivo y supuestamente exclusivo, a nuestra unión, libre y reglamentada a la vez, enérgica e intermitente, ardiente y violenta, verdadera piedra angular de nuestra humanidad regenerada, de la que nuestros artistas desdichados no se quejan en absoluto. Su desesperanza es muy querida por los desesperados, pues cuando no mueren por ella, viven por ella y se inmortalizan, y hasta en el fondo más espantoso de su abismo interior, recogen flores. Flores de arte o de poesía para unos, rosas místicas para los demás. Tal vez a éstos les sea dable tocar más de cerca, y como a tientas en sus tinieblas, la esencia de las cosas. Y estos goces son tan vivos que nuestros artistas y nuestros místicos metafísicos se preguntan si el arte y la filosofía se han hecho para consolar al amor, o si la única razón de ser del amor es inspirar al arte y al impulso metafísico. Esta última opinión es la que ha prevalecido en general.
Hasta qué punto el amor ha suavizado nuestras costumbres, hasta qué punto nuestra civilización amorosa es superior en moralidad a la civilización ambiciosa y codiciosa de antaño, se ha obtenido la prueba con ocasión del gran descubrimiento que tuvo lugar en el año de salvación 194. Guiado por un misterioso olfato, por un ignorado sentido eléctrico de la orientación, un atrevido perforador, a fuerza de hundirse en los flancos del globo, fuera de las galerías construidas, penetró de repente en un extraño vacío, resonante de voces humanas, hormigueante de rostros humanos; ¡pero qué voces chillonas! ¡Qué rostros amarillos! ¡Qué lengua imposible sin la menor relación con nuestro griego! Era, sin la menor duda, una verdadera América subterránea, enorme y todavía más rara. Procedía de una pequeña tribu de chinos excavadores que, habiendo tenido, unos años antes al parecer, la misma idea que nuestro Milcíades, pero más prácticos que él, se habían cobijado bajo tierra, apresuradamente, sin llenarse de museos ni bibliotecas, pululando allí hasta el infinito. En vez de limitarse como nosotros a la explotación de minas de cadáveres de animales, se entregaban, sin el menor pudor, a la antropología atávica, lo que, en vista de los miles de millar de chinos destruidos y enterrados bajo la nieve, les permitía dar salida a su prolífica salacidad. ¡Ay! ¿Quién sabe si nuestros descendientes no se verán reducidos un día a este extremo? ¡En qué promiscuidad, en qué abyección de rapacidad, de embustes y de hurtos vivían esos desgraciados! Los vocablos de nuestra lengua se niegan a pintar su salacidad y su grosería. Con grandes dispendios, criaban legumbres bajo tierra, en pequeños arriates de tierra transportada, junto con pequeños cerdos, diminutos perros... Estos antiguos servidores del hombre parecieron muy disgustados ante nuestro nuevo Cristóbal Colón. Aquellos seres degradados (hablo de los amos y no de los animales, pues éstos eran de raza muy mejorada por sus criadores), habían perdido todo recuerdo del Imperio, del ambiente y hasta de la superficie terrestre. Se echaron reír a carcajadas cuando uno de nuestros sabios, enviado a ellos en misión, les habló del firmamento, del sol, de la luna y de las estrellas. Sin embargo, escucharon esas historias hasta el final, y luego, con tono irónico, les preguntaron a nuestros misioneros:
—¿Habéis visto todo esto?
Y nuestros misioneros, ante esta pregunta, no pudieron desdichadamente responder toda vez que, salvo los amantes que suben a morir juntos, ninguno de entre nosotros ha visto el cielo jamás.
En vista de tal atrofia cerebral, ¿qué hicieron nuestros colonos? Varios propusieron, es verdad, exterminar a aquellos salvajes que podrían resultar peligrosos por su astucia y por su número, y apoderarse de sus alojamientos tras efectuar un buen barrido, dar unas manos de pintura y hacer sonar las campanillas. Otros querían reducirlos a la esclavitud o a la servidumbre, para cargarlos con todo el trabajo pesado. Pero las dos opiniones fueron rechazadas. Se intentó civilizar, domesticar a aquellos primos pobres, a aquellos parientes lejanos; y cuando se hubo comprobado la imposibilidad de lograrlo, se volvió a tapiar el tabique de separación.
Tal es el milagro moral que ha hecho nuestra bondad, hija de la belleza y del amor. Pero merecen destacarse las maravillas intelectuales que han brotado de la misma fuente. Bastará con indicarlas de corrido.
Hablemos antes de las ciencias. Justamente se creía que a partir del día en que los astros y los meteoros, las faunas y las floras dejasen de jugar un papel en nuestra vida, en que las fuentes múltiples de la observación y de la experiencia cesaran de fluir, la astrología y la meteorología estuvieran ya inmovilizadas, la zoología y la botánica convertidas en pura paleontología, sin hablar de sus aplicaciones a la marina, la guerra, la industria, la agricultura, todas ellas de una enorme inutilidad hoy día, dejarían de avanzar un solo paso y caerían en el más completo de los olvidos. Por suerte, estas aprensiones fueron vanas. Es de admirar hasta qué punto las ciencias, antaño eminentemente útiles e inductivas, legadas por el pasado, han tenido la virtud de apasionar y agitar por primera vez al gran público, desde que han adquirido el doble carácter de ser objeto de lujo y material de deducción. El pasado acumuló tales cantidades indigestas de tablas astronómicas, de memorias y de informaciones acerca de mediciones, de vivisecciones, de innumerables experimentos, que el espíritu humano puede vivir sobre este fondo hasta la consumación de los siglos; ya era hora de que por fin se ordenaran estos materiales. A este respecto, la ventaja es grande para las ciencias a que me refiero desde el punto de vista de su éxito, ya que es suficiente con apoyarse únicamente en los testimonios escritos, no en las percepciones de los sentidos, y de invocar a propósito de todo la autoridad de los libros. (Puesto que se habla de la
biblioteca,
cuando antes se hablaba de la
biblia,
lo que evidentemente entraña una gran diferencia.) Esta grande e inapreciable ventaja consiste en que la extraordinaria riqueza de la
biblioteca
en la documentación más diversa, jamás deja corto a un ingenioso teórico, y basta con conjuntar copiosamente, paternalmente, en un mismo banquete fraternal, las opiniones más contradictorias. Era tanta la abundancia de legislación y jurisprudencia antigua en textos y en sentencias de todos los colores, que convertían los procesos en algo tan interesante como las batallas del populacho en Alejandría, a propósito de una nadería teológica. Los debates de nuestros sabios, las polémicas relativas al núcleo vitelino del huevo de los arácnidos, o al aparato digestivo de los infusorios: éstas son las cuestiones vivas que nos inquietan y que, si tuviéramos la desgracia de poseer una prensa periodística, no dejaría de ensangrentar nuestras calles. Pues las cuestiones inútiles y hasta molestas, tienen la virtud de apasionar, siempre que sean insolubles.
Como las querellas religiosas. En efecto, el conjunto de ciencias heredadas del pasado se ha convertido, decidida y fatalmente, en una religión; y nuestros sabios actuales, que trabajan deductivamente sobre datos ya inmutables y sagrados, recuerdan, en proporciones ampliadas, a los teólogos del mundo antiguo. Esta nueva teología enciclopédica, no menos fértil que otras en cismas y herejías, fuente única pero inagotable de divisiones en el seno de nuestra Iglesia, por lo demás muy compacta, es quizás el mayor y más fascinante atractivo para nuestra élite intelectual.
¡Ciencias muertas, a pesar de todo!, exclaman algunos descontentos. Aceptemos el epíteto. Están muertas, es posible, pero al estilo de todas las lenguas muertas con las que todo un pueblo entonaba sus himnos, aunque nadie las hablaba. Lo mismo sucede con algunos rostros, cuya auténtica belleza sólo se observa en el último suspiro. Que nadie se asombre, pues, de que nuestro amor se asemeje a esas majestuosas inmovilidades cuya sombra crece en nosotros, a esas inutilidades superiores que son nuestra vocación.
Ante todo las matemáticas, por ser el tipo más acabado de las nuevas ciencias, han progresado a pasos de gigante. Descendido a profundidades fabulosas, el análisis ha permitido a lo astrónomos abordar y resolver por fin unos problemas cuyo sólo enunciado hubiera hecho sonreír de incredulidad a sus predecesores. De este modo descubren cada día, tiza en mano, no con el telescopio al ojo, numerosísimos planetas intra-mercuriales, o extra-neptunianos, y hasta empiezan a distinguir los planetas de las estrellas más cercanas. Se perciben, con la anatomía y la fisiología comparadas, muchos sistemas solares, los conjuntos más nuevos y más profundos. Nuestros Leverrier se cuentan por centenas. Conociendo el cielo que no ven, se parecen a Beethoven, que aguardó a ser sordo para escribir sus más bellas sinfonías. Nuestros Claude Bernard y nuestros Pasteur son casi igual de numerosos. Aunque no se conceda, en efecto, a las ciencias naturales la importancia exagerada, y antisocial en el fondo, que usurparon antaño durante dos o tres siglos, no se las olvida en absoluto. Incluso hay aficionados a las ciencias aplicadas. Uno de ellos ha descubierto, finalmente —oh, ironía de la suerte—, la dirección práctica de los aeróstatos. Inútiles sí, pero no importa, siempre bellos y fecundos, fecundos en nuevas bellezas superfluas, estos descubrimientos son acogidos con transportes de un entusiasmo febril y les valen a sus autores algo mejor que la gloria: la felicidad de saber.
Pero entre las ciencias, hay dos que, experimentales e inductivas todavía, y además, útiles al primer jefe, deben tal vez, justo es reconocerlo a título de privilegio excepcional, la rapidez sin parangón de su crecimiento; dos ciencias, antaño en las antípodas una de otra, hoy día en vías de fundirse a fuerza de profundizar y pulverizar los últimos problemas: la química y la psicología.
En tanto que nuestros químicos, tal vez inspirados por el amor y mejor informados sobre la naturaleza de las afinidades, penetran en la intimidad de las moléculas, nos revelan sus deseos, sus ideas y, con un aspecto engañoso de uniformidad, su fisonomía individual; en tanto que nos dan a conocer la psicología del átomo, nuestros psicólogos nos exponen la atomología del Yo, iba a decir la sociología del Yo. Nos permiten percibir, hasta en sus menores detalles, la más admirable de todas las sociedades, esta jerarquía de conciencias, este feudalismo de almas vasallas, cuya cumbre es nuestra persona. Les debemos, a unos y a otros, un inapreciable bienestar. Gracias a los primeros, no estamos solos en un mundo helado; sentimos cómo viven y se animan estas rocas, cómo se pueblan fraternalmente estos duros metales que nos protegen y nos calientan. Por ellos, estas piedras vivas le dicen algo a nuestro corazón, algo íntimo y extraño que nunca les dijeron a nuestros padres las constelaciones ni las flores del campo. Y también por ellos —servicio no desdeñable—, hemos aprendido unos métodos que nos permiten complementar (en una débil medida, cierto, por el momento), la insuficiencia de nuestra alimentación ordinaria, o variar su monotonía mediante sustancias gratas al paladar y fabricadas de toda clase de piezas. Pero si nuestros químicos nos han tranquilizado contra el peligro de morir de inanición, nuestros psicólogos han adquirido todavía más derechos a nuestro reconocimiento, librándonos del miedo a la muerte. Imbuidos de sus doctrinas, hemos seguido, con el vigor deductivo habitual en nosotros, las consecuencias hasta el final. La muerte se nos presenta como un destronamiento liberador, que devuelve a sí mismo el Yo destituido o dimitido, descendido de nuevo a su horno interior donde encuentra en las profundidades algo más que el equivalente del imperio exterior perdido; y meditando sobre los terrores que acometían al hombre de otros tiempos ante la tumba, nosotros los comparamos con los terrores de nuestro Milcíades, cuando tuvo que renunciar a los campos helados, a los horizontes nevados, para bajar de forma permanente a los negros abismos donde le aguardaban tantas sorpresas luminosas y maravillosas.
Es éste un dogma bien establecido, sobre el cual no se tolera discusión alguna. Es, con nuestra devoción a la belleza y nuestra fe en la todopoderosa divinidad del amor, el fundamento de nuestra seguridad y el punto de apoyo de nuestros impulsos. Nuestros filósofos también evitan tocar este punto, como todo lo que es fundamental en nuestras instituciones. De aquí se deriva el aspecto amable de inocuidad que aumenta los encantos de su delicadeza y contribuye a su éxito entre el público. Con tales certidumbres como lastre, es posible lanzarse desde un corazón jubiloso al éter de los sistemas, de modo que no haya faltas entre nosotros. Cabe extrañarse, no obstante, de que yo distinga entre nuestros filósofos y nuestros sabios deductivos a los que ya me he referido. Sus datos y sus métodos son idénticos. Rumian —si puedo permitirme esta expresión— de igual manera, con las mismas dentaduras. Pero unos, y me refiero a los sabios, son rumiantes ordinarios, o sea pesados y lentos; los otros poseen la particularidad de ser rumiantes y ligeros a la vez, como el antílope. Y esta diferencia de temperamento es indeleble.