No hay nada más encantador que un paseo a través de nuestros dominios. Nuestras ciudades, vecinas unas de otras, se hallan ligadas entre sí por amplias carreteras siempre bien iluminadas, surcadas por monociclos graciosos y ligeros, por trenes sin humos ni silbatos, por lindos coches eléctricos que se deslizan silenciosamente como góndolas, entre muros cubiertos de bajorrelieves admirables, de inscripciones seductoras, de inmortales fantasías creadas y acumuladas allí por diez generaciones de artistas nómadas.
Así se veían antes ciertas ruinas de claustros donde, durante siglos, el aburrimiento de los religiosos se había traducido en figuras horripilantes, en cabezas encapuchadas, en bestias apocalípticas torpemente esculpidas en los capiteles de las columnatas o en torno al asiento pétreo del abad. ¡Pero cuán lejos está esa pesadilla monástica de esta visión artística! A lo sumo, la pequeña galería que unía, sobre el río Arno, el museo del palacio Pitti con el de los Uffizzi de Florencia, habría podido dar a nuestros abuelos una idea de lo que ahora contemplamos nosotros.
Si los corredores de nuestro alojamiento poseen este esplendor y esta riqueza, ¿qué decir de los apartamentos? ¿Qué decir de las ciudades? En ellos hay amontonadas verdaderas maravillas artísticas, frescos, esmaltes, orfebrería, bronces, cuadros, refinamientos e intensidades musicales, conceptos filosóficos, ensueños poéticos que desafían toda descripción, que desesperan toda paciencia, que fatigan de tanta admiración. Apenas es creíble que ese laberinto de galerías y palacios subterráneos, de hipogeos marmóreos etiquetados, numerados; cuyos múltiples nombres recuerdan toda la geografía y toda la historia del pasado, se hayan excavado en tan pocos siglos. ¡Lo que puede la perseverancia! Por muy acostumbrado que se esté a esta impresión extraordinaria, todavía hay veces, cuando uno se pasea solo en las horas de la siesta, en esta especie de catedral infinita, sin simetría y sin límites, a través de esta selva de elevadas columnas gruesas o apretujadas, del más diversificado y más grandioso estilo, a veces egipcio, o griego, bizantino, árabe, gótico, que imita a todas las flores y a todas las faunas desaparecidas y veneradas, y que es, ante todo, profundamente original; a veces, repito, el paseante se detiene jadeante y desorienta do por el éxtasis, como el viajero de antaño cuando penetraba en la penumbra de una selva virgen o de la sala hipóstila de Karnak.
A los que al leer los antiguos relatos de viajes añoran, por azar, las peregrinaciones de las caravanas a través de los desiertos o los descubrimientos de nuevos mundos, nuestro universo puede ofrecerles vagabundeos ilimitados bajo los océanos Atlántico y Pacífico, congelados hasta sus últimas profundidades. En todos los sentidos y con la mayor facilidad del mundo, atrevidos exploradores, iba a decir navegantes, han surcado de caminos sin fin estos inmensos casquetes de hielo, casi igual que hacían las termitas, según nuestros paleontólogos, aterrajando el suelo de nuestros padres. Se prolongan a voluntad estas fantásticas galerías, cuyas encrucijadas son otros tantos palacios de cristal, proyectando sobre las paredes un chorro de calor intenso que los funde. Se procura que el agua de fusión corra por alguno de esos abismos sin fondo que se abren por doquier, espantosamente, bajo nuestros pasos. Por este procedimiento y gracias a los perfeccionamientos de que ha sido objeto, se ha llegado a tallar, esculpir y cincelar el agua sólida de los mares, y a deslizarse por ellos, a evolucionar, y a correr en velocípedos o en patines, con una facilidad y una ligereza que siempre admiran, pese a la costumbre de verlo de continuo. El riguroso frío de estas regiones, apenas atemperado por los millones de lámparas eléctricas que se reflejan en sus estalactitas de un verde esmeralda con matices aterciopelados, torna imposible una estancia permanente. Incluso impediría cruzarlas si, por fortuna, los primeros pioneros no hubieran descubierto multitudes de focas, que fueron sorprendidas aún con vida por la congelación de las aguas, donde quedaron prisioneras. Sus pieles, cuidadosamente curtidas, nos han procurado caloríferos vestidos. Nada más curioso que divisar de pronto, como a través de una vitrina misteriosa, a alguno de esos grandes animales marinos, una ballena, a veces un tiburón, o un pulpo, y esta floración estrellada del tapiz de los mares que, aunque apareciendo cristalizada en su diáfana prisión, en su Elíseo de sal pura, no ha perdido nada de su íntimo encanto, desconocido por nuestros antepasados. Idealizada por su misma inmovilidad, inmortalizada por su muerte, brilla vagamente aquí y allá, con reflejos de nácar y perla, en el crepúsculo de las profundidades, a derecha, a izquierda, bajo los pies, sobre la cabeza del patinador solitario que se extravía, su lámpara al frente, persiguiendo lo desconocido.
Siempre hay que esperar novedades en estos milagrosos sondeos, tan distintos de los de otros tiempos. Nunca un turista ha regresado sin haber descubierto algo interesante: los restos de una nave, el campanario de una ciudad sumergida, un esqueleto humano que enriquecerá nuestros museos prehistóricos; a veces, un banco de sardinas o de bacalaos, reservas grandiosas y providenciales que sirven para renovar nuestra cocina. Pero ante todo, lo que más maravilla en esas exploraciones aventureras, es la sensación de lo inmenso y lo eterno, de lo insondable y lo inmutable, que sobrecoge y sorprende en esos abismos; es poder saborear ese silencio y esa soledad, esa paz profunda que sucede a tantas tempestades, esa sombra o esa penumbra apenas constelada y chispeante fugitivamente, que da descanso a los ojos fatigados por la iluminación subterránea. No me refiero a las sorpresas que ha prodigado la mano del hombre: cuando menos se lo espera, el túnel submarino por el que uno se desliza, se ensancha desmesuradamente, transformándose en una amplia sala en la que ha jugado la fantasía de nuestros escultores, o en un templo de vastos contornos, de pilastras translúcidas, de muros atractivos que el ojo sondea con arrebato; a menudo, allí se encuentran los amigos, los amantes, y el viaje de ensueño que había empezado en solitario, continúa a dúo en el amor.
Pero ya está bien de vagar en este misterio, volvamos a nuestras ciudades. Por ejemplo, es inútil buscar una ciudad de abogados o un palacio de justicia. No habiendo tierras de labranza, tampoco hay procesos de propiedad o servidumbre. No habiendo muros, no hay procesos de muros medianeros. Respecto a los crímenes y los delitos, sin que se sepa el motivo, es un hecho manifiesto que el culto generalizado de las artes los ha hecho desaparecer como por ensalmo; mientras que antaño el progreso de la vida industrial había hecho triplicar su número en medio siglo, el hombre, al urbanizarse, se ha humanizado. Desde que toda clase de árboles y bestias, de flores e insectos, ya no se interponen entre los hombres, desde que toda clase de necesidades groseras no impiden el desenvolvimiento de las facultades realmente humanas, parece que todo el mundo nace pulimentado, como todo el mundo nace escultor o músico, filósofo o poeta, y habla del modo más correcto y el más puro acento. Una urbanidad sin nombre, hábil a encantar sin mentiras, a complacer sin servilismos, la menos insinuante que se haya visto, una cortesía que tiene por alma el sentimiento, no de una jerarquía social a respetar, sino de una armonía social a mantener, que se compone, no de tonos de corte más o menos degenerados, sino de reflejos del corazón más o menos fieles, y que, tal como la superficie terrestre no lo había siquiera supuesto, se desliza, como sobre un aceite perfumado, entre todos los resortes complicados y delicados de nuestra existencia. Ninguna salvajada, ninguna misantropía se resiste, pues el encanto es demasiado profundo. La simple amenaza del ostracismo, ya no digo de la expulsión hacia
arriba,
que sería una condena a muerte, sino del exilio fuera de los límites de la acostumbrada corporación, basta para retener en la pendiente del crimen a las naturalezas más criminales. Hay en la menor inflexión de voz, en el menor giro de cabeza de nuestras mujeres, una gracia aparte que no es sólo la gracia de otros tiempos, no una bondad maliciosa o una malicia indulgente, sino una esencia más refinada a la vez y más sana, donde el constante hábito de ver lo bello y de hacer lo bello, de amar y ser amado, se expresa de manera inefable.
El amor, en efecto, es la fuente invisible e inagotable de esta cortesía de nuevo género. La capital importancia que ha tomado, las extrañas formas que ha revestido, las inesperadas alturas a que se ha elevado, constituyen quizás el carácter más significativo de nuestra civilización. En los siglos brillantes y superficiales —la edad del ruolz
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y del papel— que han precedido de inmediato a nuestra era actual, el amor, que se mantuvo en jaque por mil puerilidades, por la monomanía contagiosa del lujo feo y molesto o por la locomoción sin freno, y por esta otra forma de demencia, ya desaparecida, que llamaban ambición política, había sufrido un descenso relativo. Ahora se beneficia de la destrucción y de la disminución gradual de todos los otros grandes movimientos del corazón, que se han refugiado y concentrado en él, como los seres exiliados en las cálidas entrañas de la tierra. El patriotismo ha muerto desde que no hay una tierra natal sino sólo una gruta natal, cuando además las corporaciones en las que se ingresa a voluntad, según la vocación, han sustituido a las patrias. El espíritu corporativista ha matado al patriotismo. Asimismo, la escuela está a punto, no de matar, sino de transformar a la familia, y esto es de justicia. Todo lo bueno que cabe decir de los padres de antaño, es que eran unos amigos por obligación y no siempre gratuitos. No era extraño que antes se prefiriese a los amigos, en general, una especie de parientes facultativos y desinteresados.
El mismo amor maternal, entre nuestras mujeres artistas, ha sufrido muchas transformaciones y, justo es confesarlo, algunos fallos parciales.
Pero queda el amor. O mejor dicho sin vanidad, somos nosotros quienes lo hemos descubierto e inaugurado. Su nombre le ha precedido desde muchos siglos antes. Nuestros antepasados lo nombraban, pero tal como los hebreos hablaban del Mesías. Entre nosotros, el amor se ha revelado; entre nosotros se ha hecho carne y ha fundado la verdadera religión, universal y permanente, la austera y pura moral que se confunde con el arte. En primer lugar, se ha visto favorecido, sin duda alguna, y más allá de toda provisión, por la gracia y la belleza de nuestras mujeres, todas diferentes pero casi igual de perfectas. En nuestro bajo mundo no hay nada más natural que ellas. Y al parecer, siempre han sido ellas, incluso en las edades más desdichadas y más faltas de gracia, lo más hermoso de la naturaleza. Puesto que es seguro que jamás las ondulaciones de una colina o de un río, de ola o de cosecha alguna, jamás la luz de la aurora o del Mediterráneo han podido igualar en suavidad, en fuerza, en riqueza de melodías y de modulaciones visuales, al cuerpo femenino. Era preciso, pues, que un instinto especial, totalmente incomprensible, retuviese antaño al borde de su arroyuelo o de su roca natal, a las pobres gentes, impidiéndoles emigrar a las grandes ciudades, con la esperanza de admirar en ellas, con la ayuda de los matices y los contornos, unas bellezas seguramente superiores a los atractivos geográficos cuya atracción fatal padecían. En la actualidad, no hay otra patria que la mujer amada; no hay otra nostalgia que el mal de su ausencia.
Pero lo que precede no basta para explicar el poder y la persistencia singulares de nuestro amor, que la edad agudiza más si no se usa, y que consume al consumirlo. El amor, por fin lo sabemos ya, es como el aire vital que es necesario respirar y no alimentarse de él; es como era el sol, que debía alumbrar y no deslumbrar. Se parece a ese templo imponente que levantó el fervor de nuestros padres, quienes lo adoraban sin conocerlo: la Opera de París, y lo más hermoso del edificio: su escalinata monumental... cuando se sube por ella. Por tanto, hemos intentado que la escalinata ocupara todo el edificio, sin dejar el más mínimo espacio para la platea. El sabio, dijo un antiguo, es a la mujer lo que la asíntote a la curva: siempre se le acerca sin jamás tocarla. Fue un medio loco, un tal Rousseau, quien enunció esta bella máxima, y nuestra sociedad puede ufanarse de haberla practicado mucho mejor que él. Sin embargo, el ideal así trazado, justo es confesarlo, pocas veces se alcanza con todo rigor. Este grado de perfección queda reservado a los espíritu más santos, a los ascetas, hombres y mujeres, que paseando en parejas por los claustros maravillosos, por las galerías más rafaelescas de la ciudad de los pintores, en una especie de crepúsculo artificial debido a una penumbra coloreada, en medio de una multitud de parejas semejantes y al borde de un río, por así decirlo, de audaces y esplénidas desnudeces, pasan la vida saboreando con la mirada esas hermosas ondas cuyo río vital es su amor, subiendo juntos los peldaños de fuego de la escalinata divina, hasta la cumbre donde se detienen. ¡Entonces, soberanamente inspiradas, empiezan a trabajar y dan forma a las obras maestras! ¡Amantes heroicos que, por todo placer amoroso, sienten la gran alegría de experimentar en sí el crecimiento de su amor, el amor dichoso, puesto que es compartido, inspirador puesto que es casto!
Pero para la mayoría, ha sido necesario descender a las flaquezas invencibles del anciano. Sin embargo, los límites inextensibles de nuestras provisiones alimentarias que nos obligan a prevenir rigurosamente un posible exceso de nuestra población —que ha llegado a una cifra que no debe ser superada sin peligro: cincuenta millones—, hemos tenido que prohibir, en general, bajo las penas más severas, lo que al parecer practicaban corrientemente y
ad libitum
nuestros antepasados. ¡Es posible que habiendo dictado montones de leyes de las que están repletas nuestras bibliotecas, omitieran precisamente reglamentar la única materia que hoy día se juzga digna de ser reglamentada! ¿Se puede concebir que nunca se hubiera permitido al primer recién llegado, sin una autorización regular, exponer la sociedad a la llegada de un nuevo miembro gimiente y hambriento, sobre todo en una época en la que, sin licencia, no se podía matar a una perdiz, ni sin abonar derechos, introducir un saco de trigo? Más prudentes, más previsores, nosotros degradamos y, si reincide, condenamos a ser precipitado a un lago de petróleo, a todo aquél que se permita, o mejor se permitiese (pues la fuerza de la opinión pública ha inutilizado este crimen capital y también nuestras penalidades) conculcar sobre este punto la ley constitucional. Se ve, en ocasiones, y ciertamente a menudo, a unos amantes que enloquecen de pasión y mueren de amor; otros, valientemente, se dejan izar por un ascensor hasta la boca de un volcán extinguido, y salir al aire exterior que, en un instante, los congela. Apenas tienen tiempo de contemplar el cielo azul —bello espectáculo según dicen— y los tintes crepusculares del sol siempre moribundo, o el vasto e ingenuo desorden de las estrellas; luego, tumbándose sobre el hielo, mueren sin remedio. La cumbre de su volcán favorito se halla coronada con los cadáveres que, admirablemente conservados, siempre por parejas, crispados y lívidos, respirando aún el dolor y el amor, la desesperación y el delirio y, con más frecuencia, una paz estática, causaron antaño una impresión inefable a un célebre viajero lo bastante intrépido como para subir a echar una ojeada. Se sabe que allí murió.