Fortunata y Jacinta (83 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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El círculo de cabezas volvió a formarse, y en él echó Don Basilio su aliento, como los saludadores, antes de echar sus palabras. Era el tal aliento poco grato a la nariz de Feijoo, por lo cual este se retiró discretamente.

Don Basilio estuvo vacilando entre su conciencia, que le exigía callar, y el deseo de satisfacer la curiosidad de sus amigos. Por fin se violentó un poco para decir:

—Esta tarde Romero Ortiz salió del ministerio a las cuatro, y al pasar en coche por la calle del Amor de Dios, vio a un amigo, paró el coche, el amigo entró, y fueron...

—¿Pero quién era el amigo?

—Todo no se ha de decir... Pues bien; allá va: era
el pollo Romero
. Fueron... esta sí que es gorda... a casa de Don Antonio Cánovas... Madera Baja, 1.

Dicho esto, la Caña se quedó muy serio, saboreando el efecto que debían causar sus palabras. Volvió a poner el palillo entre los dientes y miraba a sus amigos con cierta lástima.

—¿Y qué? —dijo Rubín con desabrimiento—. No veo la tostada.

—Pues, amigo mío —replicó Don Basilio en el tono de un hombre superior que no quiere incomodarse—, si usted no quiere ver la tostada, ¿yo qué le voy a hacer?

—¿Y qué más da que vayan o no a casa de Cánovas?

—Nada, nada... la cosa no tiene malicia. Flojilla cosa es... ¿De qué pan hago las migas, compadre? Del tuyo que con el viento no se oye.

Después se permitió echarse a reír, cosa en él extrañísima y desusada.

—Este Don Basilio...

—Amigo —manifestó Feijoo con su franqueza habitual—. Confiese usted que la noticia que nos ha traído podría ser una sandez.

—Bueno, mi señor Don Evaristo, usted crea lo que quiera. Yo me lavo las manos.

Esto de lavarse las manos lo repetía mucho la Caña; pero los hechos no correspondían a las palabras como lo demostraba la simple observación.

—Ustedes podrán creer lo que les acomode —repetía el escritor de Hacienda, intentando elevar su dignidad de noticiero sobre la chacota de sus amigos—, pero lo que yo sostengo es que antes de un mes está el Príncipe Alfonso en el trono.

Risa general. Don Basilio se ponía colorado y después palidecía. Sus labios temblaban al aplicarse al borde del vaso.

—¿A que no? —dijo con rabia Juan Pablo—. Eso, nunca. Antes que eso, que vuelvan los cantonales. ¡Ni que fuéramos bobos en España! Señores, ¿a ustedes les cabe en la cabeza que venga aquí el Príncipe Alfonso? Y detrás Doña Isabel. ¡Bonito porvenir!... Otra vez el
moderantismo
. Pero yo pregunto —añadió con exaltación, dejando caer la capa y echando atrás el sombrero—, yo pregunto: ¿qué gente tiene a su lado el Príncipe? A ver; responderme.

Don Basilio, no se atrevía a responder. Contentábase con tomar aires de hombre profundo, que no se resuelve a soltar el enjambre de ideas que le zumban en el cerebro.

—Responderme.

—Nadie... cuatro gatos —dijo Montes.

—Los que no supieron defender a su madre cuando la echamos, señores... Y ahora... Si quiere Don Basilio, pasaremos revista a todos los personajes del
alfonsismo
. Vamos, vengan ratas.

Don Basilio, por su gusto, se habría metido debajo de la mesa. No hacía más que morder el palillo y gruñir como un mastín que no se decide a ladrar ni quiere tampoco callarse.

—El
alfonsismo
es un crimen —afirmó con la mayor suficiencia Leopoldo Montes, que no se paraba en barras para expresar una opinión.

—Pero un crimen
de lesa nación
—agregó Rubín—. Es lo que yo le decía anoche a Relimpio, que también se va cayendo de ese lado. ¡En estos momentos, cuando no se sabe lo que saldrá de la guerra...! Pues qué, si Don Carlos no fuera un necio, ¿no estaría ya en Madrid?

—Pero, y eso ¿qué prueba? —arguyó al fin Don Basilio, viendo una salida favorable de la confusión en que su contrincante le metía—; ¿qué tiene que ver...? Lógica, señores, lógica.

—Nada, hombre, que no viene acá el niño ese... que no viene... Yo pongo mi cabeza.

—Pero...

—No hay pero... Que no viene, y no le dé usted vueltas, señor de la Caña.

—Deme usted razones.

—Que no viene... Usted se convencerá, usted lo verá... Al tiempo...

—Pues al tiempo.

—Que no, hombre, que no. Si hasta que venga el Príncipe no le llevan a usted
a su ramo
, menudo pelo va usted a echar...

—Si no se trata aquí de que yo eche pelo ni de que no eche pelo —manifestó D. Basilio incomodándose un poco y mostrando el palillo deshilachado.

Pero Rubín se puso a hablar con Feijoo, que le preguntaba por aquel inexplicable casamiento de su hermano con una mujer maleada. Don Basilio pegó la hebra con los curas de tropa y con Nicolás Rubín. En aquel círculo le hacían más caso que en el suyo, y se despachaba más a su gusto. Divididas las opiniones, el capellán del
cuarto montado
votaba por el Príncipe; pero el cura Rubín y otros dos que allí había bufaban sólo de oír hablar del
alfonsismo
. D. Basilio, inclinándose de aquel lado, apoyado en el codo, les revelaba secretos con muchísima reserva. Ya no faltaba más que dar algunos perfiles a la cosa. Todo dispuesto, y el primerito que estaba en el ajo era Serrano.

—Lo que ustedes oyen... Al tiempo... Ustedes lo han de ver... y pronto, muy pronto.

Después se incautaba con disimulo de todos los terrones de azúcar que podía, y se marchaba a su casa, despidiéndose de cada uno particularmente con apretón de manos a espaldarazo.

—4—

R
ubín, después de su fracaso en el campo y corte de Don Carlos, había tomado en aborrecimiento a los hombres del bando absolutista; pero conservaba las ideas autoritarias y la opinión de que no se puede gobernar bien sino dando muchos palos. Toda la parte religiosa del programa carlista la descartaba, quedándose tan sólo con la política, porque ya había visto prácticamente que los curas lo echan todo a perder. Decía que su ideal era
un gobierno de leña
, que hiciera las leyes y nos las aplicara sin contemplaciones, mirando siempre a la justicia, con una tranca muy grande y siempre alzada en la mano. Este sistema autocrático comprendía las maneras de gobernar más que las ideas y soluciones teóricas, porque entre las que profesaba Rubín habíalas marcadamente avanzadas, populares y aun socialistas. Uno de sus temas era este: «Conviene que todo el mundo coma... porque el hambre y la pobretería son lo que más estorba la acción de los gobiernos, lo que da calor a las revoluciones, manteniendo a la nación en la intranquilidad y el desbarajuste». Este socialismo sin libertad, combinado con el absolutismo sin religión, formaba en la cabeza de aquel buen hombre un revoltijo de mil demonios.

Otro de sus temas era: «No más pillos y pena de muerte al ladrón». O más claro: «castigo inmediato y cruel a todos los que van al gobierno con el único fin de hacer chanchullos». La ráfaga de ambición que pasa por la mente de todo español con más o menos frecuencia haciéndole decir
si yo fuera poder
, le soplaba a Rubín dos o tres veces cada día, más bien como sueño que como esperanza; pero en sus horas de soledad se adormecía con aquella idea y la trabajaba, batiéndola, como se bate la clara de huevo para que crezca y se abulte y forme espumarajos. La conclusión de este meneo mental era que «aquí lo que hace falta es un hombre de riñones, un tío de mucho talento con cada riñón como la cúpula del Escorial».

Su prisión por sospechas de conspiración acentuole la soberbia y la murria soñadora, revolviendo más al propio tiempo el pisto manchego de su programa político—social. Salió de la cárcel con la cabeza más aturullada y los ánimos más encendidos. Entrole entonces cierto afán por las lecturas, porque reconocía su ignorancia y la necesidad de entender las ideas de los grandes hombres y los sucesos notables que habían pasado en el mundo. Durante un par de semanas leyó mucho, devorando obras diferentes, y como tenía facilidad de asimilación y mucha labia, lo que leía por las mañanas lo desembuchaba por las noches en el café convertido en pajaritas. Pajaritas eran sus conceptos; pero no por serlo, dejaban de cautivar a Don Basilio, a Leopoldo Montes y al mismo Feijoo.

Un día se despertó pensando que debía
empollar
algo de sistemas filosóficos y de historia de las religiones. El móvil de esto no era simplemente el amor al saber, sino un maligno deseo de tener argumentos con qué apabullar a los curas de la mesa próxima, que sólo por ser curas, aunque sueltos, le eran antipáticos, pues odiaba a la clase entera desde aquella trastada que los sotanas le hicieron en el Norte.

Poco a poco, a medida que iba acopiando argumentos, fue Rubín corriéndose a lo largo del diván, hasta que llegó a presidir la mesa de los capellanes. Eran estos tres, cuatro cuando iba Nicolás Rubín, todos de buena sombra y muy echados para adelante. Ninguno de ellos se mordía la lengua fuera cual fuese el tema de que se tratara. El más calificado era un viejo catarroso, andaluz, gran narrador de anécdotas, mal hablado, y en el fondo buena persona. Retirábase a las once y decía sus misitas por la mañana. El segundo era cura de tropa, echado del servicio por no sé qué desafueros, y el tercero ex—capellán de un vapor correo expulsado porque le cogieron contrabando de tabaco. Estos dos eran buenos peines; habían corrido mucho mundo, y estaban sin licencias, ladrando de hambre, echados de todas las iglesias y sin encontrar amparo en parte alguna. Tal situación les agriaba el carácter, haciéndoles parecer peores de lo que eran. Jamás se vestían de hábitos; pero conservaban la cara afeitada, como para estar disponibles en el caso de que los admitiesen otra vez en el oficio.

No sé cómo se llamaba el viejo catarroso, porque todos allí le nombraban
Pater
; hasta el mozo que le servía, dábale este apodo. El ex—castrense se llamaba Quevedo y era del propio Perchel, feo como un susto, picado de viruelas, de mirada aviesa y con una cara de secuestrador, que daría espanto al infeliz que se la encontrase en mitad de un camino solitario. Bebía aguardiente aquel clérigo como si fuera agua, y su lenguaje era un ceceo con gargarismos. Contaba hechos de armas y aventuras de cuartel con una gracia burda y una sinceridad zafia que levantaban ampolla. El otro se llamaba Pedernero y era del propio Ceuta, hijo de una
oficiala
del Fijo, joven y simpático, de modales mucho más finos que sus colegas, listo como un chorro de pólvora, y con un pico de oro que daba gusto. Para él no tenían secretos la vida humana ni la juventud: Su compañero Quevedo solía envolverse en formas hipócritas; Pedernero no. Se presentaba sin máscara, tal como era, empezando por decir que el Superior había hecho muy bien en quitarle las licencias.

El llamado
Pater
afectaba cierto magisterio episcopal con los otros dos; les reprendía cuando decían alguna barbaridad y les daba buenos consejos, profesando el principio de que todo era tolerable cuando se trataba en broma. Él, por ejemplo, hablaba y oía, sobre todo oía, muchas cosas malas; pero su vida permanecía pura. Tenía la cara redonda, blanca y risueña, y cuando estaba sin sombrero parecía una mujer cincuentona, ama de canónigo. No gustaba de que le armasen en la mesa disputas violentas, sino que se mantuviera la tertulia en el terreno de las hablillas sabrosas y de las chirigotas picantes, aunque fuesen sucias. Pues bien; en este círculo fue donde se coló Juan Pablo, con su clerofobia y su pegadizo saber de teología y filosofía católica.

Empezó dando puntadas. Como al principio era su charla frívola y de gacetilla, todos se reían y el
Pater
estaba en sus glorias. Pero poco a poco iba sacando Rubín proposiciones serias. El poder temporal del Papa fue puesto por los suelos, sin que ninguno de los tonsurados hiciese una defensa formal. El
Pater
y Quevedo tomaban la cuestión con calma, oponiendo a los ataques de Rubín argumentos evasivos en estilo joco—serio. Pedernero lo echaba todo a chacota; pero una noche que llevó Rubín, bien fresquecito y pegado con saliva, el tema de la pluralidad de mundos habitados, Pedernero empezó a despabilarse. Era doctor en Teología, y aunque había ahorcado los libros bacía mucho tiempo, algo recordaba, y tenía además grandes dotes de polemista. Rubín salió un tanto contuso; pero en retirada se defendía bien con su flexibilidad y agudeza. Más adelante llevó un arsenal de argumentos contra la revelación. «Esto no lo creen ya más que los adoquines...». Todo el Viejo Testamento no era más que un fraude, una imitación de las teogonías india y persa. Bien se veía la reproducción de los mismos mitos y símbolos. El pecado original, la expulsión del paraíso, la encarnación, la redención, eran una serie de representaciones poéticas y naturalistas que se reproducían al través de los siglos, «lo mismo a orillas del Éufrates que del Nilo que del Jordán».

«¿Sí? Pues ahora lo verás». Esto se dijo Pedernero, cuyo amor propio de teólogo contrabandista se picó extraordinariamente. En dos o tres días refrescó sus lecturas, rehízo su erudición descompuesta en los viajes y en la vida de libertino, y bien preparado acudió al torneo a que el otro le retaba con sabidurías de tercera mano, aprendidas en los libritos franceses de ciencia popular a treinta céntimos el tomo. Pues amigo, una noche el ex—capellán del vapor—correo se lió la manta y le dio tal paliza a Rubín, que este hubo de salir con las manos en la cabeza. Había que ver a Pedernero transfigurado, hecho un orador ardiente y lleno de arrogante facundia. El auditorio se estrechaba, y de las mesas próximas y de los veladores del centro acudía gente, apelmazándose en torno a los bravos contrincantes. Rubín era agudo, ágil, guerrillero de la discusión; el otro dominaba el asunto y era firme y sobrio de palabras, seguro en la dialéctica.

No pararon aquí las cosas. Rubín, lleno de despecho, resobaba sus libritos de a treinta céntimos para buscar armas contra la Iglesia. Apenas las esgrimía, Pedernero le reventaba. Su argumentación era la maza de Fraga. El
Pater
no cabía en sí de gozo y bailaba en el asiento; Quevedo alargaba el hocico, y hasta se atrevía a decir
mu
, repitiendo las admirables razones de su amigo. Los demás tertulios se envalentonaban adhiriéndose algunos al bando de Pedernero, otros al de Rubín, no por convicción, sino por divertirse y aumentar la jarana. Además de los tres curas, eran parroquianos de aquella mesa las siguientes personas: un agente de Bolsa riquísimo que, con el
Pater
, llevaba diez años de concurrir todas las noches a aquel mismo sitio, un bajo de ópera retirado, un funcionario de poco sueldo y el dueño de un acreditado molino de chocolate. Los curas y estos cuatro señores formaban la partida más fraternal que puede imaginarse. Llevando cada cual un bocado sabroso al festín de la murmuración pasaban dulcemente las horas, amigos allí, distantes unos de otros en el comercio de la vida ordinaria.

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