Fortunata y Jacinta (82 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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Bueno. Los que ejercen autoridad en los círculos o tertulias de café suelen sentarse en el diván, esto es, de espaldas a la pared, como si presidieran o constituyesen tribunal. Juan Pablo y Feijoo pertenecían a esta categoría; pero el segundo no se sentaba nunca en el diván, porque le daba calor la pana, sino en una de las sillas de fuera, tomando café en un ángulo de la mesa y volviendo la espalda a los individuos de la mesa inmediata.

En cambio, Don Basilio Andrés de la Caña, que era vulgo, se sentaba siempre en el diván. Gustaba de ocupar posiciones superiores a las que merecía, y recostaba en el marco de los espejos su cabeza calva y lustrosa. Usaba gafas, y su nariz pequeña podría pasar por signo o emblema de agudeza. Entornaba los ojos cuando daba una respuesta difícil, como hombre que quiere reconcentrar bien las ideas. Su frente era espaciosísima y su fisonomía de esas que parecen revelar un entendimiento profundo y sintético. Tenía algún parecido con Cavour, de lo que provenían las bromas un tanto pesadas que le daban. Para juzgar su talento, acudiremos a un dicho de Melchor de Relimpio:

—El mejor negocio que se podría hacer en estos tiempos, ¿a que no saben ustedes cuál es? Pues abrirle la cabeza a Don Basilio y sacarle toda la paja que hay dentro para venderla.

Y Don Basilio, que tenía ciertas marrullerías de asno viejo, sacaba partido de su fisonomía engañosa y de aquel aire de
hombre conspicuo
que le daban su calva de calabaza, su frente abovedada, sus anteojos y su nariz chiquita y prismática. Más de una vez, los ministros a quienes se presentó experimentaron los efectos de fascinación que aquella carátula ejercía sobre el vulgo, y le tomaron por una eminencia no comprendida. Cráneo y entrecejo eran un timo frenopático. Siempre que discutía tomaba un tono tan solemne, que muchos incautos le miraban con respeto. Consideraba la risa como un acto impropio de la dignidad humana, y habíala desterrado casi en absoluto de su cara, tomando por modelo una página del Nomenclátor o de la Memoria de la Deuda Pública.

Dos fases tenía la vida de este hombre: el periodismo y la empleomanía. En la prensa, siempre estuvo encargado de la parte extranjera y de las cuestiones de Hacienda. Ni para una ni para otra cosa se necesitaba en el periodismo antiguo saber escribir. Pero la Caña tomaba tan en serio estas dos ramas del conocimiento humano, que cuando trabajaba parecía que estaba escribiendo la
Crítica de la razón pura
. Su sueldo en las redacciones no pasó nunca de treinta duros, cuando le pagaban. De las redacciones pasaba a las oficinas, y de las oficinas a las redacciones; de modo que cuando estaba cesante y la familia pereciendo, alegrábanse las Musas de la política extranjera y de la ciencia fiscal. Siempre fue mi hombre
arrimado a la cola
, como decían sus amigos; es decir, muy moderado, porque siempre le colocaban los doctrinarios. Su primer destino se lo dio Mon, y estuvo en Hacienda con ciertas alternativas hasta el periodo largo de la Unión Liberal. Esta época fue su
crujía
funesta, y vivió míseramente de la pluma, preguntando todos los días a la conclusión del artículo: «¿qué hará la Rusia?» y respondiéndose con la más deliciosa buena fe: «no lo sabemos». A Inglaterra la llamaba siempre el
Gabinete de Saint—James
, y a Francia el
Gabinete de las Tullerías
.

Durante el periodo revolucionario, pasó el pobre Don Basilio una trinquetada horrible, porque no quiso venderse ni abdicar sus ideas. Únicamente consintió en trabajar en un periódico liberal templado; pero... bien claro se lo dijo al director... nada más que para tratar de las cuestiones financieras, con exclusión absoluta de toda idea política. Dicho y hecho: la Caña se largaba todos los días un articulazo que no leía nadie, criticando la gestión de la Hacienda; pero no así como se quiera, sino con números. «Con los números no se juega» decía él, y le metía mano al presupuesto y lo desmenuzaba como si fuera la cuenta de la lavandera.

—Si esta gente no comprende —decía en el café inflado de autoridad— que sin presupuesto no hay política posible, ni hay país, ni nada. Estoy harto de decírselo todos los días. Y nada; como si se lo dijera a este mármol. Señores, yo les juro que he examinado una por una todas las cifras, y créanmelo, parece mentira que ese buñuelo haya salido de las oficinas de Hacienda. Pero si es lo que yo digo: ese señor (el Ministro del ramo) no sabe por dónde anda, ni en su vida las ha visto más gordas... ¡Cuidado que lo vengo demostrando como tres y dos son cinco! Pero nada... no lo quieren entender.

Después de expresar con un gran suspiro la lástima que tenía de este pobre país, seguía tomando su café con indolencia, pero con apetito, porque para Don Basilio era verdadero alimento, y lo tomaba colmado, en vaso, y dejando rebosar todo lo posible en el plato para trasegarlo después frío al vaso. En los últimos años de la Revolución, Don Manuel Pez diole un destinillo en el Gobierno civil, y él lo aceptó como ayuda hasta que vinieran tiempos mejores; pero estaba descontento, no sólo por lo mezquino del sueldo, sino por razones de dignidad. Los amigos que le oían quejarse, comparando la exigüidad de la paga con la muchedumbre de bocas que constituían su familia, le consolaban cada cual a su manera; pero él decía invariablemente: «y sobre todo, me lo pueden creer, lo que más me contrista es no estar
en mi ramo
». Su ramo era la Hacienda.

La conversación del círculo, que empezaba casi siempre con el tema de la guerra, pasaba insensiblemente al de los empleos. Leopoldo Montes, cesante eterno, Relimpio, y otros que tenían entre los dientes alguna piltrafa del presupuesto, se arrojaban con deleite famélico sobre aquel tema picante.

—Usted, ¿cuánto tiene?

—Yo
catorce
; pero me corresponden
dieciséis
; Fulano, que estaba por debajo de mí en la Ordenación de pagos, tiene ya
veinte
, y yo llevo diez años con
catorce
.

—Pues yo —decía Don Basilio—, cuando estaba
en mi ramo
, llegué a
veinticuatro
por mis pasos contados. Con este desbarajuste que hay ahora, no se sabe ya por dónde anda uno. El día que vuelva a
mi ramo
, no admito credencial que sea inferior a
treinta
.

—Pero como aquí se hacen mangas y capirotes de los
derechos adquiridos
... ¡Qué país! Yo entré en Penales con
ocho
, después me pasaron a Instrucción Pública con
diez
, luego cesante, y al fin, para no morirme de hambre, tuve que aceptar
seis
en Loterías.

—Pues yo —murmuraba una voz que parecía salida de una botella, voz correspondiente a una cara escuálida y cadavérica, en la cual estaban impresas todas las tristezas de la Administración española—, sólo pido dos meses, dos meses más de activo para poderme jubilar por Ultramar. He pasado el charco siete veces, estoy sin sangre, y ya me corresponde retirarme a descansar con
doce
. ¡Maldita sea mi suerte!

El cesante más digno de conmiseración es aquel que sólo pide unos cuantos días más de empleo para poder reclinar sobre la almohada de las Clases Pasivas una frente cargada de años, de sustos y de servicios.

—3—

D
e ocho a diez estaba el café completamente lleno, y los alientos, el vapor y el humo hacían un potaje atmosférico que indigestaba los pulmones. A las nueve, cuando aparecían
La Correspondencia
y los demás periódicos de la noche, aumentaba el bullicio. La jorobada y un su hermano, también algo cargado de espaldas, entraban con las manos de papel, y dando brazadas por entre las mesas del centro, iban alargando periódicos a todo el que los pedía. Poco después empezaba a clarear la concurrencia; algunos se iban al teatro, y las peñas de estudiantes se disolvían, porque hay muchos que se van a estudiar temprano. En todos los cafés son bastantes los parroquianos que se retiran entre diez y once. A las doce vuelve a animarse el local con la gente que regresa del teatro y que tiene costumbre de tomar chocolate o de cenar antes de irse a la cama. Después de la una sólo quedan los enviciados con la conversación, los adheridos al diván o a las sillas por una especie de solidificación calcárea, las verdaderas ostras del café.

Juan Pablo no se iba hasta que cerraban las puertas, y de todos sus amigos el único que tan a deshora le acompañaba era Melchor de Relimpio. Iban juntos hacia su barrio y a veces el uno dejaba al otro en la puerta de su casa, sin cesar de charlar hasta el momento en que venía el sereno a abrir. Si la noche estaba buena, solían darse una hora más de palique vagando por las calles.

¿De qué hablaban aquellos hombres durante tantas y tantas horas? El español es el ser más charlatán que existe sobre la tierra, y cuando no tiene asunto de conversación, habla de sí mismo; dicho se está que ha de hablar mal. En nuestros cafés se habla de cuanto cae bajo la ley de la palabra humana desde el gran día de Babel, en que Dios hizo las opiniones. Óyense en tales sitios vulgaridades groseras, y también conceptos ingeniosos, discretos y oportunos. Porque no sólo van al café los perdidos y maldicientes; también van personas ilustradas y de buena conducta. Hay tertulias de militares, de ingenieros; las de empleados y estudiantes son las que más abundan, y los provincianos forasteros llenan los huecos que aquellos dejan. En un café se oyen las cosas más necias y también las más sublimes. Hay quien ha aprendido todo lo que sabe de filosofía en la mesa de un café, de lo que se deduce que hay quien en la misma mesa pone cátedra amena de los sistemas filosóficos. Hay notabilidades de la tribuna o de la prensa, que han aprendido en los cafés todo lo que saben. Hombres de poderosa asimilación ostentan cierto caudal de conocimientos, sin haber abierto un libro, y es que se han apropiado ideas vertidas en esos círculos nocturnos por los estudiosos que se permiten una hora de esparcimiento en tertulias tan amenas y fraternales. También van sabios a los cafés; también se oyen allí observaciones elocuentes y llenas de sustancia, exposiciones sintéticas de profundas doctrinas. No es todo frivolidad, anécdotas callejeras y mentiras. El café es como una gran feria en la cual se cambian infinitos productos del pensamiento humano. Claro que dominan las baratijas; pero entre ellas corren, a veces sin que se las vea, joyas de inestimable precio.

La mesa presidida por Juan Pablo Rubín era la segunda, entrando, a mano derecha. La inmediata pertenecía al mismo círculo de amigos; después seguía la de los
curas de tropa
, llamada así porque a ella se arrimaban tres o cuatro sacerdotes, de estos que podríamos llamar sueltos, y que durante la noche y parte del día hacían vida laica. A esta mesa solía ir Nicolás Rubín, vestido de seglar como los otros, sirviendo de transición entre aquel círculo y el próximo, donde su hermano estaba. Las dos tertulias vecinas vivían en excelentes relaciones, y a veces se entremezclaban los apreciables sujetos que las componían. A la mesa de los presbíteros seguían dos de escritores, periodistas y autores dramáticos. Federico Ruiz iba por allí muy a menudo, y como era hombre tan comunicativo, metía baza con los curas, de lo que resultó que estos se familiarizaran por una banda con la gente de pluma, y por otra con los amigos de Rubín y Feijoo. A los escritores seguían los
chicos de caminos
, que ocupaban las tres mesas del ángulo. Allí empezaba lo que llamaban el
martillo
, o sea el crucero del vastísimo local. Dicho crucero era como un segundo departamento del café, y estaba invadido por estudiantes, en su mayoría gallegos y leoneses, que metían una bulla infernal.

Como todo esto que cuento se refiere al año 74, natural es que en el café se hablara principalmente de la guerra civil. En aquel año ocurrieron sucesos y lances muy notables, como el sitio de Bilbao, la muerte de Concha, y por fin, el pronunciamiento de Sagunto. Raro era el día que no echaban los periódicos un extraordinario anunciando batallas, desembarcos de armas, movimientos de tropas, cambios de generales y otras cosas que por lo común daban pie a inacabables comentarios.

—¿Se ha enterado usted, Rubín? —decía Feijoo al tomar asiento junto al ángulo de la mesa, y quitando de la boca del vaso el platillo del azúcar—. Parece que Mendiry se ha corrido hacia Viana.

—Descuide usted —replicaba Juan Pablo con suficiencia. No saldrán del circulito de las Provincias Vascongadas y Navarra. Les conozco bien... Todos los jefes no van más que a hacer su pella... El día en que haya un gobierno que les quiera comprar, se acabó la guerra.

—¡Pero, hombre...!

—No hay más que hablar. Pillería aquí, pillería allá, y todo una gran pillería.

—Aquí no hay más que mucha hambre —decía uno de los curas de tropa alzando la voz en la mesa inmediata—. La guerra no se acaba porque los militares van muy a gusto en el machito. Los de acá y los de allá no están por la paz. ¿Pero qué me dicen ustedes a mí que he visto aquello? Yo he servido en el
cuarto montado
, he visto de cerca la guerra... y esta seguirá jorobándonos mientras unos y otros mamen de ella.

—¡Qué fuerte está el señor capellán! —dijo Feijoo sonriendo, y no dijo más porque entró Don Basilio y en tono de gran misterio se expresó de este modo:

—Cuando digo que hay novedades...

Después que le sirvieron el café, agachó la cabeza, y en el círculo que formaban las cuatro o cinco cabezas de sus amigos que se alargaron para oírle, hizo la confidencia:

—Se lo digo a ustedes en gran reserva.

—¿Pero qué es?


¡Misterios!
... Sagasta está disgustado. Me lo ha dicho su secretario particular.

—¡Ah!, yo también lo oí —indicó Relimpio—. Es cierto... como que tiene dolor de muelas.

—El motivo —añadió la Caña radiante—, no lo sé. Cada uno piense como quiera. Yo lo único que me permito decir es que esto está muy malo... pero muy malo, y que hay mar de fondo.

—¿Pero no sabe usted más? —le preguntó Feijoo de una manera apremiante—. Yo creí que nos iba usted a dar noticia de la conferencia del Duque con Elduayen... Y ahora sale con que Sagasta está malhumorado... Dios nos asista... Pero lo de la conferencia, ¿es cierto o no?

Don Basilio solía llevar en la boca un palillo de dientes, y tomándolo entre los dedos lo mostraba, accionando con él, como si formara parte del argumento.

—Lo que yo sé —afirmó con acento patético, ofreciendo el palillo a la admiración de sus amigos—, lo que yo sé es que esto está muy malo. Digo con Lorenzana:
Meditemos
.

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