Fortunata y Jacinta (78 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Ya no me quieres —le dijo un día con inmensa tristeza—, ya tu corazón voló, como el pajarito a quien le dejan abierta la jaula. Ya no me quieres.

Y ella le respondía que sí; ¡pero de qué manera! Más valía que dijese terminantemente que no.

—¿Por qué te vas tan lejos de mí? Parece que te causo horror. Cuando entro, te pones seria; cuando crees que no me fijo en ti, estás ensimismada y te sonríes como si en espíritu hablaras con alguien.

Otra cosa le mortificaba. Cuando salían juntos a paseo, todo el mundo se fijaba en Fortunata, admirando su hermosura; luego le miraban a él. Suponía Maxi que todos hacían la observación de que no era él hombre para tal hembra. Algunos se permitían examinarle de una manera insolente. Si iban al café, estaban poco tiempo, porque los amigos se enracimaban alrededor de Fortunata sin hacer maldito caso de su marido, y este tragaba mucha bilis. Lo que desorientaba más a Maxi era que ella no
tomaba varas
con nadie, y siempre que él decía
vámonos
, estaba dispuesta a retirarse.

Buscaba el farmacéutico algo en qué fundar las conjeturas que empezaban a devorarle, y no lo encontraba. Ideó consultar el caso con su tía; pero no quiso dar su brazo a torcer, y temblaba de que Doña Lupe le dijese: «¿Ves? ¡Por no hacer caso de mí!». ¡Celos! ¿Y de quién? Fortunata mostrábase con todos tan fría como con él. Solía esparcir melancólicamente sus miradas por la calle, entre el gentío, sin fijarse en nadie, cual si buscaran a alguien que no quería dejarse ver. Y después las miradas volvían a sí misma con mayor tristeza.

También atormentaban al joven los elogios que sus amigos le hacían de ella.

—¡Qué mujer te tienes!» le decía
Pseudo—Narcissus odoripherus
.

Y
Quercus gigantea
le silbaba en el oído estas fúnebres palabras:

—Es mucha hembra para ti, barbián. Ándate con mucho ojo.

Pero Doña Lupe le infundía ideas optimistas. ¡Parecía mentira! La perspicaz, la sabia y experimentada señora de Jáuregui dijo más de una vez a su sobrino:

—¡Qué trabajadora es tu mujer! Siempre que vengo aquí me la encuentro planchando o lavando. Francamente, no creí... Te ayudará, te ayudará. Y luego tan calladita... Hay días que no le oigo el metal de voz.

Con unas cosas y otras, el pobre chico apenas podía estudiar, y con mucho trabajo se preparaba para la licenciatura. El asunto de su colocación se había resuelto ya, porque habiendo fallecido Samaniego a fines de Octubre, su viuda organizó el personal de la botica, dando una plaza a Maximiliano. Se convino entre Doña Casta Moreno y Doña Lupe que cuando el chico tomara el grado, se le fijaría sueldo, y que pasado un año de práctica, tendría participación en las ganancias. Por el lado económico todo iba a pedir de boca, porque mientras llegaba el día de ganar con su profesión, podía vivir bien con la corta renta de la herencia. Lo malo era que desde que ingresara en la botica, seríale preciso ausentarse de su casa días enteros, y esto le ponía en ascuas. Ocurriósele entonces lo que se le ocurre a cualquier celoso, salir un día, diciendo que iba a la farmacia, y volver en seguida. Hízolo una vez, y no sorprendió nada: Fortunata estaba en la cocina. Repitió la treta, y lo mismo: estaba cosiendo. A la tercera, Fortunata había salido. Dos horas después entró, trayendo un paquete en la mano.

—¿Que de dónde vengo? Pues de comprar unas cosillas. ¿No me dijiste que querías una corbata? Mírala.

Una noche entró Maximiliano bastante excitado. Le tomó la mano a su mujer, y haciéndola sentar a su lado, le dijo a boca de jarro:

—Hoy he conocido a ese pillo que te deshonró.

Fortunata se quedó como muerta.

—Pues qué... ¿No está enfermo?

Se le escapó esta espontaneidad, y cuando quiso contenerla ya era tarde. Hacía una semana que Santa Cruz no iba a las citas, y le había enviado, por medio de Cirila, un recadito. Se había caído del caballo en la Casa de Campo, estropeándose ligeramente un brazo.

—¿Enfermo? —dijo Maxi, clavando en ella sus ojos de iluminado—. En efecto, tenía un brazo en cabestrillo. ¿Pero tú por dónde sabes...?

—No, no, yo no sabía nada —replicó Fortunata enteramente aturdida.

—¡Tú lo has dicho! —exclamó Rubín con la mirada terrorífica—. ¿Por dónde lo sabes?

La prójima se puso como la grana; después volvió a palidecer. Buscaba una salida de aquel compromiso, y al fin la encontró:

—¡Ah!

—¿Qué?

—¿Dices que cómo lo sé, tontín?... Pues muy sencillo. Si lo traía el periódico... Tu tía lo leyó anoche. Mira, aquí está: que se cayó del caballo paseando por la Casa de Campo.

Y recobrando su serenidad, revolvió en la mesa y cogió
El Imparcial
que, en efecto, traía la noticia:

—Mira... ¿Lo ves?... Convéncete.

Maxi, después de leer, siguió diciendo:

—Le vi en el Saladero; allí debiera estar ese canalla toda su vida. Olmedo, que iba conmigo, me le enseñó. Fue a ver a mi hermano; él iba a visitar a un tal Moreno Vallejo que también está preso por conspirar. ¡Y el tal Santa Cruz es de lo más cargante...!

Fortunata se tapaba la cara con el periódico, fingiendo que leía. Maxi le arrebató el papel de un manotazo.

—Te has quedado así como... estupefacta.

—Déjame en paz —replicó ella con un despego que a su marido le llegó al alma.

—¡Qué modales, hija! Ya ni consideración.

Fortunata parecía que tenía sellada la boca. Comieron sin chistar; él se puso luego a estudiar y ella a coser, sin que el fúnebre silencio se rompiera. Acostáronse, y lo mismo. Ella volvió la espalda a su marido, insensible a los suspiros que daba. Desvelados estuvieron ambos largo rato, cada cual por su lado, muy cerca materialmente uno de otro, pero en espíritu Fortunata se había ido a los antípodas.

Dos o tres días después, volviendo del Saladero, a donde fue para decir a su hermano que pronto le soltarían, vio Maximiliano a Santa Cruz guiando un faetón por la calle de Santa Engracia arriba. Ya tenía el brazo bueno. Miró a Maxi, y este le miró a él. Desde lejos, porque el coche iba bastante a prisa, observó Rubín que este entraba por la calle de Raimundo Lulio. ¿Pasaría luego a la de Sagunto? Nunca como en aquel momento sintió el exaltado chico ganas de tener alas. Apresuró el paso todo lo que pudo, y al llegar a su calle... ¡Dios!... lo que se temía... Fortunata en el balcón, mirando por la calle del Castillo hacia el paseo de la Habana, por donde seguramente había seguido el coche. Subió el joven farmacéutico tan rápidamente la escalera, que al llegar arriba no podía respirar. Es que para ser celoso se necesitan buenos pulmones. Cayose más bien que se sentó en una silla, y su mujer y Patricia acudieron a él creyendo que le daba algún accidente. No podía hablar y se golpeaba la cabeza con los puños. Cuando su mujer se quedó sola con él sintió Rubín que aquella furibunda cólera se trocaba en un dolor cobarde. El alma se le desgajaba y sacudía resistiéndose a albergar en su seno la ira. Los ojos se le llenaron de lágrimas, las rodillas se le doblaron. Cayendo a los pies de su mujer, le besuqueó las manos.

—Ten piedad de mí —le dijo con aflicción más de niño que de hombre—. Por tu vida... la verdad, la verdad. Ese señor... tú esperándole... él pasaba por verte. Tú no me quieres, tú me estás engañando... le quieres otra vez... le has visto en alguna parte. La verdad... Más quiero morirme de pena que de vergüenza. Fortunata, yo te saqué de las barreduras de la calle, y tú me cubres a mí de fango. Yo te di mi honor limpio, y me lo devuelves sucio. Yo te di mi nombre, y haces de él una caricatura. El último favor te pido... la verdad, dime la verdad.

—9—

F
ortunata movió la lengua y agitó los labios. En la punta de aquella tenía la verdad, y por instantes dudó si soltarla o meterla para adentro. La verdad quería salir. Las palabras se alinearon mudas y decían: «Sí, es cierto que te aborrezco. Vivir contigo es la muerte. Y a él le quiero más que a mi vida».

La batalla fue breve, y Fortunata volvió la terrible verdad a los senos de su espíritu. La aflicción de Maxi exigía la mentira, y su mujer tuvo que decírsela... mentiras de esas que inspiran viva compasión al que las dice y consuelan poco al que las oye. Echábalas de sí como enfermera que administra la inútil medicina al agonizante.

—Dímelo de otra manera y te creeré —manifestó Rubín—. Dilo con un poquito de calor, siquiera como me lo decías antes. Tú no sabes el daño que me haces. Me estás haciendo creer que no hay Dios, que portarse bien y portarse mal todo es lo mismo.

La compasión venció a la delincuente y se mostró tan afable aquella tarde y noche, que Maximiliano hubo de tranquilizarse. El pobrecito estaba destinado a no tener rato bueno, pues a punto que su espíritu recibía algún alivio, se le inició la jaqueca. La noche fue cruel, y Fortunata esmerose en cuidarle. En medio de sus dolores cefalálgicos, el infortunado joven se caldeaba más la mente arbitrando remedios o paliativos de la ansiedad que le dominaba. A poco de vomitar, dijo a su mujer:

—Se me ocurre una idea que resolverá las dificultades... Nos iremos a Molina de Aragón, donde tengo mis fincas. Abandono la carrera y me dedico a labrador... Quieres, ¿sí o no? Allí viviré con tranquilidad.

Fortunata se mostró conforme, si bien recordaba lo que Mauricia le había dicho de la vida de los pueblos. Sólo descuartizada iría ella a vivir al campo; pero aquella noche no tenía más remedio que decir

a todo.

En los siguientes días notaba el pobre Maxi que su descaecimiento aumentaba de una manera alarmante como si le sangraran, y asustadísimo fue a consultar con Augusto Miquis, el cual le dijo que hubiera sido mejor consultara antes de casarse, pues en tal caso le habría ordenado terminantemente el celibato. Esto redobló sus tristezas; mas cuando Miquis le propuso como único remedio de su mal la rusticación, cobró esperanzas, confirmándose en la idea de abandonar la corte y sepultarse para siempre en sus estados de Molina.

La segunda vez que habló de esto a su mujer, no la encontró tan bien dispuesta.

—¿Y tus estudios, y tu carrera? Aconséjate con tu tía, y ella te dirá que lo que estás pensando es un disparate.

Maxi estaba muy caviloso por ciertas cosas que en su mujer notaba. Hacía días que apenas levantaba ella los ojos del suelo y su mirar revelaba una gran pesadumbre. De repente, una tarde que volvía Rubín de la botica, al subir la escalera la oyó cantar. Entró, y la cara de Fortunata resplandecía de contento y animación. ¿Qué había pasado? Maxi no lo pudo penetrar, aunque sus celos, aguzadores de la inteligencia, le apuntaban presunciones que bien podrían contener la verdad. Esta era que la prójima había recibido, por conducto de Patricia, una esquelita en que se le anunciaba la reapertura del curso amoroso, interrumpido durante una quincena. « Esta alegría —pensaba Maxi—, ¿por qué será?». Y comprendiendo por instinto de celoso que echaba un jarro de agua fría sobre aquel contento, dijo a Fortunata:

—Ya está decidido que nos iremos al pueblo. Lo he consultado con mi tía y ella lo aprueba.

No era verdad que había consultado con Doña Lupe, mas lo decía para dar a su proposición autoridad indiscutible.

—Te irás tú... —dijo ella sonriendo.

—No —agregó él conteniendo la amargura que de su alma se desbordaba—, los dos.

—Tú te has vuelto loco —observó Fortunata riendo con cierto descaro—. Yo creí... ¿Pero lo dices con formalidad?

—¡Toma!... ¿Y tú no me dijiste que irías también y que querías ser paleta?

—Sí; pero fue porque me pensé que era conversación. ¡Encerrarme yo en un pueblo! ¡Qué talento tienes!

De tal modo se demudó el rostro del joven, que Fortunata, que ya empezaba a decir algunas bromas sobre aquel asunto, se recogió en sí. Maxi no dijo una palabra, y de pronto salió disparado de la casa, cerró con estruendo la puerta y bajó la escalera de cuatro en cuatro peldaños. Asustose Fortunata, y asomándose al balcón, viole recorrer apresuradamente la calle de Sagunto y después tomar por la de Santa Engracia, hacia abajo. Ella salió después, tomando por la misma calle, pero hacía arriba, en dirección de Cuatro Caminos.

Las seis de la tarde serían cuando Rubín volvió a su casa. Estaba lívido, y de lívido pasó a verde, cuanto Patricia le dijo que la señorita había salido a compras. Dejándose llevar de su insensato recelo, interrogó a la criada, tratando de averiguar por ella. Pero a buena parte iba. Patricia tenía la discreción del traidor, y cuanto dijo fue encaminado a introducir en el cerebro de Maxi el convencimiento de que su mujer era punto menos que canonizable. Cuando la criminal entró, el marido había mandado encender luz y estaba sentado junto a la mesa de la sala. «¿De dónde vienes?» le preguntó.

—Me parece —replicó ella—, haberte dicho que iba a comprar este retor.

Mostró un envoltorio, después un paquetito, y otro.

—¿Ves?... la sopa Juliana que tanto te gusta...

—Yo también —dijo Maximiliano de una manera siniestra—, te he comprado a ti esta tarde un regalito... Mira.

Alargó el brazo para sacar de debajo de la mesa algo que ocultó al entrar. Era un objeto envuelto en papeles, que descubrió lentamente, cuando ella se inclinaba risueña para verlo.

—¿A ver... qué es?... ¡Ay! Un revólver...

—Sí, para matarte y matarme... —dijo Maxi en un tono que no pudo ser tan lúgubre como él deseaba, pues el arma empezó a causarle miedo, a causa de que en su vida había tenido en las manos un chisme de tal clase...

—¡Qué cosas tienes! —dijo ella palideciendo—. Tú no sabes lo que te pescas... Pareces tonto... Matarme a mí, ¿y por qué?...

Le echó una mirada dulce y penetrante, el mismo mirar con que le había hecho su esclavo. El pobre chico sintió como si le pusieran un grillete en el alma.

—Vaya que se te ocurren unos disparates, hijo... Soy muy miedosa, y de sólo ver eso me pongo a temblar. Bonita manera tienes de hacer que yo te quiera, sí señor, bonita manera.

Acercó tímidamente su mano al mango del arma.

—Puedes cogerlo, está descargado —dijo Maxi, que de un salto se había dejado caer del furor a la piedad.

—Eres un niño —declaró ella, cogiendo el arma—, y como niño hay que tratarte. Venga acá ese chisme: lo guardaré para el caso de que entren ladrones en casa.

Y se lo llevó sin que él hiciese resistencia. Después de guardarlo con llave en un baúl lleno de cosas viejas, volvió al lado de su marido, que se había quedado absorto, midiendo sin duda con azorado pensamiento la enorme distancia que en su ser había entre los arranques de la voluntad y la ineficacia de su desmayada acción.

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